“En defensa del alcohol, debo decir que he tomado mejores decisiones estando sobrio”. Cuando se habla de libros y borracheras, Charles Bukowski es una referencia inevitable por la cantidad de ideas con las que aborda esa relación problemática, que escapa del estereotipo y plantea una dimensión elástica y compleja. A veces, sus frases son oscuras, a veces son graciosas, siempre son geniales. “Si ocurre algo malo, bebes para olvidar. Si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo. Y si no pasa nada, bebes para que pase algo”.
Los escritores alcohólicos ocupan varios estantes de la biblioteca. Una lista al vuelo, además de Bukowski: Burroughs, que suma a su biografía la trágica —y estúpida— manera en que mató a su mujer jugando a ser Guillermo Tell, Hemingway, Carver, Capote, Poe, Jack London —que escribió una novela autobiográfica sobre el tema—, Patricia Highsmith, Dorothy Parker, ¡Malcolm Lowry!, Francis Scott Fiztgerald, los nombres siguen. Borges acusaba a Oliverio Girondo y Norah Lange de borrachos. María Moreno escribió tal vez el libro más conmovedor sobre el alcoholismo, Black out. Los escritores beben mucho, decía Michel Houllebecq, porque escribir es un trabajo de fuerza.
Stephen King dice en Mientras escribo que cuando firmó el contrato por Carrie, salió a festejar con su agente —”si ocurre algo bueno…”— y que la fiesta siguió durante años. King escribía las mejores novelas de terror a la vez que exorcizaba los fantasmas de sus adicciones. La gran novela de King sobre el alcoholismo es El resplandor (1977). El protagonista es Jack Torrance, un escritor que consigue un trabajo para encargarse de un hotel vacío en baja temporada. Hacía allí va con su mujer y su hijo; su intención es terminar una novela mientras se cura de su ebriedad crónica, pero las cosas no resultan tal como esperaba.
Si El resplandor es una novela del encierro, Días sin huella, de Charles Jackson (1944) es la del alcohol a cielo abierto. El protagonista se llama Don Birman —¿habrá en el nombre de Don Draper, el cautivante héroe de Mad Men, un homenaje oculto?—. Birman engaña al hermano y a su novia para escaparse un fin de semana Nueva York y entregarse a beber de una manera brutal. La historia pone en primer plano todas las miserias del borracho. En general, se suele vincular Días sin huella con Bajo el volcán, la novela autobiográfica de Lowry que transcurre el Día de Muertos en Oaxaca, México, bajo una nube de mezcal.
Proust y Kerouac comparten el mismo modelo narrativo, salvo que Proust escribe al final de la vida y Kerouac en un presente sin fin —de hecho, escribía en una resma continua, buscando que las teclas de la máquina marcaran el ritmo del jazz—. Las novelas de Kerouac son hermosas. Son para leer en la adolescencia y volver a leerlas cada cinco o diez años. Tienen una vitalidad desbordante: salvaje. Tuvo que cambiar los nombres de cada persona que mencionaba y así él se convirtió en Sal Paradise y Neal Cassady, su amigo y gran poeta de la generación beat, fue Dean Moriarty. Al principio le costó encontrar editor, porque nadie quería sacar un libro con tanta cantidad de alcohol y drogas. Pero cuando salió En el camino el mundo hizo ¡plop! y la literatura universal pegó un vuelco de la que tal vez todavía no se repone.
Una pequeña interrupción a la serie de escritores y personajes que se entregan al vino porque el mundo los hizo así y no pueden cambiar para recomendar uno de los libros más bellos, sensibles e inteligentes de los últimos tiempos: Historia oral de la cerveza, de Francisco Bitar. A caballo entre la ficción, la investigación y la crónica personal, Bitar persigue las historias mínimas de la ciudad de Santa Fe que crece orgullosa junto a una fábrica de cerveza. “Si cada porrón es una luz”, escribe, “y sacamos una foto satelital: Santa Fe sería como Nueva York”. Y: “Una conversación de borrachos es más proclive a brillar que ninguna otra”.
La cerveza también lubrica la memoria autobiográfica de Sofía Balbuena, Doce pasos hacia mí. El libro termina con una fórmula que, aunque repetida por miles de personas, siempre tiene la zozobra de la primera vez: “Mi nombre es Sofía Balbuena, tengo 38 años y soy alcohólica”.
Alguna vez Eric Clapton le preguntó a J.J. Cale si la letra de Cocaine era una apología o una crítica. La clave del arte está en esa ambigüedad que no puede resolverse. En un punto, eso es lo que pasa en El que tiene sed (1985), de Abelardo Castillo, una novela que gran alegato sobre la vida atravesada por la literatura y el whisky.
Es una novela de descubrimiento en la que uno hombre se da cuenta de que es escritor a la vez que se da cuenta de su enfermedad. Hace unos años, se publicaron en forma póstuma los Diarios de Castillo. “Mi experiencia personal del alcoholismo pertenece al mito, a la leyenda negra del escritor y, en más de un sentido, mal o bien pertenece a la literatura”. Este pasaje, que tiene por título Días con huella —en clara oposición al libro de Jackson—, pone de manifiesto la lucha que mantuvo durante toda su vida.
“Los cantantes deberían ser abstemios”, dice Leopold Bloom mientras piensa en la hermosa voz echada a perder del padre de Stephen Dedalus. El alcohol está muy presente en el Ulises, y una de las razones por las que Bloom es un personaje tan marginal es por lo poco que toma respecto del resto de dublineses.
El alcohol en la literatura es un amplificador de emociones: es la autodestrucción en Dostoievsky, la extravagancia en Rabelais, el desenfreno en Fitzgerald, la misantropía en Graham Greene, la violencia en Santiago Gamboa —que hasta escribió un manifiesto contra la sobriedad—. Dicen que Shakespeare escribía mejor, como si eso fuera posible, cuando estaba borracho.
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