“Apenas abrimos un ojo pensamos en el dinero aunque parezca que nos distraemos con el sexo, cuando en el coito nos decimos frases de amor entreveradas con otras puercas, no dejamos de pensar en el dinero mientras nos apuramos a desahogarnos porque debemos ir a nuestros trabajos, y decir trabajo es hablar de dinero. (...) Es necesario a veces un tiempo sin pensar en el dinero, es decir, reponer energías para, a la vuelta, estar en condiciones de ganar más dinero y, al fin del día, cuando nos volvemos a acostar, lo hacemos pensando en qué impuestos y cuotas vencen mañana ya que vivimos a crédito”, escribe el argentino Guillermo Saccomanno en su nueva novela, Esperar una ola.
Es difícil no pensar este libro desde el discurso con el que Saccomanno inauguró la 46° Feria del Libro de Buenos Aires, en el que generó revuelo por reclamar el pago de honorarios por un “trabajo intelectual” que, hasta entonces, nunca había sido remunerado. “No creo que mencionar el dinero en una celebración comercial sea de mal gusto. ¿Acaso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?”, dijo a fines de abril en el predio de La Rural, lo que le valió opiniones encontradas.
En Esperar una ola, editado por Planeta, Saccomanno construye un narrador que se planta como un observador incansable de una realidad que, lejos de ser estática, se abre como un abanico. Lo familiar y lo extraño se contaminan mutuamente en este retrato coral de un presente exasperado. Como en Palomar, aquella última novela de Italo Calvino, el narrador mira las olas y es esa tensión entre espera y movimiento la que, como un chispazo, aviva la historia.
“La ola esperada es un sueño personal, inaccesible. Solo el surfista sabe lo que está esperando. A veces el mar es una extensión de sosiego. Y premonición. (...) Para que el golpe de suerte ocurra es necesario estar en el agua, siempre, esperando. Quizá el misterio se explica en la espera. Y la revelación, en la fugacidad de ese deslizamiento en el que la existencia, de golpe, es viento. De qué estoy hablando. De escribir”.
Así empieza “Esperar una ola”, de Guillermo Saccomanno
Los balnearios ya levantaron las carpas. La costa es un horizonte de viento, arena y mar. Ahora se los puede ver. Los surfistas parecen haber estado siempre ahí, a unas brazadas de la orilla, en la rompiente, esperando. Y van a permanecer en el agua, agazapados, aun contra el presagio de una sudestada, asomando apenas en la magnitud del océano. La espera de esa ola tiene mucho de misterio. A veces están desde la mañana temprano. Si el día empezó tormentoso, vienen al mediodía, cuando un resplandor débil se filtra entre las nubes densas. La ola esperada es un sueño personal, inaccesible. Solo el surfista sabe lo que está esperando. A veces el mar es una extensión de sosiego. Y premonición. Indolentes, empiezan a formarse algunas olas. De lejos puede advertirse ese suspenso del cuerpo sobre la tabla, los músculos en tensión, listos para el salto y el viaje a lo largo de la ola. Hace falta, además de reflejos, el golpe de suerte que convertirá en proeza ese tiempo tan corto del equilibrio vertiginoso en la cresta de espuma. Para que el golpe de suerte ocurra es necesario estar en el agua, siempre, esperando. Quizá el misterio se explica en la espera. Y la revelación, en la fugacidad de ese deslizamiento en el que la existencia, de golpe, es viento. De qué estoy hablando. De escribir.
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Apenas abrimos un ojo pensamos en el dinero aunque parezca que nos distraemos con el sexo, cuando en el coito nos decimos frases de amor entreveradas con otras puercas, no dejamos de pensar en el dinero mientras nos apuramos a desahogarnos porque debemos ir a nuestros trabajos, y decir trabajo es hablar de dinero como cuando llevamos a los chicos al colegio y, ni siquiera vale preguntarse el porqué, los mandamos a un colegio caro para que en el futuro ganen bastante dinero y, mejor no pensarlo ahora, en el futuro podrán amortizar nuestro derrumbe senil, pero mejor no pensar en eso ahora porque ya en la mañana, durante el día, en nuestras ocupaciones, concentrados en nuestros puestos, seguimos con la mente activa en la cuestión del dinero si se trata de impedir que alguien nos mueva el piso y ascienda sobre nuestras cabezas o nosotros, por nuestro lado, procuremos pasarle por arriba, obteniendo ascender en la escala jerárquica porque un ascenso representa un ingreso mayor de dinero, el necesario para vivir bien, tal vez sin exceder nuestras posibilidades pero también sin pasar necesidades y disfrutar merecidamente un fin de semana de descanso y vacaciones una vez al año porque es necesario a veces un tiempo sin pensar en el dinero, es decir, reponer energías para, a la vuelta, estar en condiciones de ganar más dinero y, al fin del día, cuando nos volvemos a acostar, lo hacemos pensando en qué impuestos y cuotas vencen mañana ya que vivimos a crédito.
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De puño y letra, porque quiero que conste por escrito la decisión que tomé. No se saldrán con la suya, me opongo a que me manden a un geriátrico. Podría acusarlos por orden alfabético. Pero como somos una gran familia y además me pifia la memoria, me llevaría tiempo ordenarlos. Saquen sus propias conclusiones. Que la culpa les carcoma el corazón. Voy a saltar sin decir ni mu y chau. Aunque si lo pienso, qué culpa pueden sentir siendo como son. Se la van a echar entre ustedes. Además, y mientras paso la pierna del otro lado de la baranda y cuento los pisos, me doy cuenta, me van a olvidar en menos de lo que canta un gallo así como yo me olvido de todo todo el tiempo. Así que vuelvo la pierna y, por las dudas, guardo la carta.
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Tienen dos sueldos, pero les alcanza con uno para vivir con comodidad y el otro para ahorrar, mejor dicho, para invertir. Por eso no se afligen demasiado hasta que a él lo despiden. Con el sueldo de ella, comprueban, no se pueden arreglar. Mientras, eliminarán algunos gastos, propone él. Venderán la moto, eso les permitirá tirar hasta que él encuentre un nuevo empleo. Él hace la compra, limpia, cocina. El departamento nunca estuvo tan impecable. Se las ingenia para hacer arreglos, reparar el parquet, pintar el balcón, renovar las macetas, decorar. Por las noches, después de cenar, se quedan conversando. Ella le cuenta de la oficina. Y él la escucha, se interesa por los chismes. En particular los que tienen como protagonista una compañera lesbiana que la divierte. Siempre la misma. Tan graciosa, tan ocurrente. Y tiene tantas aventuras. Una mañana, al rato de haber salido, ella olvida algo. Y vuelve. Entra en silencio, sin hacer ruido. Lo sorprende en silencio con su bombacha, el delantal sujeto a la cintura, limpiando el baño, fregando el inodoro. Ella se retira en puntas de pie. Se pregunta si no habrá llegado la hora de confesarle que la compañera es más que una compañera. Pero antes tiene que hablarlo con ella, que tiene más experiencia en todo.
Cableado en la unidad de cuidados intensivos escucho las conversaciones de las enfermeras y me pregunto por qué no enamorarse de una de estas chicas de guardapolvo blanco que vienen en dos y a veces tres colectivos desde el conurbano, tienen hijos, maridos gastronómicos, albañiles, peones de cualquier gremio, vigilantes, changadores, en su mayoría desocupados, y ellas tan sufridas, tal vez su sueldo es el único de la familia si es que tienen una mientras la peste colapsa, y en el office escuchan canciones de Leo Mattioli, las tararean bajito. Hace rato escuché a una tarareando bajito mientras le cambiaba la venda a un chico que tiene un tajo en el cráneo, un coágulo y delirio. Pero quizá ella no piensa tanto en ser una buena samaritana como en algún día vivir en Miami. Es difícil encontrar la belleza en este mundo mientras ella ahora canta bajito y me revisa la herida suturada. Y sí, puede ser que hacer literatura sea inútil pero no tenemos otro ataúd flotando en el océano. Lo que lamento: ella canta bajito y no puedo descifrar la letra de la canción, ese sería el título, me digo, la letra de la canción. Lo peor, si uno escribe esta historia conmoverá a chicas sensibles y los críticos opinarán que ese fue el objetivo de tu escritura. Si averiguo la letra será el título de la historia. Y después la tiraré por cursi. Pero el chico del tajo en la cabeza, internado a unos metros, no olvidará nunca su melodía.
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Todavía de noche, cuando nos despertamos, prestamos atención y escuchamos. No perdemos la esperanza de que una madrugada, cuando menos lo esperamos, se escuche la voz del nene, que pueda hablar en sueños. Nos cansamos de llevarlo a especialistas. Foniatras, psicólogos. Lo peor de esos encuentros de familia era que los terapeutas terminaban interrogándonos como si fuéramos culpables de su silencio. Después de diez años juntos, qué pareja no tiene un cambio de palabras, a veces se alza la voz, una contestación fuerte, un sopapo, un plato roto contra la pared y después, en el silencio que sigue a la pelea, nos acordábamos de él, y ahí estaba, en su cuarto, con la luz apagada. Lo mandamos a un colegio especializado en chicos discapacitados. Y lo tuvimos que sacar porque los raritos lo burlaban. Y él nada, los miraba con esa mirada indiferente, la misma con que nos mira a nosotros cuando discutimos. Fuimos a iglesias, peregrinamos para pedirle a la Virgen. Hasta consultamos un exorcista, videntes, brujas. Y nada. Un dineral se nos fue. Hasta que decidimos probar con un método casero, un alfiler. Tampoco. Después de seis años, pensamos que si lo abandonábamos por ahí no pasaría nada. Como no habla, pensamos, no iba a contar que lo habíamos dejado en mitad de una noche en el conurbano. Pero no nos atrevimos. Después de todo, es nuestro.
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Tus selfies en High Kensington, el Bois de Boulogne, la Porta Pinciana, la Plaza Mayor y también ese puente sobre el Rin. En todas, sonreís. No quiero saber nada del resultado, antes está el viaje, habías dicho. A veces los ojos entornados por el sol. Como si el asombro te dañara. Y tu sonrisa, la expresión infantil de quien no cesa de sorprenderse. Todo te resulta nuevo. Mirá, escribís, mirá dónde estoy. Me habías acostumbrado todos los días a tus imágenes: vos en un paisaje, y una frase. Mirá dónde estoy. En las selfies no pasás de los treinta. En verdad, nunca pasarás de los treinta. Pero todavía lo ignorás aunque, si se interpreta la expresión infantil, la sonrisa espontánea bajo una lluvia, bajo un sol, bajo una nieve, uno puede darse cuenta de que en esa alegría tuya hay un vértigo, el apuro por verlo todo antes de lo que te espera al volver, el diagnóstico del tumor.
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Apagá el grabador y te explico. De pibe empecé. Fue con la primera mentira, una pavada. Pasó. Inofensiva, me acuerdo. Fue tan fácil decirla. Después, la segunda, seguía siendo fácil. Y fui probando. Seguí derecho. Y me recibí. La gran enseñanza: que tu mentira sea verdad depende de tu convicción. Un maestro de actores puede orientarte, pero vos tenés que sentir la pasión de la escena. Entonces los otros te creen, no dudan. La verdad, una vez que te acostumbraste a la representación, ya está. Estás en carrera. Hacete amigo del juez, recomienda nuestro gran poema patrio. Y yo quería ser el juez más que tener amigos. Poner una cara seria y, si te acusan, desmentí, palabra de honor, mirar hacia otro lado, digo, y entonces la denuncia sigue de largo y que el próximo acusado se las arregle porque ya no es asunto tuyo y si el otro no se las ingenia para zafar y cae en desgracia, allá él. Lo difícil no es llegar, es mantenerse. Y no cualquiera llega a integrar este tribunal, querido. Pero esto yo no te lo dije.
Quién es Guillermo Saccomanno
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1948.
♦ Es escritor, guionista de historieta y colaborador regular en el diario Página/12.
♦ Es autor de libros como Prohibido escupir sangre, El oficinista y Amor invertido, entre otros.
♦ Ha obtenido galardones como el Premio Nacional de Literatura, el Premio Municipal de Cuento, el Premio Crisis de Narrativa Latinoamericana, el Premio Club de los XIII y el Premio Konex de Platino como el mejor novelista del Período 2008-2011, entre otros.
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