De cortarse en escena y orinar a sus fans a convertirse en un producto de consumo: ¿qué pasó con el punk?

En “Nosotros, los normales”, Marcelo Pisarro rescata la mítica y controversial figura de GG Allin, el músico conocido por sus violentas presentaciones en vivo, para ahondar en cómo el capitalismo deglute lo que considera disruptivo para normalizarlo y sacarle un rédito.

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En "Nosotros, los normales", contenido exlusivo de Indie Libros, el antropólogo y periodista argentino Marcelo Pisarro ahonda en la figura de GG Allin, una de las figuras más controversiales del punk estadounidense.
En "Nosotros, los normales", contenido exlusivo de Indie Libros, el antropólogo y periodista argentino Marcelo Pisarro ahonda en la figura de GG Allin, una de las figuras más controversiales del punk estadounidense.

Envejecer bien en el punk no es para cualquiera”, escribe el antropólogo y periodista argentino Marcelo Pisarro al final de su libro Nosotros, los normales: GG Allin en el infierno punk. Algo de razón tiene si se pone como ejemplo, para ilustrar su afirmación, el rotundo cambio de perspectiva del mítico héroe del punk y líder de los Sex Pistols, Johnny Rotten, con respecto a la monarquía inglesa.

En 1977, durante las celebraciones por el 25° aniversario del ascenso al trono de la reina Isabel II, Rotten y su banda dieron un mítico concierto a bordo de un barco que navegaba por el río Támesis, como una burla provocativa a la procesión real prevista para algunos días después. El evento acabó en caos, con lanchas de la policía rodeando el barco y toda la tripulación arrestada.

¿Cómo reaccionó el cantante de los Sex Pistols, casi medio siglo después, a la muerte de la reina de Inglaterra? Con un solemne y respetuoso mensaje: “Descanse en paz, Reina Isabel II. Que sea victoriosa”. La postura de Rotten nos lleva a preguntarnos, entonces, ¿qué pasó con el punk?

En Nosotros, los normales, contenido exclusivo de Indie Libros, Pisarro no cuenta la historia del emblema del punk que fueron los Sex Pistols sino que rescata la figura de GG Allin, un controversial músico más recordado por sus violentas presentaciones en vivo que por los discos que grabó. En sus shows, Allin solía salir sin nada más que unas botas y un collar de perro. Rompía botellas con las que se lastimaba a sí mismo y al público, al que le divertía tirarle su propia orina y otros desechos mientras gritaba sus canciones sobre violaciones y asesinatos.

Pero una de las premisas que postula Pisarro en su libro es la del punk como mecanismo de ampliar las fronteras de lo que se puede esperar del arte, en un proceso simple de incorporación capitalista de la disrupción. Eso que hoy asusta por correrse del sistema, será indefectiblemente captado por el mismo si existe un interés y un mercado para ello. El punk como se lo concebía en ese entonces no murió, solo se convirtió en un producto de consumo. De toda esa violencia desbordada, hoy solo queda el redituable merchandising.

Así empieza “Nosotros, los normales”

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El lugar es un pequeño club nocturno ya extinto llamado The Space At Chase. El local está en el número 98 de la Tercera Avenida, entre las calles 12 y 13, en el East Village de Manhattan, Nueva York. El año es 1991. Un poco antes o un poco después de que los expertos en urbanismo y los agentes inmobiliarios notificaran que el proceso de gentrificación del barrio era irremediable.

Un hombre blanco ocupa el escenario. Tiene la cabeza rapada a cero, lleva un curioso bigote y una barba de perilla que le dan aspecto de villano de historietas o de caso tipológico de Cesare Lombroso. Va un poco excedido de peso o sólo es robusto, no sabría decirlo a primera vista. Empuña un micrófono y está desnudo, excepto por un par de botas y un collar para perros. Su cuerpo arrastra todas las taras que le permitieron construirse un espacio en los márgenes de la música de tradición popular de posguerra, los estigmas que transformaron su nombre en una contraseña para un espectáculo de agresión, servilismo y degradación: cicatrices, magullones, cortes, rasguños, sangre, mugre, tatuajes tumberos, mierda chorreándole por la cara. Tiene 35 años, uno y medio menos que todos los que alcanzará a vivir.

El hombre nació en 1956 en Lancaster, Nuevo Hampshire, un pueblucho en el noreste del país, pisando el borde canadiense. Al parecer su padre, un hombre retraído y solitario, un fanático religioso propenso a la violencia, sostuvo que Jesús lo visitó en sueños y le informó que su segundo hijo recorrería gloriosamente el camino de los predestinados. El niño se ganó su nombre de bautismo, Jesus Christ Allin, con esa responsabilidad bajo el brazo: ser un mesías, un profeta, un hombre con una misión, el elegido que señala el sendero correcto para que otros lo sigan. El hermano mayor de Jesucristo Allin tenía problemas para pronunciar “Jesus”, yises, y lo llamaba “Jeje”, yiyi. Pronto ese “yiyi” devino en doble ge y así quedó inscripto como un símbolo vago e incierto de una identidad cultural desplazada. GG Allin, así le decían y así empezó a decirse a sí mismo.

La vida en la cabaña de la zona rural de Groveton, uno de esos lugares de Estados Unidos que sólo parecen existir en estadísticas censales y películas de terror, donde residía la familia Allin, no era precisamente plácida. Estaban aislados, no había teléfono, correo, electricidad ni nadie más alrededor; apenas podían comunicarse con otros seres humanos. El padre fantaseaba con matarlos a todos y suicidarse. Cavó las tumbas en el sótano de la cabaña y aguardó el momento adecuado. La mujer y los hijos intentaron escaparse un par de veces, no lo consiguieron. Al final la madre obtuvo un salvoconducto, el divorcio, una nueva vida en el pueblo St. Johnsbury de Vermont y un nuevo nombre para su hijo Jesucristo. Ahora se llamaría Kevin Michael Allin, como años más tarde constaría en infinidad de registros policiales, judiciales y penitenciarios. Pero el chico siguió pensándose como GG Allin.

GG Allin solía salir a escena con nada más que un par de botas y un collar para perros para dar shows en los que golpeaba, insultaba y hasta le tiraba orina y otros desechos al público. (Getty Images)
GG Allin solía salir a escena con nada más que un par de botas y un collar para perros para dar shows en los que golpeaba, insultaba y hasta le tiraba orina y otros desechos al público. (Getty Images)

El resto del material biográfico está formado por grabaciones que casi nadie se molestó en escuchar, fotografías, rumores, anécdotas, tergiversaciones, algunos metros de material fílmico, leyendas urbanas, testimonios soñados o inventados, las mismas entrevistas citadas una y otra vez hasta que las licencias en la transcripción las empujan hacia desenlaces similares, una suma de clichés tan aprendidos que ni siquiera hace falta mejorarlos con otros clichés para que suenen convincentes. Los problemas de aprendizaje y adaptación, el acoso escolar, las peleas, la delincuencia juvenil, el alcohol, las drogas, las promesas de la cultura pop, formar un grupo musical, fracasar, formar otro, seguir fracasando, convertir el fracaso en un espectáculo y hacerlo durar, glosarlo, convertir la narración del fracaso (el fracaso de la familia y de la religión, de la bucólica vida rural estadounidense, de los lazos de la comunidad, del sistema escolar, del rock’n’roll, del arte, del entretenimiento, del mercado, de los roles públicos, del goce sexual, de la función social de la música, de las promesas de libertad que la nación le hizo a cada uno de sus ciudadanos) en una metáfora de sí misma, en una alegoría de aquello en lo que uno se convierte o, también, de aquello en lo que uno accede a convertirse. Todo esto estaba inscripto en el cuerpo del hombre desnudo que ocupaba el escenario del Space At Chase.

Entre finales de la década de 1970 y comienzos de la década de 1990, Allin escribió y grabó varias decenas de canciones de música punk. Eran composiciones sucias y pueriles, poco inspiradas, cada vez más dañadas a medida que pasaban los años y Allin se aproximaba a su destino como personaje mediático televisivo. Lo que empezó como un intento poco iluminado (pero intento al fin, incluso con alguna virtud, alguna cualidad) de remedar el glam podrido de New York Dolls o de los Heartbreakers de Johnny Thunders, el garaje rock de Stooges y MC5, el hardcore punk de Black Flag y The Germs, el punk cuadrado de GBH, Discharge y Exploited, lo que empezó, en fin, como un proyecto musical, acabó como un breve apéndice en una entrada enciclopédica acerca de las desviaciones de las juventudes de las sociedades capitalistas del distante siglo XX. Una nota de color. Un ejemplo académico. Una diapositiva ilustrativa en una clase de antropología del cuerpo. Un souvenir. Una curiosidad de circo. Una excepción a las reglas y, a la vez, un principio de reglamentación para todas las demás excepciones. Un recordatorio de que si fuiste capturado por los lenguajes de época, atrapado por los imperativos del poder, entonces, tal vez, no fuiste tan radical como pensabas. Si a través de su música el intérprete pretendía generar miedo, excitación o una inminente sensación de peligro, no lo conseguía; sólo quedaba la sospecha de que a ese tipo se le habían soltado un par de tornillos de la cabeza. Suficientes para señalarlo como al imbécil del pueblo, no tantos como para tomárselo en serio. Menos aún, para tomarse en serio su música.

Las provocaciones que impulsaban esas canciones ―el odio, el desprecio, la crueldad, el racismo, la blasfemia y la xenofobia, el nihilismo, la pedofilia, la coprofilia y la misoginia, la llamada al asesinato, a la mutilación y a la violación, a la desobediencia civil y al abuso de menores― se ofrecían en paquetes de sentido tan deslucidos que resultaban incapaces de comunicar nada. Construían un mundo imposible de habitar, siempre gris, siempre igual. Abandonadas en una cabaña, marginadas de los circuitos de distribución convencionales y también de los alternativos, condenadas a cerrarse en círculo y conversar entre sí, las canciones sólo generaban un murmullo sordo aunque se manifestaran con alaridos. El apremio por decirlo todo conducía al silencio. La mayor parte de esa música, grabada a bajo costo, pobremente producida, a veces tomada de aire en conciertos o ensayos, distribuida en casetes y vinilos de siete pulgadas para unos pocos enterados, pasó desapercibida y no dejó nada tras de sí, aunque en última instancia todo lo que concierne a GG Allin estuvo autorizado por la música.

Algunas acciones estuvieron planeadas al menos de manera rudimentaria. Adivinaban la reacción de algún interlocutor previsto. Otras no, sólo ocurrieron y fueron capitalizadas como moneda de cambio. Pero al ser componentes de la estructura de la dramaturgia musical ya poco interesaba si esas cosas estuvieron ideadas o no, sino qué sentido social producían, qué nuevas estructuras jerárquicas imponían y cómo se las aceptaba, se las resistía o se las ignoraba, cómo transformaron los signos mediante los cuales interpretamos la vida social. La música, incluso una música que pocos parecen haber escuchado y muchos menos aún apreciado, es capaz de generar eso y bastante más.

Quién fue GG Allin

♦ Nació en Nuevo Hampshire, Estados Unidos, en 1956, y falleció en Nueva York, Estados Unidos, en 1993.

♦ Fue un cantante de punk conocido por sus controversiales presentaciones en vivo, en las que solía cantar desnudo, cortarse, orinar y defecar.

♦ Grabó discos como Brutality And Bloodshed For All, Road Killer, Killing for Christ Sakes y Freaks, Faggots, Drunks, and Junkies, entre otros.

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