Si alguna vez pasaste por un curso introductorio a la Antropología de seguro retuviste algunas ideas. No importa si fue en el primer año de la universidad o en el último de la secundaria, si un algoritmo te condujo a un tutorial de YouTube o si te encontraste con un libro para principiantes bajo la pata chueca de la cómoda de tu abuela. Lo que importa es que te habrás enterado de un par de cosas. Asombrosas, algunas de ellas.
La primera cosa, acaso la más desconcertante, es que los antropólogos no excavan huesos de dinosaurios. Otra cosa es que la mayoría de los antropólogos sólo accederán a las antiguas pirámides y a los templos malditos si van vestidos en sandalias y bermudas floreadas, con una cámara fotográfica colgada del cuello, y si antes pagan la entrada al sitio turístico. Para momias lo mejor son los trencitos fantasma del parque de diversiones. Una tercera cosa es que no siempre descubren al asesino gracias a una marca en un huesito de la víctima a la que examinan con sagacidad científica mientras los agentes del FBI se rascan la cabeza en la escena del crimen. Si bien depende del área de especialización, y en antropología existen tantas especialidades como discos piratas de Bob Dylan, buena parte de los antropólogos no sabría distinguir entre el fémur de una víctima y el caracú de un puchero. Mala suerte para el FBI.
Ahora bien, entre tantas noticias desalentadoras, quizás retuviste algo más. Cosas que no suelen faltar en un curso introductorio. Por ejemplo, te habrán dicho que la antropología es el estudio científico de la humanidad: comportamiento humano, biología humana, culturas, sociedades y lenguajes, tanto en el presente como en el pasado, incluyendo a las especies homínidas extintas. Habrás entendido que la antropología estudia un montón de cosas de un montón de maneras distintas y que es difícil que alguien te diga que ésa o aquella no es una pregunta antropológica. Te habrás familiarizado con el método etnográfico, con la observación participante y con el trabajo de campo. Y sin dudas habrá salido a colación el nombre del antropólogo polaco Bronislaw Malinowski. De seguro que te hicieron leer un libro suyo, Los argonautas del Pacífico Occidental. Es un estudio centrado en un sistema de intercambio ceremonial llamado kula, practicado entre las poblaciones nativas de la Islas Trobiand, un archipiélago de atolones de coral situado frente a la costa este de Nueva Guinea, ciento cincuenta kilómetros al norte de Australia. Ese libro se publicó en 1922. Hace ahora un largo siglo.
Los argonautas del Pacífico Occidental, además de tener un título genial, es el libro que inventó la antropología moderna. En caso de que semejantes afirmaciones puedan hacerse tan a la ligera y siempre es más entretenido hacerlas y disculparse que abstenerse por guardar los buenos modales. Claro que hecha la afirmación hecha la trampa. A esa antropología moderna le siguieron montones de nuevas antropologías modernas y ahora se la considera antropología clásica. Y lo de inventar es más complicado. Acaso sea más preciso señalar una combinación específica de corrientes de pensamiento, transformaciones sociales, intereses geopolíticos, malentendidos, suerte y un sentido loable de la oportunidad. Lo cual, en su conjunto, sí encaja bastante bien con la idea de inventar algo.
Desde el sillón mullido
A finales del siglo XIX proliferaban, mayormente en Europa, las sociedades antropológicas. Eran grupos de señores bienintencionados que se sentaban en sus sillones mullidos a resolver los dilemas de la variedad humana valiéndose de modelos evolucionistas, por entonces en boga y ahora obsoletos: la historia humana era una, y tenía una única dirección, hacia adelante. Iba de los estadios más primitivos a los estadios más civilizados (obviamente los señores bienintencionados sentados en sus sillones mullidos se situaban a sí mismos en el pináculo civilizatorio).
Este avance progresivo no era homogéneo. Todavía quedaban muchas sociedades remolonas en el planeta, como lo atestiguaban los informes que llegaban desde las colonias y que constituían la materia prima de la teorización antropológica. Pero, si no se extinguían antes, estos salvajes darían los mismos pasos graduales que habían dado todas las sociedades de toda la historia humana y alcanzarían el escalón final de la evolución cultural. Que, de nuevo, estaba ocupado por la sociedad europea industrial decimonónica y por sus mullidos sillones.
A comienzos del siglo XX todo esto planteaba muchos inconvenientes. No tanto lo de andar tildando a algunas sociedades de salvajes y primitivas, lo cual, palabras más o menos, siguió haciéndose en los claustros hasta bien pasada la mitad del siglo y aún mucho después. Lo que se criticó fue que todo el mundo estuviera en una misma línea histórica y que, dando los mismos pasos, llegarían a un mismo lugar, como si un fabricante universal de sociedades humanas hubiera confeccionado un único manual de instrucciones.
Ahora había que ir a los lugares y aguantarse la diarrea, los callos y las picaduras de mosquitos
Se planteó pues la necesidad de estudiar a estas sociedades primitivas de otra manera. En parte enfatizando que tenían una historia tan rica y tan compleja como las sociedades que se jactaban de sus fábricas y de sus levitas; en parte subrayando que no eran una fotografía en blanco y negro del pasado occidental, sino que andaban a su propia marcha y por sus propios caminos, en su propia contemporaneidad; en parte atendiendo que cada elemento de estas sociedades, por más raro que pareciera para un convidado ajeno, cumplía una función y conformaba un todo coherente, perfectamente sensato para los miembros de dicha sociedad, que debía entenderse en sus propios términos. Para ello se necesitaba un nuevo tipo de investigador. Y aquí es donde radicaba otra de las críticas: en los sillones mullidos.
Hay una frase que se le atribuye a Malinowski, probablemente apócrifa y añadida por algún biógrafo entusiasta: “¡Salgan de la veranda!”. La veranda es una galería techada y al aire libre, en general rodeada de una barandilla y adyacente a la casa. En criollo malhablado quería decir: levanten el culo de la silla y vayan a hacer trabajo de campo. Fue uno de los cambios que llegó con el siglo XX. Ya no alcanzaba con estudiar los informes de tierras exóticas completados por diplomáticos, comerciantes, misioneros y mercenarios. Ahora había que ir a los lugares y aguantarse la diarrea, los callos y las picaduras de mosquitos. Suponía una nueva clase de investigador: un trabajador de campo teórico, una misma persona que hacía el trabajo de campo y construía teorías.
La antropología se profesionalizó. Se mudó del museo a la universidad; se crearon departamentos y carreras; se sistematizaron teorías, métodos y técnicas; se trazaron límites con otras disciplinas; se aprovechó cada ventaja de la empresa colonialista que le permitió a la Europa de hace un siglo controlar el 84 por ciento del planeta (la participación en esa empresa colonialista es el esqueleto en el armario que todavía acecha a la antropología en las noches de luna llena); se estableció la figura del explorador naturalista con sombrerito y cantimplora para quien la investigación en el terreno era una condición para su formación profesional. Se articuló una autoridad etnográfica: la posibilidad de legitimar un conocimiento específico, en general sobre un grupo de pertenencia distinto al del investigador, elaborado a partir del trabajo de campo con observación participante (un método cualitativo de recolección de datos que bien puede resumirse en que donde fueres haz lo que vieres), mediante estadías prolongadas, bajo la premisa testimonial del “yo estuve allí” como una evidencia diferente a las que ofrecían la historia y la sociología.
El diario entregaba a un Malinowski confuso, enojado, escéptico, etnocéntrico, irritado, desordenado, hastiado de los salvajes con los que tenía que convivir
Y en el medio de esta transformación ―más bien provocándola, según el relato mítico fundacional que toda disciplina se cuenta a sí misma― estuvo Malinowski y su viaje a Nueva Guinea. Que es el viaje más famoso de la antropología y uno de los más importantes del siglo XX: el viaje que estableció métodos de investigación que hoy se usan en casi todas las áreas del conocimiento, desde la planificación urbana a la biología, en ciencias de la computación y etnomusicología, en medicina, criminología y geografía, en salud pública, comunicación y negocios, en la experiencia del usuario de Google, el diseño de módulos espaciales de la NASA, la construcción de represas, la reubicación de poblaciones o en lo que se te ocurra.
Varado
Bronislaw Malinowski nació en 1884. En Cracovia, Partición Austriaca de la antigua Mancomunidad polaco-lituana, entonces parte del Reino de Galitzia y Lodomeria, una provincia del Imperio austrohúngaro. Estudió en la Universidad Jaguelónica, primero matemática y ciencias físicas, luego ciencias sociales con orientación en educación y filosofía. Se doctoró en 1908 con una tesis sobre la economía del pensamiento. Pasó dos años en la Universidad de Leipzig, donde estudió economía y psicología. Luego de leer La rama dorada de James Frazer, decidió que sería antropólogo. En 1910 ingresó como alumno posgraduado en la LSU, la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres. Publicó sus primeros artículos sobre totemismo y su primer libro sobre aborígenes australianos. Dictó sus primeros cursos sobre psicología social y psicología de la religión. En 1914 se embarcó rumbo a Oceanía. Tenía treinta años.
Arribó a Australia y se trasladó a Papúa, un territorio del sudeste de Nueva Guinea por entonces bajo jurisdicción australiana, tras haber sido parte del imperio británico y antes de independizarse en 1975 bajo el nombre actual de Papúa Nueva Guinea. La Mancomunidad de Australia que controlaba Papúa, no obstante, seguía bajo dominio británico, por lo que, legalmente, Papúa continuaba siendo una posesión británica. Todas estas observaciones de corte colonial e imperial sobre límites y posesiones (tal partición austríaca, tal protectorado británico) son importantes porque modificaron los planes del protagonista de la historia que aquí nos convoca. Es eso que suele repetir Jack Reacher: todos los planes se van al diablo después del primer disparo.
Malinowski no pensaba quedarse años en una carpita en Nueva Guinea hasta dar con el secreto del éxito del método etnográfico; pensaba pasar seis meses, dictar algunas conferencias en Australia y volver a la LSU. Luego del primer disparo, los planes se fueron al diablo. Partió de Europa en junio de 1914 y a finales de ese mismo mes, en Sarajevo, asesinaron al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero al trono del Imperio austrohúngaro, estado que hizo responsable al gobierno de Serbia, al que le declaró la guerra, desencadenando al mes siguiente lo que más tarde se conocería como Primera Guerra Mundial.
Malinowski era polaco por etnia, pero también súbdito del Imperio austrohúngaro, ahora en guerra con el Reino Unido, país que poseía los territorios que Malinowski estaba pisando con sus botas de antropólogo. Como enemigo del imperio británico, corría el riesgo de ser internado, un eufemismo para encarcelamiento sin juicio. Si regresaba a Europa tampoco iba a pasarla mucho mejor. Podía acabar internado, o reclutado, o en un fuego cruzado. Decidió quedarse. Hubo gestiones de la universidad y de otras instituciones. El gobierno británico le permitió permanecer en su colonia. Pero nada de andar yendo y viniendo. Si se quedaba, se quedaba. Y Malinowski se quedó.
La guerra terminó a finales de 1918 y Malinowski regresó a Europa en 1919. Durante esos cinco años sentó su base en Melbourne y desde allí organizó las expediciones. Algunas cortas, de semanas o pocos meses; otra de medio año a la isla de Mailu; y las dos principales, de un año cada una, a las islas Trobiand, donde condujo sus investigaciones sobre el intercambio kula y afinó el método etnográfico que todavía se usa en Google y en la NASA.
A su regreso a Londres, Malinowski se convirtió en el primer profesor de antropología de la LSU y dirigió la primera cátedra de antropología de esa universidad, que le dio forma a la antropología social británica y la puso en el centro europeo. Hizo más expediciones, escribió más libros, dio conferencias, fundó instituciones, recibió distinciones y honores, cuando empezó la Segunda Guerra Mundial estaba de visita en Estados Unidos y decidió quedarse en la Universidad de Yale. Murió de un infarto en 1942, a los 58 años, mientras se preparaba para una nueva expedición etnográfica a Oaxaca, México.
Bajando de la estatua
Un siglo después, desde algún sillón mullido, es fácil enumerar todo aquello en lo que Malinowski se equivocó, todo lo que no entendió y todo lo que ahora suena a perogrullada. Por entonces nada de eso estaba dado por sentado. Muchas ideas, ahora inocuas, eran radicales. En sus estudios del kula, una práctica de las comunidades insulares que navegan en canoa cientos de kilómetros por un océano embravecido para intercambiar collares y brazaletes de conchas, Malinowski encontró las instituciones complejas (religiosas, económicas, políticas, etc.) que por entonces se les negaban a estos pueblos primitivos. Argumentó, en base a su recién ganada autoridad etnográfica, que esas personas hacían mucho más que reproducir sus condiciones materiales básicas de subsistencia. Habitaban sociedades complejas y le daban sentido a la vida en base a sus propias instituciones: “Lo que verdaderamente me importa al estudiar a los indígenas es su visión de las cosas, su Weltanschauung, el aliento de vida y realidad que respiran y por el que viven. Cada cultura humana da a sus miembros una visión concreta del mundo, un determinado sabor de la vida”, escribió Malinowski. Sentido común, ahora. Hace un siglo no lo era.
El primer capítulo de Los argonautas es una lección de cómo inventar una disciplina académica y de cómo inventarse un lugar en la misma. También es un efectivo dispositivo de escritura: “Imaginate que de repente estás en tierra, rodeado de todos tus pertrechos, solo en la playa tropical de un poblado indígena, mientras ves alejarse hasta desaparecer a la lancha que te trajo”. Es un artefacto que todavía funciona. A pesar de un siglo de refutaciones y reproches, a pesar de lo mucho que sabemos sobre el azar de su gestación (la relación entre estadías de trabajo prolongadas y quedarte varado en una isla a causa de una guerra) y a pesar, especialmente, de una nota al pie de página que de seguro no te mencionaron en el curso introductorio a la antropología: en 1967, cuando Malinowski llevaba veinticinco años de muerto, se publicaron los diarios personales que llevó entre 1914 y 1919, mientras hacía su famoso trabajo de campo. Causó un gran alboroto.
Un diario en el sentido estricto del término provocó un cataclismo en el vecindario antropológico. Trastocaba la imagen del héroe fundacional y de su método etnográfico. Mostraba a un tipo que estaba solo, cansado, harto, perdiendo la cabeza, aburrido, que no sabía muy bien qué debía hacer ni cómo debía hacerlo, obsesionado con el personaje de Charles Marlow en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad: “El trabajo que hago es una especie de opiáceo más que una expresión de creatividad. Nada hay en los estudios etnográficos que me atraiga. Me desanima la rudeza y persistencia de la gente que se ríe y se me queda mirando y me miente. Tengo que abrirme camino en medio de todo esto. Visité unas pocas chozas en medio de la jungla. Me di la vuelta; empecé a leer a Conrad. Luego me vi nuevamente vencido por una tremenda melancolía, gris como el cielo que rodea por todas partes mi horizonte interior. Arranqué mis ojos del libro y apenas podía creer que estaba entre estos salvajes neolíticos, que me hallaba aquí, pacíficamente sentado, mientras cosas tan terribles estaban ocurriendo allá en Europa”.
El diario entregaba a un Malinowski diferente al que había sido bañado en bronce: confuso, enojado, escéptico, etnocéntrico, irritado, desordenado, hastiado de los salvajes con los que tenía que convivir, coqueteando con las enfermeras europeas de Melbourne y fantaseando con tirarse a las nativas atrás de los matorrales, deseando volver a la civilización: “En general mis sentimientos hacia los nativos tienden hacia la idea de ‘exterminar a los brutos’”.
Al principio nadie supo muy bien qué hacer con este diario. Parecía revelar que los antropólogos no eran ese milagro de empatía humana que por casi media centuria había sostenido la progresiva profesionalización de la disciplina, que había generado cátedras, becas, investigaciones, cursos, institutos y posiciones burocráticas; que tal vez el héroe mítico no había sido ecuánime, ni objetivo, ni muy sensato; que quizás ni siquiera era un buen tipo.
Pasado un tiempo, incluso el Diario encontró su lugar. Una especie de lado B de Los argonautas del Pacífico Occidental, su backstage, uno en el cual, a la larga, quienes hacen trabajo de campo etnográfico empezaron a reconocerse: el cansancio, la desorientación, la frustración, los enojos, la soledad, el momento “Qué mierda estoy haciendo”, como lo caracterizó la antropóloga Ashanté Reese, que precede, sucede o se superpone con el momento “Qué mierda se supone que debería estar haciendo”.
Pero es otro gaje del oficio, habrás aprendido en el curso introductorio. Y para que ese oficio existiera, junto con sus gajes, con sus héroes, sus inventos y sus pies de barro, hizo falta un libro como Los argonautas del Pacífico Occidental. No debería faltar en tu biblioteca. Y no pasa nada si acaba en el estante junto a El corazón de las tinieblas. También puede ayudar con la pata chueca de la cómoda de tu abuela.
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