La noticia acaba de sacudir al mundo entero: Roger Federer, el enorme e inolvidable Roger Federer, se retira del circuito profesional de tenis dentro de una semana. Jugará la Copa Laver en Londres y ya no jugará ningún otro evento organizado por la ATP. Ya no veremos a Federer sobre el césped de Wimbledon. No hay agendado para más allá del 23 de septiembre ningún drop shot del tenista más importante de la historia en un partido de los que suman puntos, así que habrá que hacer el duelo.
Federer, que además de inolvidable y enorme es (todavía es imposible y hasta impreciso escribir “fue”) de una elegancia deportiva pocas veces vista, lleva 25 años en el circuito profesional de tenis. Tiempo suficiente para embelezarse delante del televisor o -si se ha tenido la enorme suerte- en el estadio, viéndolo jugar. Un cuarto de siglo -y el 61% de sus días vividos- dedicó Roger a competir profesionalmente.
Los abiertos de Grand Slam ganados son rápidamente fáciles de rastrear: fueron 20 -ocho de ellos, sobre el césped verde inglés-. Lo imposible de saber es a cuánta gente maravilló, cuántos nenes y cuántas nenas pidieron ir a una escuelita de tenis para ser como él, cuántas respiraciones se cortaron mientras Federer jugaba un punto largo.
De todos esos maravillados hubo uno que hizo mejor que nadie algo con todo eso que, incrédulo y fascinado, sentía cada vez que miraba cómo el suizo jugaba al tenis. Fue el escritor y periodista estadounidense David Foster Wallace. En agosto de 2006, en una revista online deportiva de The New York Times que se editó semanalmente sólo durante dos años y medio, el autor de La broma infinita publicó el artículo Roger Federer como experiencia religiosa, un ensayo que después se convirtió -junto a otros- en un libro que, más general, se llamó El tenis como experiencia religiosa.
Foster Wallace volvía, con su escritura, al deporte que había practicado -con talento- durante su adolescencia y que lo apasionaba. Roger Federer era, para el escritor que terminaría suicidándose en 2008, la mejor expresión de ese deporte.
Infobae Leamos hizo una selección de fragmentos del ensayo publicado originalmente por The New York Times hace dieciséis años, cuando el retiro del suizo quedaba todavía demasiado lejos.
Federer según Foster Wallace
Casi todo aquel que ama el tenis y sigue el torneo masculino por televisión ha experimentado, durante los últimos años, lo que podría ser definido como momentos Federer. Hay veces, mientras observas jugar al joven suizo, que tu mandíbula cae y los ojos sobresalen y se hacen sonidos que obligan a los conyugues a venir a ver si estás bien.
Los momentos son más intensos si has jugado suficiente tenis para entender la imposibilidad de lo que acabas de ver.
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Federer está todavía cerca de la esquina pero corriendo hacía la línea central, y la pelota dirigida a un punto detrás de él ahora, donde acababa de estar, y no tiene tiempo de voltear, y Agassi siguiendo el tiro, golpea y devuelve la pelota a la misma esquina…
Y lo que Federer ahora hace de alguna manera es, instantáneamente, dar marcha atrás el empuje y algo como saltar tres o cuatro pasos hacia atrás, con una rapidez imposible, para golpear un derechazo desde el costado de su revés, todo su peso moviéndose hacia atrás, y da el golpe, con un efecto endemoniado y sensacional que pasa a Agassi a través de la red, quien trata de alcanzarla pero la pelota lo pasa, y se coloca justo en la línea de banda y aterriza, exactamente, en la esquina de salida del lado de Agassi, un punto ganador y Federer todavía balanceándose mientras la pelota cae.
Y pasa ese pequeño y familiar segundo de silencio estupefacto de la multitud neoyorquina antes de ovacionar y John McEnroe dice en televisión (suena más que todo para sí mismo), “¿cómo vences a un ganador desde esa posición?”. Y él tiene razón: dada la posición y mundialmente famosa rapidez de Agassi, Federer hubiese tenido que mandar esa pelota por un tubo de dos pulgadas de espacio para poder pasar a Agassi, cosa que hizo, moviéndose hacia atrás, sin tiempo y nada de su peso detrás del tiro.
Era imposible. Fue como algo sacado de la “Matrix”. No sé todos los sonidos que se escucharon, pero mi esposa dice que corrió y había pochoclos derramados por el sofá y yo estaba arrodillado y mis ojos parecían ojos de mentira.
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La belleza no es un objetivo de los deportes competitivos, pero los deportes de alto nivel son escenarios privilegiados para la expresión de la belleza humana. La relación se aproxima a la que existe entre la valentía y la guerra.
La belleza humana de la que hablamos aquí es una belleza muy particular; la podríamos llamar belleza cinética. Su poder y atractivo son universales. No tiene nada que ver con el sexo o normas culturales. Pero sí pareciera tener relación, en el fondo, con la reconciliación del ser humano con el hecho de tener un cuerpo.
Claro, en los deportes masculinos nunca nadie habla de belleza o gracia o del cuerpo. Los hombres profesan su “amor” a los deportes, pero ese amor siempre debe estar fundido y promulgado dentro de la simbología de la guerra: eliminación versus avance, jerarquía de rangos y posiciones, obsesivas estadísticas, análisis técnicos, trivial fervor nacionalista, uniformes, el ruido de la multitud, pancartas, golpes de pecho, caras pintadas, etc.
Por razones poco comprensibles, los códigos de la guerra les resultan más seguros a las personas que los códigos del amor.
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Hay tres argumentos válidos para explicar el poder de Federer. Uno sería misterioso y metafísico, y creo que es la que más se acerca a la verdad. Los otros son más técnicos.
La explicación metafisica es que Roger Federer es uno de esos raros casos de atletas, extraordinarios, que está exento, por lo menos en parte, de ciertas leyes físicas. Una buena analogía aquí sería Michael Jordan, quien no sólo podía saltar inhumanamente alto sino que se sostenía allí arriba un momento más de lo que la gravedad permite, Muhammad Ali, quien de verdad podía flotar a través de la lona y lanzar dos o tres golpes en el tiempo requerido para uno. Probablemente, hay media docena de ejemplo desde los sesentas.
Y Federer pertenece a ese grupo, ese tipo de atletas que uno podría llamar genio, o mutante o avatar. Él nunca está apurado o fuera de balance. La llegada de la pelota se detiene, para él, una fracción de segundo más de lo que debería. Sus movimientos son más livianos que atléticos.
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Él ha, figurativa y literalmente, reencarnado el tenis masculino, y por primera vez, en años, el futuro del tenis parece impredecible. Ustedes tenían que ver, en los alrededores de la cancha principal, el ballet que fueron las junior este año. Volea contra la red y efectos combinados, servicios fuera de ritmo, tácticas previsivas tres tiros atrás, además de los gruñidos estándar y las pelotas rápidas.
Que haya algo parecido a un Federer entre estos jóvenes no es algo que se pueda saber, por supuesto. El genio no es imitable. En cambio, la inspiración es contagiosa, multiforme, y de alguna manera, ver de cerca que el poder y la potencia son vulnerables a la belleza es como sentirse (de una manera fugaz y mortal) reconciliado.
Quién fue David Foster Wallace
Nació en Ithaca, Estados Unidos, en 1962, y murió en ese mismo país en 2008.
Fue escritor, periodista y profesor.
Su novela La broma infinita fue considerada por la revista Time como una de las más importantes del siglo XX.
También publicó Hablemos de langostas y El tenis como experiencia religiosa, libro en el que contó la experiencia de ver jugar a Roger Federer en vivo.
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