(Neuquén - Enviado especial) Dentro de la generación de escritores que tienen entre 45 y 50 —años más, años menos: Pedro Mairal, Samanta Schweblin, Natalia Moret, Esteban Castromán, Federico Falco, y un largo etcétera—, Julia Coria fue una de las primeras en publicar. En 2003 salió por Sudamericana su novela Permiso para quererte, poco después participó en las hoy míticas antologías de escritores jóvenes a cargo de Diego Grillo Trubba, y en 2009 fue finalista del Premio Clarín de Novela con una historia que permanece inédita. Pero luego hubo un largo hiato hasta 2019, donde reapareció con Todo nos sale bien (Ed. Odelia).
“En esos años me dediqué a otra cosa”, dice ahora en el auditorio del Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén, en una entrevista pública que se da en el marco de la Feria del Libro de la ciudad, “porque nunca se me ocurrió que podía dedicarme a la escritura como profesión central”. En esos años de silencio, sin embargo, nunca dejó de escribir. En 2011 empezó a tramar una novela robándole minutos al día. Minutos: había diseñado un esquema muy pautado para trabajar media hora los lunes, cuarenta minutos los martes, y así. La de Coria podría ser la victoria de la resiliencia: el ejemplo de que la escritura necesita paciencia y tenacidad, y que el tiempo es una variable que no se puede forzar.
Terminó la primera versión de La horda primitiva en 2015: siete años después el libro llega a las librerías con la edición del sello Tusquets. La novela cuenta una serie de asesinatos de mujeres embarazadas y la investigación de dos abuelas adictas a las novelas policiales que intentan descubrir al homicida.
—Cuando publiqué Todo nos sale bien —dice— se dieron las condiciones para que me dedicara a la literatura y entonces retomé La horda primitiva, pero me encontré con que el libro era viejo. Se hablaba de crímenes pasionales, por ejemplo. No existía #NiUnaMenos, no existía Yo te creo hermana. Empecé a aggiornarlo, e inmediatamente me di cuenta de que parte de la fuerza del libro proviene de que parece del medioevo, y todo esto ocurrió hace menos de diez años. El libro empieza aclarando que la historia ocurre en 2013, momento en que la figura del femicidio estaba incorporada en el Código Penal pero no en el léxico público. Básicamente, los crímenes de las mujeres en el libro son una cosa fácil. Es muy fácil matar a una mujer, y es muy fácil lidiar con eso. Tanto en el libro como en la vida real.
—¿Cómo cambió tu forma de ver a partir de #NiUnaMenos?
—Tengo una hija de 19 años, y eso que llamamos la Revolución de las hijas lo vi en casa. Siempre me confié de ser progresista, moderna, canchera, y de pronto me encontré siendo una cavernícola frente a un montón de situaciones. En aquella primera marcha, ella estaba en el secundario y yo no fui porque tenía que trabajar. Y cuando la fui a buscar al subte y la vi cubierta de glitter, dije: “Acá está pasando algo y tengo el honor de presenciarlo”. Tengo un hijo varón y tengo un marido, y esa revolución resignificó un montón de cosas que teníamos muy naturalizadas. A mí, que ahora tengo 45, todos los días me sugiere una invitación a repensar algunas ante todo mías. Es una revolución muy tangible, no es una metáfora.
—En la novela hay dos mujeres grandes, que son abuelas, y ellas tratan de resolver los crímenes con las lecturas que hicieron.
—Tenía una compañera en el colegio que me explicaba los casos resonantes, como el asesinato de María Soledad Morales. Yo miraba la tele y no entendía nada porque era un griterío inconexo y mi amiga me lo explicaba al día siguiente en el colegio. Me daba una lectura muy ordenada de lo que había pasado y esa mirada siempre me pareció cautivante. Y las ancianas del bien —porque también hay de las otras— me fascinan. Tienen una impunidad infantil que sumada a su experiencia de vida puede ser un espectáculo.
—Pero, ¿por qué elegiste dos abuelas?
—La primera vez que tuve la idea de La horda primitiva fue cuando leí la noticia de una chica a la que el novio había asesinado y los padres de él habían convenido muy rápidamente en enterrarla en la galería que estaban construyendo. Eso después se replica en otro caso, que es el de Chiara Páez, que yo menciono al principio del libro. Durante los días siguientes se me venía la imagen de esa galería. En ese lugar se arma la mesa para Navidad, ponés las tortas de cumpleaños, tomás mate, leés el diario mientras esperás que se haga el asadito. Todo eso iba a ocurrir con una muerta debajo de la loza. Esa superposición de lo amoroso y lo festivo sobre lo siniestro se me empezó a armar como el mecanismo posible para una trama. Se me ocurrió montar el mecanismo de relojería del policial en medio de un familión. En La horda vos estás siguiendo unas pistas muy finas y en el medio cae Amanda con una bandeja de milanesas y papas fritas para la familia.
—¿Qué hay detrás de la palabra “horda”?
—”La horda” es el apodo que uno de los personajes le pone cariñosamente a esta familia. Horda es un concepto de Freud, que yo, que no soy psicóloga, voy a explicarlo mal, y es previo al complejo de Edipo. Él lo usa para referir una sociedad primitiva en la que un macho alfa somete a las mujeres y las crías, y todos les deben lealtad hasta que se confabulan para matarlo. Pero, cuando lo matan, por medio de la culpa se les revela que era también protección y ternura, y entonces siguen sometidos. La horda tiene la apariencia de un matriarcado, pero lo es en esta sociedad. Con lo cual, a la hora de los bifes, las normas son patriarcales.
—Hay un personaje, Bea Baigorria, que es una suerte de paradigma del rol de los medios. ¿Cómo ves a los medios con respecto a los femicidios?
—Yo no me planteé hacer una crítica de los medios, porque los medios se critican solos. Yo necesitaba alguien que les dijera a estas dos ancianas qué había ocurrido, y me pareció que lo natural era que tuvieran la tele prendida. Son dos ancianas en su casa. Ahí se me apareció Bea con toda su fuerza. El otro día, en un club de lectura, una persona me dijo que era interesante cómo había armado los paneles de debate en la tele. Yo en un momento aluciné con eso, porque para poner panelistas en el programa de Bea me puse a ver cómo eran los panelistas en un programa de casos policiales: esperaba que hubiera profesionales y descubrí que era gente que no tenía nada que ver.
—No hay especialistas.
—¡Para nada! Podía poner a cualquiera, a mi tía, a una espiritista. A los fines de mi novela me vino regio porque no tuve que estudiar. Antes hablaba de lo fácil que es matar a una mujer: también es muy fácil decir cualquier cosa. Y, sobre todo, no tiene ninguna consecuencia. Hay mucha gente que me dice que Bea está basada en una conductora actual: Bea sería Sarah Key comparada con esa periodista. Lo que pasa en el programa de Bea es que ella dice cualquier barbaridad y, como es previo al #NiUnaMenos, no hay situaciones de rechazo. Hoy, si en la televisión se dice una barbaridad, hay una reacción. Yo ahora estoy escribiendo la segunda parte y voy a tener que pensar cómo entran estos discursos, porque, una vez que se instalaron, muy rápido ya no podés decir cualquier cosa.
—Además de los femicidios, una pregunta que aparece en el libro es cuánto se está dispuesto a hacer por amor. ¿Qué estás dispuesta a hacer por amor?
—Vuelvo a la historia de la familia que entierra a la chica debajo de la galería: estoy segura de que si les preguntabas diez minutos antes qué hacían, hubieran dicho que entregaban al novio, que se morían, lo que fuera. Eso fue parte de lo que quería explorar. Quería que te enamoraras de personajes dispuestos a hacer cosas muy oscuras por amor. Cuando publiqué la novela pensé que iba a suscitar un rechazo porque podía pensarse que armaba personajes amorosos...
—Para hacer una apología.
—Pero lo que ocurrió es que la gente me dice “amo a tal y a cual”. Me gusta instalarte en esa pregunta: qué bancás vos cuando te enamorás de un personaje. Me gustó crear esa incomodidad. A mí no me gustan los libros que dan lecciones, que me dicen cómo hay que vivir y me muestran un personaje bueno y heroico, y me hacen medirme con ese personaje. Me gusta el personaje que te incomoda y que eventualmente te muestra tu propia oscuridad. Esa fue la búsqueda con todos los personajes de este libro.
“La horda primitiva” (fragmento)
Como Tania no estaba, acostamos a Benji con Clara en el cuarto de las chicas y, aunque ella quería volver a ver Blancanieves, les pusimos una bazofia de autos que hablan, que era la que más le gustaba a él. En el cuarto de los varones, Pedro se acostó sin chistar, porque al otro día tenía que seguir estudiando, pero Mateo nos volvió locas con que seguro que los mandábamos a dormir para ver el noticiero. Nosotras nos fuimos a la cocina con Camilo, que había preparado café y nos dio a cada una un medallón de menta. Contó que los había comprado en lo de Toni y dijo que tenía novedades.
Seguíamos la vida de Toni como si fuera una telenovela. Solíamos hacer una compra mensual en el supermercado (tenemos en el lavadero un freezer adicional), pero si a último momento faltaban leche o huevos o golosinas íbamos a su negocio.Hacía tres años Toni y Sachiri (o algo así) habían abierto el súper junto a nuestro edificio. Cuando alguno de nosotros iba, decía:
—Voy al chino.
Al punto que Clarita estaba convencida de que chino era sinónimo de supermercado. Aunque trabajaban día y noche los trescientos sesenta y cinco días del año, Toni estaba siempre contento, de lo que Zuli, Amanda y yo habíamos inferido que no la había pasado nada bien en su China natal. Hablaba un castellano casi perfecto, e incluso decía modismos y malas palabras. Mateo se adjudicaba haberlo hecho fanático de Independiente y de haberle enseñado algunos insultos, como ¿sos bolu… o de Racing?
Sachiri, en cambio, se apagaba con el tiempo. Apenas entendía el idioma, y no creo que supiera otras palabras más que cambio o ¡moneda! Atendía la caja enfundada en ropa bordada o con lentejuelas y se había teñido el cabello de un castaño pelirrojón que, al decir de Zuli, la desnaturalizaba. Fue antipática desde el comienzo, pero la rabia se había ido atenuando y un día la notamos lisa y llanamente triste.
Aunque suele pensarse que los orientales son todos parecidos entre sí, y aunque ella le encontraba siempre un sosías a todo el mundo, Zuli nunca los había encontrado parecidos a nadie, pero decía que imaginaba a Chen Cao (el inspector de las novelas de Qiu Xiaolong) con la cara de Toni y que a la primera muerta de Seda roja le había puesto la cara de Sachiri.
Hacía unos meses, la verdulería del supermercado había quedado a cargo de un cordobés cincuentón que por las tardes llevaba al negocio a su esposa y a su nena. La mujer no lo ayudaba, ni siquiera le cebaba mate. Iba arreglada como para un casamiento y se sentaba junto a él en unos banquitos con patas de metal y tapizado andrajoso; ahí conversaban y miraban embobados a la nena, que tendría unos dos años y jugaba en la vereda y entre las góndolas, tocaba la mercadería, pero nunca rompía ni pedía nada. A Zuli y a mí nos parecía un prodigio: nosotras no podíamos ir a comprar un pan de manteca con ninguno de mis nietos sin que termináramos por ceder a algún postrecito o chocolatín; a esta nena, si se la veía comiendo algo, era una mandarina o tomatitos cherry. Muy educadita y graciosa.
A mí se me hacía que el cordobés tenía una historia trágica (familia completa muerta en un accidente de tránsito o un incendio, algo por el estilo) y había comprometido su alma entera en esta nueva oportunidad de ser feliz. Daban ganas de ir al chino solo para verlos.Y a todo esto, desde hacía un tiempo, algo en el gesto chúcaro de Sachiri había cedido, y hasta alguna vez la habíamos visto sonreír. Nunca lo habíamos relacionado con la llegada del cordobés y su familia hasta ese día. Cuando Camilo fue por la carne, se había quedado charlando con el verdulero, y así nos enteramos de que la amargura de Sachiri se debía a que los dos hijos que tenía con Toni habían quedado con los abuelos en China. Sachiri los extrañaba como loca: eso dijo el cordobés y eso nos contó Camilo a nosotras. ¿Cómo no me había dado cuenta de que lo que de a poco le cambiaba la vida a Sachiri era la presencia de la nena del verdulero?
Quién es Julia Coria
♦ Nació en Adrogué en 1976. Es escritora y socióloga.
♦ Publicó Permiso para quererte, Todo nos sale bien y La horda primitiva.
♦ Se formó como escritora con Diego Paszkowski y el grupo Fuego Amigo. Desde hace años dicta talleres de escritura creativa y académica para adolescentes y adultos.
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