El término “mafia” evoca imágenes concretas: hombres con bonitos trajes y sombreros empuñando armas. Estas asociaciones surgen sobre todo de la cultura popular, a partir de obras como El Padrino, Los Soprano y, para los verdaderos aficionados, la serie italiana Gomorra. Sin embargo, las mujeres nunca aparecen en primer plano en estas representaciones y, como explica la periodista Barbie Latza Nadeau en su nuevo libro, La madrina -que salió en inglés- rara vez son analizadas por quienes estudian la mafia.
Sin embargo, como demuestra Nadeau, estas mujeres existen y actúan dentro de los diversos sindicatos del crimen que el gobierno italiano considera mafias, incluida la “única y verdadera Mafia... la Cosa Nostra de Sicilia”. Los otros grandes grupos criminales son la ‘Ndrangheta’ en Calabria y la Camorra napolitana en Campania.
El personaje que sirve de eje en el libro de Nadeau es Assunta “Pupetta” Maresca, que tenía 18 años y estaba embarazada de seis meses en el verano de 1955, cuando disparó y mató al hombre que había ordenado el asesinato de su marido. Este acto de venganza, del tipo que suelen llevar a cabo los hombres, le valió “el estatus de icono entre la élite criminal napolitana”, escribe Nadeau, “ganándose el apodo de Lady Camorra y dándole una estatura incomparable como madrina original”.
Antes de la muerte de Maresca en 2021, Nadeau la entrevistó, y ciertamente es un personaje interesante. Con más de 80 años, Maresca sigue sintiéndose totalmente cómoda con el asesinato que cometió, a la vez que resta importancia a su lugar dentro de la Camorra.
Otra mujer, a la que Nadeau llama Sophia, creció en Castellammare di Stabia, que tiene una larga historia con la Camorra y a la que la iglesia consideró tan moralmente decadente que en 2015 un sacerdote local roció agua bendita desde un helicóptero sobre la ciudad para exorcizar el mal que había en ella. (No funcionó.)
Gran parte de los negocios del pueblo, según Nadeau, tienen que ver con el blanqueo de dinero y la venta de drogas y otros tipos de contrabando. Para mantenerse, Sophia empezó a traficar con drogas para el padre de un amigo y, finalmente, fue atrapada y condenada a prisión. Tanto Sophia como Maresca describen el poder jerárquico que existe dentro de las prisiones: la primera necesitaba trabajar para otras mujeres encarceladas, mientras que la segunda era tan respetada que ella y su hijo pequeño, que nació en la cárcel y al que se le permitió vivir con ella hasta los 4 años, recibían un trato especial por parte de los guardias y de otras mujeres presas.
Nadeau describe bien la cultura de la misoginia normalizada en Italia, así como la forma en que “la mafia y la malavita, ‘estilo de vida deshonesto’, que produce son una faceta más de la cultura”. El problema es que el tono del libro es muy variado, pasando de una especie de elogio del creciente poder femenino en la mafia a una celebración de los fiscales antimafia por encarcelarlas, a veces en la misma página.
En sus agradecimientos, Nadeau escribe que cree que el crimen organizado italiano ha sido idealizado por la cultura pop, “que ha normalizado un fenómeno que arruina vidas y economías locales todos los días”. Su libro, continúa, “no pretende dar glamour a esa criminalidad, incluso cuando explora las historias de mujeres que no han tenido más remedio que permanecer en familias criminales”.
Pero La madrina se lee como un exceso de corrección, y Nadeau todavía parece inmersa en la dicotomía entre la mafia mala con mayúsculas y la policía y los fiscales antimafia buenos con mayúsculas. Esto es especialmente extraño, ya que Nadeau admite en varias ocasiones que los diversos grupos siguen operando con éxito precisamente porque están involucrados en las más altas esferas del poder estatal legítimo.
A quién creerle
El Estado italiano -que, según reconoce Nadeau, no apoya a sus ciudadanos en apuros- y el Estado paralelo que engloba a la mafia no parecen estar tan separados. Por ello, resulta aún más preocupante que Nadeau se apoye mucho más en las opiniones y especulaciones de los más interesados en castigar a las mujeres de la mafia que en los testimonios de las mujeres, de los que a menudo concluye que están llenos de mentiras y omisiones.
De forma confusa, Nadeau se rebaja al mismo desprecio hacia las mujeres que critica, describiendo a menudo el aspecto físico de una mujer como si fuera digno de mención. Antonietta Bagarella, por ejemplo, es descrita como “una belleza antaño delgada y de ojos oscuros” que “seguramente debería haber sabido en qué se metía” cuando se casó con un jefe de la Cosa Nostra de alto nivel porque fue criada por uno de nivel medio.
Un par de páginas más tarde, Bagarella se ha “desvanecido hasta convertirse en una abuelita siciliana desaliñada”. Bagarella, que pasó años escondida con su marido fugitivo, fue detenida por la policía varias veces, pero siempre se libró de la cárcel, en parte, interpretando el papel de una mujer débil. El hecho de que haya escapado parece irritar a Nadeau, que concluye que Bagarella podría estar más implicada de lo que la policía pensaba. No es que haya pruebas claras, sólo conjeturas.
En otra parte, Nadeau declara que las cárceles italianas son esencialmente “escuelas del crimen”, lo que lleva a este lector a preguntarse por qué, en ese caso, se empeña tanto en que los mafiosos sean enviados allí.
Del mismo modo, da a entender que las mujeres no tienen elección cuando permanecen dentro de los círculos sociales de la mafia en los que han nacido, pero también desliza que tienen la culpa de quedarse cuando podrían acudir al Estado en busca de ayuda, y luego describe cómo se tortura a los niños para castigar a las madres que traicionan a sus familias.
Como la lucha de Nadeau con la complejidad de su material parece más accidental que intencionada, puede dejar a los lectores confundidos en cuanto a sus conclusiones y suposiciones.
* Ilana Masad es crítica y autora de “Todos los amantes de mi madre”.
(Fuente: The Washington Post)
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