Antes de ingresar en el mítico laberinto de Creta es necesario hacer algunas aclaraciones. Considero que los griegos, igual que los hebreos, sostienen en sus mitologías la presencia del deseo irracional carente de libertad, porque ante todo somos animales, seres animados que se mueven a diferencia de los vegetales.
Pero además en nuestra existencia está presente el intelecto, la razón, que provoca la libertad de elegir, la capacidad de entender todo aquello en que “hay término y hay tasa y última vez y nunca más y olvido”. Entender, el entendimiento es la función de la razón, entendemos todo aquello que no es infinito, que no es eterno que está más allá de la razón.
El deseo se rige por el instinto, no elige, la razón elige, porque su reino es la libertad.
Y si no lleváramos en nuestra conciencia los principios enunciados por Aristóteles, de causa y efecto; materia y forma; sustancia y accidente; etcétera. allí, en la razón terminarían nuestros desvelos. Pero no es así: la pregunta por el origen, por la causa de la cual nacen las sucesivas causas que son sucesivos efectos, nos asedia siempre. Nos asedia la eternidad que no se somete a la razón.
Y lo mismo puede predicarse del pretendido Universo, del Cosmos, del orden de cuya existencia tampoco tenemos constancia. La infinitud, el caos, tampoco se someten a la razón.
La eternidad y la infinitud pertenecen al espíritu, al pneuma, al ruaj, al Misterio que no existe, que solamente es y allí no llega la razón. El Éxodo y Borges representan con maestría al Misterio que no puede ser entendido, que no puede “cifrarse en un nombre”.
Vanos son los intentos de dominar la eternidad y la infinitud con el intelecto, pero la persistencia está en nuestro sino. A veces recurrimos al remedio de negar la eternidad y la infinitud, nos resignamos a nuestra animalidad que absorbe a la razón, que se convierte en meramente utilitaria: sólo existe para satisfacer el deseo. Con lo cual perdemos la libertad.
Tres ámbitos del ser y sus símbolos
Los griegos simbolizan estos tres ámbitos de nuestro ser.
El deseo animal está representado por el mar, el mar incontenible que todo lo invade, que no tiene límites.
El intelecto se representa con la tierra, la tierra que pone límites al mar, que lo contiene, todavía llamamos “continentes” a las porciones de tierra que contienen al mar.
El símbolo del Misterio es pneuma, espíritu, inasible para la razón. Allí no podemos llegar, desde que fuimos abandonados en Mekone (una llanura, en la mitología griega, donde convivían hombres y dioses).
El intelecto tiene libertad, puede inclinarse hacia abajo, hacia el deseo que lo gobierne y será un “intelecto utilitario”. Y puede inclinarse hacia arriba, hacia ese Misterio al que nunca arribará, hacia el espíritu. Podemos con nuestros torpes y limitados conceptos e imágenes, construir metáforas, mensajes atrás de los mensajes, mensajes cifrados que trascienden el entendimiento e intentan avizorar el alma.
Por eso los hombres somos seres de la vacilación, de la libertad.
La dinámica de los héroes es siempre un viaje por el mar, por el deseo inconsciente, y el uso del intelecto que intenta llegar al Misterio, que intenta las metáforas y que comete errores y se engaña en ese tránsito, para finalmente elevarse al Espíritu.
Así Odiseo sale de Troya y navega por su deseo inconsciente, por su mar, quiere llegar a Itaca, el espíritu. Para ello cuenta solamente con su “metis”, con su intelecto. En el camino cometerá graves errores, orgullo y soberbia, sexualidad desenfrenada, olvido y eliminación de la memoria y tantos otros que se representarán en las islas que recorre, Calipso, Circe, los Lotófagos, Escila y Caribdis y tantos más.
Pero en ese viaje lleno de peligros y acechanzas que lo acercan a su propio ser animal, a su incontenible deseo carente de libertad, pronunciará metáforas, mensajes que están atrás de los mensajes y recibirá también mensajes del Espíritu, transportados por Hermes, el mensajero de los dioses, mensajes “herméticos” que no pueden ser entendidos con la razón y que lo salvarán del error.
De modo que mediante el intelecto podemos aspirar a acercarnos al espíritu. Y cómo veremos, solamente a acercarnos.
El laberinto de Creta
El mito se inicia relatando que Poseidón, el dios del mar, le regala a Minos rey de Creta, un toro blanco, que aparece en la playa. El toro representa el deseo sexual y la fuerza en casi todas las mitologías y en Grecia también. Pasífae, reina de Creta, se enamora perdidamente del toro, o sea que está poseída por su deseo sexual. Llama a Dédalo, un ingeniero, un hombre de la razón, para que la ayude a satisfacer su deseo. (La razón se pone al servicio de su incontenible deseo). Dédalo construye una vaca de madera y Pasífae ocultándose atrás tiene relación sexual con el toro. O sea que su incontenible deseo se satisface mediante el intelecto.
Minos encarceló a Dédalo por haber facilitado la unión del toro con Pasífae, o sea que se manifiesta en contra del intelecto utilitario, e este caso Dédalo, y lo encierra, lo castiga, impide su existencia.
De esta unión bestial nace el Minotauro, un hombre con cabeza de toro, un ser salvaje y antropófago, un hombre dominado por el deseo animal, por el instinto, por el toro.
Minos decide encerrar al Minotauro y para ello libera a Dédalo a quien encarga la tarea. Dédalo encierra al Minotauro en el Laberinto, un nuevo ingenio de la razón / Dédalo.
De allí deriva que en el centro de la razón, el Laberinto construido por Dédalo, anida nuestro deseo, el Minotauro, o sea que el intelecto está dominado y al servicio de nuestro ser animal, que la razón no es más que instrumento del deseo y que ninguna aspiración podemos tener de acercarnos, tan siquiera al pneuma, al espíritu.
En esos tiempos Minos supo que los atenienses habían matado a su hijo Androgeo. Se declaró una guerra en la cual Atenas fue vencida. Como tributo Minos impuso a Atenas la dura carga de entregar anualmente siete varones y siete doncellas para entregarlos al Minotauro que los devoraba.
Egeo, rey de los atenienses envía a su hijo Teseo, de quien se enamora Ariadna, hija de Minos. Teseo tiene el cargo de matar al Minotauro. Ariadna enamorada nuevamente consulta a Dédalo / la razón, quien le entrega una espada y el hilo del destino.
Teseo mata al Minotauro, dejando así libre a la razón de su sometimiento al deseo, y sale del Laberinto guiado por el hilo del destino que ha desovillado en el camino.
Pero Minos se venga de Dédalo / la razón encerrándolo a él y a su hijo Ícaro en el Laberinto. Ellos quedan así sometidos al puro imperio del intelecto, ya sin deseo y sin mirada al espíritu. Ya no son hombres, porque son “razón pura” carecen de libertad.
Dédalo decide salir del Laberinto y para ello fabrica unas alas de plumas y cera , con las cuales él y su hijo salen del Laberinto, salen del intelecto por arriba, volando hacia el espíritu.
Pero allí no termina el mito, porque Ícaro, infatuado por el vuelo hacia el espíritu, contra las advertencias de Dédalo vuela tan alto que sus alas se derriten, cae y muere. Nuevamente los mitos indican que podemos acercarnos al espíritu, pero que jamás seremos parte de él, que eso es pura vanidad, como la vanidad adánica: el deseo de la sabiduría del bien y del mal, el deseo de ser iguales a Dios.
Dédalo / la razón vuela hacia Sicilia adonde construye un santuario en honor de Apolo, el dios símbolo de la belleza, de la perfección, de la armonía, del equilibrio y de la razón, patrono del Oráculo de Delfos, cuyas pitonisas emitían mensajes dirigidos al alma, mensajes no sujetos a la razón. Y también patrono de las Musas, representantes de las artes, de las metáforas poéticas, dramáticas, musicales, hechas con imágenes y palabras que nada “significan” y que nos acercan al espíritu. Dédalo ha entregado la razón al espíritu.
Hemos relatado extensamente el mito del Laberinto de los griegos, con su potente simbolismo, que relata las aventuras y desventuras de nuestro deseo sometido a la naturaleza, carente de razón, sin libertad, esclavo de un destino predeterminado, puro instinto.
Pero también describe al intelecto que nos da la libertad y por tanto la vacilación, la libertad de elevarnos hacia el espíritu, como Dédalo, la de sucumbir al deseo, como Pasífae o a la de optar por la vanidad como Ícaro.
De modo que este mito, al recorrer todas nuestras instancias según el pensamiento griego, es una maravillosa metáfora que describe quienes somos nosotros, los hombres.
Los laberintos de Borges
De acuerdo a lo que hemos visto, los laberintos griegos simbolizan el intelecto, el intelecto dominado por el deseo, cuando en el centro está el Minotauro, o la razón pura cuando en el centro está Dédalo. El primer laberinto es el de la razón sometida al deseo, el segundo, la razón pura es el símbolo de la soberbia. Pero también hemos visto que del laberinto griego se puede salir hacia arriba, invocando al espíritu, como Dédalo.
Veamos ahora los laberintos de Borges:
JUAN 1, 14, +
(…)
Yo quise jugar con Mis hijos
Conocí la memoria,
esa moneda que no es nunca la misma.
Conocí la esperanza y el temor,
esos dos rostros del incierto futuro.
Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
la ignorancia, la carne,
los torpes laberintos de la razón,
la amistad de los hombres,
la misteriosa devoción de los perros.(…)
Acá nos habla Cristo por intermedio de Juan el Evangelista, que escribe lo que Cristo le dicta . Dice Juan:
1 “Ella (la palabra, el intelecto) estaba en el principio con Dios. 3. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. 4. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, 5. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.” O sea que la palabra estaba alojada en el espíritu, en la luz.
Y más adelante el célebre versículo motivo del poema:
“14. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. "
En el tiempo y la existencia, la “Palabra se hizo carne”, nació Cristo que vivió la vida con nosotros, que fue hombre, animal racional y que experimentó por supuesto el intelecto y el deseo.
Borges se refiere a la razón, a la “memoria que nunca es la misma”, y que por eso es un “torpe laberinto de la razón” que evoca la Palabra, el lenguaje del espíritu que “estaba en el principio con Dios”, y con la cual se hizo todo, pero que ya no lo es, porque perdimos el lenguaje adánico y solamente nos quedó el intelecto, un torpe laberinto, la razón sometida al deseo.
Pero hay otro laberinto de Borges:
Laberinto
No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino
como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña
de interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.
Este laberinto es el de la razón pura. Acá no hay deseo (no hay Minotauro) que domine al intelecto. Lo domina la vanidad. La soberbia de creer, como los positivistas, que todo está sometido a la razón. Que hay una única diosa, la Diosa Razón de la Revolución Francesa.
Vanidad significa vacío, vano. Este laberinto de la vanidad, el de la razón pura, es terrible porque está vacío y porque no se puede salir, porque “abarca el universo”. Un universo confuso que no tiene “anverso ni reverso” que carece de sentido con sus infinitas bifurcaciones. Ni siquiera hay deseo en este laberinto de la vanidad y de la soberbia; nada se puede esperar de él, “ni siquiera (…) la fiera.”
Es el laberinto de nuestra razón engreída, que pretende el entendimiento del universo, cuando ni siquiera se entiende a sí misma.
Finalmente Borges evoca la relación entre la vanidad del intelecto y el espíritu.
El Laberinto
Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes
que es mi destino. Rectas galerías
que se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.
Zeus, el espíritu, es impotente para elevar la razón al misterio si la razón no elige mirar hacia arriba, volar como Dédalo. “No puede desatar las redes de piedra” que cercan al intelecto dominado por el deseo, preso del laberinto. Tampoco nosotros podemos salir por nuestros propios medios: estamos presos en la razón que en realidad es sinrazón, “rectas galerías que se curvan en círculos secretos”, no abordables por el intelecto.
Hay solamente una espera, o una esperanza: la muerte. Porque no se puede vivir sin creer, no se puede vivir en el puro laberinto de la razón y de la vanidad.
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