En algún punto del camino a la cima del Monte Everest dos hombres observan el cuerpo de un tercero que se ha desplomado ocho o diez metros más abajo y ha quedado tendido en una saliente de roca, quizás desvanecido, o muerto. No tienen modo de acceder a él, y en su escueta gama de opciones de acción, casi todas trágicas, la más razonable parece ser esperar y observarlo.
Los hombres que observan son dos nepalíes, uno joven, otro más viejo. Su trabajo consiste en llevar turistas a la cima del Everest. Por etnia, lengua y profesión son sherpas, conocedores íntimos de la montaña, del frío, de los vientos del techo del planeta, guías y protectores de escaladores y turistas; pero para muchos turistas, quizás también para este inglés caído y quieto en la saliente, son apenas porteadores, servicio de carga. El sherpa joven y el sherpa viejo observan el cuerpo del inglés entre el interés genuino por su bienestar y el justo desapego de un empleado ocasional frente al destino de un empleador ocasional.
En el compás de esta espera, en la suspensión de esta escena entre vida y muerte, el sherpa joven y el sherpa viejo se abren a otras escenas, las de sus deseos y necesidades - que quizás se vulneren por la caída del inglés- , y las de su pasado reciente o remoto: la vida del joven en un pueblo al pie de la montaña, donde asiste a la escuela y a un taller de teatro que prepara una versión de Julio César de Shakespeare en la que él, al igual que sus compañeros, deberá interpretar más de un papel; la vida del viejo en las alturas, su mirada sobre la extranjería, la posibilidad de un amor. Y a estas figuraciones delicadas de la intimidad del joven y del viejo se suman ecos de la historia de un país - tan lejano que parece invento, tan reconocible que parece propio -, reflexiones sobre una profesión en los límites de la resistencia humana, comentarios y derivaciones sobre Shakespeare y su narrativa, sobre música, sobre azares del sentimiento.
La imagen seminal de estos tres hombres al borde de un abismo se multiplica fragmentariamente, tensando y trizando el tiempo narrativo, y vertebra el total de Dos sherpas, tercera novela de Sebastián Martínez Daniell.
La fascinación de Dos sherpas (la mía fue una lectura fascinada) surge tanto de los pormenores de una trama que vuelve sobre sí una y otra vez, ampliándose en oleadas sucesivas, como de la expansión gradual de un mundo narrativo envolvente y nítido. Entre la lectura y ese mundo, la mediación de una voz que en sus modulaciones alcanza notas magistrales, termina por imponer su ritmo y se hace música.
Emulando algo de su estructura fragmentaria, comparto algunas impresiones sobre esta novela brillante que contra cualquier tendencia hegemónica de autoficción, se vale de la invención, de la pura opulencia inventiva, para obtener resultados que despiertan y conmueven.
Escenarios de la invención
En una de muchas escenas memorables, el sherpa viejo imagina el hogar de ese inglés desplomado como un departamento con sillones de respaldo alto y reproducciones de arte europeo en las paredes blancas, y ya que tiene tiempo, se pregunta por la música que suena en ese ambiente imaginado. “¿Qué suena? ¿Satie, Gurdjieff? Al principio, se le ocurre eso. Pero no quiere ir tan lejos, no tanto. Jazz, podría ser, aunque sería un poco amplio. Necesita otra cosa… world music, ¡eso suena! Percusión senegalesa o, en el colmo del gesto irónico, una letanía de monjes tibetanos. Mantras religiosos de la montaña digitalizados, ausente ya el rango dinámico y, en el camino, también todo misticismo” .
La escena se juega en el cruce entre una mirada que recrea una Europa ya vista muchas veces en películas, en la tele, en los libros, el sedimento que el imperialismo cultural deja en las consciencias de quienes, como nosotros, nepaleses o argentinos, habitamos los arrabales del mundo, y esa otra mirada, la de los centros, que construye una idea de exotismo sin territorio ni especificidad, apta para consumo veloz. En el extraño plan de Dos sherpas (¿cuántas ficciones argentinas sitúan su historia en el Himalaya?) Martínez Daniell acierta en negar toda traza de exotismo a favor de la representación de un Nepal verosímil que en sus detalles resuena cercano y contemporáneo.
Del ámbito doméstico del sherpa joven, que vive con su madre viuda y, como ya se dijo, prepara con sus compañeros una versión de Julio César, el texto enlaza con una serie de capítulos dedicados a Shakespeare; de la vida solitaria del sherpa viejo (“que no es tan viejo”), enlaza con capítulos que refieren a experiencias de protesta sindical, consumos y mercancías del mercado del turismo, decoración y arte occidental. Dos sherpas es un texto de causalidades impensadas, y algo de eso opera, creo, en el interés creciente que produce su lectura.
La novela cuenta con cien capítulos, algunos muy breves, otros más largos y encadenados. En el vaivén entre la escena seminal en la montaña y las que abordan la vida y los conflictos personales de ambos sherpas, en la fragmentación proliferante del texto, cada oración llama la atención por sí misma, tanto por precisión formal como por derroche sensorial; pero si bien la lectura tiene a demorarse deliciosamente en la atención sobre el fragmento, Dos sherpas nunca pierde su impulso narrativo y consigue, siendo un texto de cronología estallada, un efecto de contundente unidad y dirección en la historia que despliega.
Una nota final: quizás la mejor secuencia de Dos sherpas, la más emotiva, es la que transcurre en el llano, donde la tierra se hunde bajo el mar.
“Dos sherpas” (Fragmento)
Uno
Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo.
Dos
Uno de los sherpas se distrae un momento. Es joven, un adolescente casi. Sin embargo, ya hizo cumbre dos veces. La primera, a los quince años; la segunda hace pocos meses. El sherpa joven no quiere pasar su vida en la montaña. Está ahorrando para estudiar en el extranjero. En Dhaka, podría ser. O en Delhi. Estuvo haciendo averiguaciones para anotarse en Estadística. Pero ahora, mientras su mirada se concentra hasta vaciarse sobre la oquedad topográfica, se ilusiona con que su vocación sea la ingeniería naval. Le gustan los barcos. Nunca estuvo en uno: no le importa. Le fascina la flotación.
¿A quién no? ¿Quién no envidia a las medusas y su deriva sobre el piélago? Esa sensación de dejarse llevar. Ese despliegue fosforescente y sutil, sin vanidad; que las corrientes se ocupen del resto. Flotar. Desentenderse del curso de la historia: no cargar esa cruz. La amoralidad sin excesos y sin culpas. La ceguera y la bioluminiscencia. La electricidad tentacular que revela la penumbra del océano nocturno.
Tres
El otro sherpa caminó por primera vez las laderas del Everest cinco semanas después de cumplir los treinta y tres. Había llegado a Nepal seis años antes. Con buena tonicidad muscular pero sin conocimientos avanzados de montañismo. Alguna experiencia previa sí, aunque inorgánica, desarticulada, sin entrenamiento específico. Desde su bautismo como sherpa trató de alcanzar la cima cuatro veces. Ninguna de esas expediciones lo logró. No siempre por su culpa, debe decirse. Pero esta recurrente postergación explica de algún modo que su gesto se deslice ahora un grado más allá: del escepticismo hacia el fastidio. Turistas..., piensa el sherpa viejo, que no es viejo ni propiamente un sherpa. Siempre hacen algo, ellos, los turistas, piensa. Y entonces habla. Señala con un ademán ambiguo el vacío, la saliente donde yace tendido e inmóvil el cuerpo de un inglés, y dice:
–Ellos...
Y así rompe el silencio. Si es que puede llamarse silencio al ruido ensordecedor del viento pasando a través de los filos del Himalaya.
Quién es Sebastián Martínez Daniell
Nació en Buenos Aires en 1971.
Es escritor y editor, en la editorial Entropía.
En 2004 publicó su primera novela, Semana. Luego vinieron Precipitaciones aisladas y Dos sherpas (Entropía, 2018).