“Mi recuerdo más antiguo se remonta a cuando tenía dos años y medio. Mi habitación no tenía puerta, solo una sábana clavada en el marco. Recuerdo oír los gritos de mi padre. Me asomé y vi que cogía el televisor y se lo lanzaba a mi madre, quien fue a parar al suelo”, escribe la autora estadounidense estrella de Tik Tok Colleen Hoover al final de su exitosa novela, Romper el círculo. Pero esto, por desgracia, no es ficción.
La historia de violencia doméstica que sufrió su madre y que ella misma presenció en sus primeros años de vida sirvió como puntapié para la escritura de Romper el círculo, una novela romántica que se corre de las fórmulas establecidas del género para ahondar en problemáticas más serias. El objetivo de Hoover era entender las decisiones que, en su momento, tomó su madre, atrapada entre el abuso y el amor.
En Romper el círculo, Lily acaba de perder a su padre cuando conoce a Ryle Kincaid, un magnífico, apuesto y acaudalado neurocirujano del que terminará perdidamente enamorada. Pero a veces, camuflada entre los mejores sentimientos, la violencia aflora y detenerla no siempre es tan sencillo.
En el medio, Lily se reencontrará con Atlas, su primer amor, y deberá atravesar una serie de complicados procesos que culminarán en una realización: ¿qué vida quiere Lily para su hija y para sí misma? A pesar de las dificultades que se le presentan, la protagonista deberá ponerle fin a la vida que construyó y romper el círculo para, de una vez por todas, crear con sus ruinas formas nuevas y mejores.
Así empieza “Romper el círculo”
Desde la baranda donde estoy sentada, con un pie a cada lado, miro la caída de doce pisos que me separa de las calles de Boston y no puedo evitar pensar en el suicidio.
No en el mío. Mi vida me gusta lo suficiente como para querer apurarla hasta el final. Estoy pensando en otras personas, en las razones que llevan a alguien a decidir acabar con su vida. Me pregunto si se arrepentirán; si durante los segundos que pasan entre que se sueltan de la cornisa e impactan contra la acera, miran hacia el suelo que se acerca a toda velocidad y piensan:«Mierda, la he cagado».
Diría que no.
La muerte es algo en lo que pienso a menudo, y hoy con más motivo, teniendo en cuenta que acabo de pronunciar —hace apenas doce horas— uno de los panegíricos más épicos que la gente de Plethora, en el estado de Maine, ha presenciado en toda su vida. Bueno, vale, tal vez épico no sea la palabra más adecuada para definirlo, tal vez sería más adecuado llamarlo desastroso; supongo que depende de si me lo preguntas a mí o de si se lo preguntas a mi madre.
«Mi madre, que probablemente no volverá a dirigirme la palabra hasta dentro de un año.»
El panegírico que he pronunciado no va a pasar a la historia, eso está claro. No ha sido como el que pronunció Brooke Shields en el funeral de Michael Jackson, o el de la hermana de Steve Jobs, o el hermano de Pat Tillman, pero ha sido épico igualmente.
Al principio estaba nerviosa. Al fin y al cabo, estamos hablando del funeral del prodigioso Andrew Bloom, el adorado alcalde de mi ciudad —Plethora, Maine—, que era también dueño de la agencia inmobiliaria más importante del municipio. Marido de la adorada Jenny Bloom, la auxiliar docente más venerada de todo Plethora, y padre de Lily Bloom, la chica rara con ese pelo rojo tan poco formal, esa que se enamoró de un sin techo para gran vergüenza de su familia.
Esa soy yo, yo soy Lily Bloom y Andrew Bloom era mi padre.
En cuanto acabé de pronunciar el panegírico, cogí un avión de vuelta a Boston y me colé en la primera azotea que encontré.
Insisto, no tengo intención de suicidarme; no pienso saltar desde la azotea. Pero necesitaba aire fresco y un lugar tranquilo, y es imposible encontrarlo en mi apartamento, ya que vivo en un edificio de tres plantas sin azotea y, para empeorar las cosas, mi compañera de piso se pasa el día cantando.
No se me había ocurrido que haría frío aquí arriba. No es insoportable, pero tampoco es agradable, aunque al menos veo las estrellas. Los padres muertos, las compañeras de piso exasperantes y los panegíricos cuestionables no parecen tan terribles cuando el cielo está lo bastante despejado para apreciar la grandiosidad del universo.
Me encanta que el cielo me haga sentir insignificante.
Me gusta esta noche.
Espera, voy a escribirlo otra vez, porque va a ser más preciso si lo escribo en pasado.
Me gustaba esta noche.
Pero, por desgracia para mí, la puerta acaba de abrirse con tanta fuerza que espero ver aparecer a un humano disparado.
La puerta se cierra de un portazo y oigo pasos rápidos. No me molesto en mirar. Sea quien sea, dudo que me vea, porque estoy en un sitio muy discreto, en el murete que sirve de baranda, a la izquierda de la puerta. Ha entrado con tantas prisas que no es culpa mía si piensa que está solo.
Suspiro en silencio, cierro los ojos y apoyo la cabeza en la pared estucada a mi espalda, maldiciendo al universo por haberme arrebatado mi momento de paz e introspección. Lo menos que podría hacer el universo para compensarme es asegurarse de que la persona que ha entrado sea una mujer y no un hombre. Si voy a tener compañía, preferiría que fuera femenina. Soy bastante fuerte y podría defenderme de muchos hombres, pero estoy demasiado cómoda y no me apetece quedarme a solas con un desconocido en plena noche. Si me sintiera insegura, querría marcharme, y no me apetece hacerlo. Como acabo de decir, estoy a gusto aquí.
Finalmente, vuelvo la cabeza hacia la izquierda y mis ojos se posan en la silueta asomada al muro. Y no, no ha habido suerte, es obvio que es un hombre. Aunque está inclinado, se nota que es alto. Y ancho de hombros, lo que contrasta con la fragilidad que transmite al sujetarse la cabeza entre las manos. Desde donde estoy me cuesta distinguirlo, pero su espalda sube y baja cada vez que inspira hondo y suelta el aire.
Parece estar a punto de sufrir una crisis nerviosa. Me pregunto si debería hablar, o al menos carraspear, para que sepa que estoy aquí, pero mientras sigo dudando, él se da la vuelta y le pega una patada a una de las tumbonas de terraza que hay a su espalda.
Me encojo al oír chirriar la tumbona sobre el suelo de la terraza. Como el tipo no sabe que tiene público, no se conforma con un solo golpe, sino que sigue pateándola, una y otra vez.
Pero la tumbona no se rompe; lo único que hace es desplazarse, cada vez más lejos.
«Tiene que estar hecha de polímero para barcos.»
Una vez mi padre topó con el coche contra una mesa hecha de polímero para embarcaciones y la mesa se rio en su cara. El parachoques se abolló, pero la mesa no sufrió ni un arañazo.
El tipo debe de haberse dado cuenta de que no va a ser capaz de derrotar a un material tan resistente, porque al fin deja de darle patadas a la tumbona. Se ha quedado quieto, contemplándola con los puños apretados a los lados. Francamente, me da un poco de envidia. El tipo acaba de descargar su rabia contra un mueble de jardín y se ha quedado tan pancho. Es obvio que ha tenido un mal día, igual que yo, pero mientras yo me lo guardo todo dentro hasta que acaba saliendo en forma de respuesta pasivo-agresiva, él ya se ha librado de todo.
Mi manera favorita de lidiar con la frustración es la jardinería. Antes, cuando me estresaba, salía al jardín y arrancaba todas las malas hierbas que encontraba. Pero desde que me mudé a Boston, hace dos años, no he vuelto a tener jardín. Ni siquiera un patio. Y tampoco malas hierbas.
«Tal vez debería comprarme una tumbona hecha de polímero para barcos.»
Me quedo mirando al tipo, preguntándome si piensa moverse en algún momento, pero sigue inmóvil, contemplando la tumbona. Al menos ya no aprieta los puños. Tiene las manos apoyadas en las caderas y por primera vez me fijo en que la camisa le queda pequeña a la altura de los bíceps. El resto de la camisa le va a la medida, pero tiene los brazos enormes. Se palpa los bolsillos hasta que encuentra lo que busca y se enciende un porro, me imagino que para acabar de calmarse.
Tengo veintitrés años, he ido a la universidad y he fumado un par de porros. No tengo nada en contra de que este tipo quiera colocarse en privado. Pero esa es la cuestión: que no está solo; lo que pasa es que todavía no lo sabe.
Da una calada larga y se vuelve hacia el murete. Me ve mientras suelta el humo. Cuando nuestros ojos se encuentran, se queda quieto. No parece sorprendido, pero tampoco parece alegrarse de verme. Está a unos tres metros de distancia, pero hay bastante luz para poder seguir el rumbo de su mirada. Me examina de arriba abajo, pero no soy capaz de adivinar qué está pensando. Este tipo es de los que no muestran sus cartas. Tiene los ojos entornados y la boca apretada, formando una línea fina, como si fuera una versión masculina de la Mona Lisa.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta.
Su voz me retumba en el estómago. Mala cosa. Las voces no deben pasar de los oídos, pero, a veces —en mi caso, muy pocas veces—, una voz se cuela más allá y reverbera por todo mi cuerpo. Y él tiene una de esas voces. Profunda, la voz de alguien seguro de sí mismo, y al mismo tiempo suave como la mantequilla.
No le respondo, y él se lleva el porro a los labios y da otra calada.
—Lily —respondo al fin, y odio la voz que me ha salido, tan débil que parece improbable que le haya llegado a los oídos. Es imposible que le haya resonado por todo el cuerpo.
Alza la barbilla y ladea la cabeza, señalando en mi dirección.
—¿Podrías bajar de ahí, Lily?
Solo en ese momento me doy cuenta de que está muy tieso, rígido, como si temiera que fuera a caerme de aquí. No voy a caerme. El murete tiene unos treinta centímetros de ancho y estoy más cerca de la azotea que del vacío. Si perdiera el equilibrio, podría agarrarme y, además, tengo el viento a favor.
Bajo la vista un momento antes de devolverle la mirada.
—No, gracias. Aquí estoy bien.
Se da un cuarto de vuelta, como si no pudiera soportar mirarme directamente.
—Por favor, baja de ahí. —Aunque lo ha pedido por favor, su tono es más exigente—. Aquí tienes siete tumbonas vacías.
—Más bien seis —le corrijo, recordándole que ha estado a punto de asesinar a una de las pobres tumbonas, pero a él no le parece gracioso. Al ver que no le hago caso, da un par de pasos hacia mí.
—Te separan diez centímetros de la muerte y ya he tenido una ración demasiado grande por hoy. —Me pide que baje con la mano—. Me estás poniendo nervioso; así no hay quien se coloque.
Pongo los ojos en blanco antes de pasar la pierna al otro lado del murete.
Él suelta el aire, como si lo hubiera estado conteniendo todo un salto y me limpio las manos en los vaqueros—. ¿Mejor así? —pregunto, caminando hacia él.
Él suelta el aire, como si lo hubiera estado conteniendo todo ese tiempo. Paso por su lado mientras me dirijo a la zona de la azotea con mejores vistas sobre la ciudad, y no puedo evitar fijarme en lo remonísimo que es.
Aunque llamarlo mono es un insulto. No es mono, es belleza en estado puro. Va muy bien arreglado y rezuma dinero por todos los poros. Parece varios años mayor que yo. Se le forman arruguitas en las comisuras de los ojos mientras me sigue con la mirada. Parece tener los labios fruncidos constantemente, pero no es cierto; es su forma natural. Cuando llego a la otra fachada del edificio, la que da a la calle, me apoyo en el murete y contemplo los coches, tratando de que no se me note lo impresionada que estoy. Ya solo por el corte de pelo que lleva se nota que es uno de esos tipos que levantan pasiones, y paso de alimentar su ego. No es que de momento haya hecho nada que me haga pensar que tiene un ego exagerado, pero lleva una camisa Burberry y no es algo que pueda llevar todo el mundo en una situación informal.
Oigo pasos que se acercan por detrás y veo que se apoya en la baranda, a mi lado. Con el rabillo del ojo lo veo dar otra calada al porro. Cuando acaba, me lo ofrece, pero yo lo rechazo. Lo último que necesito es estar colocada cerca de este tipo; su voz es una droga en sí misma. Quiero volver a oírla, por eso le pregunto:
—Y ¿qué te ha hecho esa pobre tumbona para que te pongas así?
Él me mira. Me mira de verdad. Sus ojos capturan los míos y se queda observándome intensamente, como si pudiera leer todos los secretos que oculto. Nunca había visto unos ojos tan oscuros como los suyos. O tal vez sí; tal vez me parecen más oscuros porque van acompañados de un cuerpo y un rostro intimidantes. No me responde, pero no pienso darme por vencida. Si me obliga a dejar mi refugio en un murete la mar de cómodo, lo menos que puede hacer es entretenerme respondiendo a mis preguntas entrometidas.
—¿Es por una mujer? —insisto—. ¿Te han roto el corazón?
Él se ríe con desgana.
—Ojalá mis problemas fueran tan triviales. —Se apoya en la pared y me mira cara a cara—. ¿En qué piso vives? —Se chupa los dedos y pellizca la punta del porro antes de guardárselo en el bolsillo—. No te había visto nunca.
—Es que no vivo aquí. —Señalo hacia mi casa—. ¿Ves ese edificio de seguros?
Entorna los ojos hasta que lo localiza.
—Sí.
—Pues yo vivo en el de al lado. Desde aquí no se ve. Es demasiado bajo, solo tiene tres plantas.
Vuelve a acercase al murete y se apoya en un codo para seguir mirándome.
—Y si vives allí, ¿qué haces aquí? ¿Tu novio reside en el edificio?
Su pregunta me hace sentir incómoda. Es un intento de tirarme la caña demasiado obvio y sé que puede hacerlo mejor.
Tengo la sensación de que no se ha molestado porque considera que no estoy a su altura.
—Tenéis una azotea muy chula —respondo.
Él alza una ceja a la espera de que añada algo más.
—Quería tomar el aire. Necesitaba un sitio donde poder pensar tranquila. Busqué en Google Earth y este es el bloque de viviendas con una azotea decente más cercano que he encontrado.
Él me dirige una sonrisa.
—Al menos eres práctica. Es una buena cualidad.
«¿Al menos?»
Asiento, porque al menos soy práctica. Y es una buena cualidad.
—¿Por qué necesitabas tomar el aire? —me pregunta.
«Porque hoy hemos enterrado a mi padre; he pronunciado un panegírico épicamente desastroso y ahora me cuesta respirar.»
Miro al frente y suelto el aire lentamente.
—¿Podríamos estar en silencio un rato?
Quién es Colleen Hoover
♦ Nació en Texas, Estados Unidos, en 1979.
♦ Es autora de best-sellers de literatura juvenil, romántica y de suspenso.
♦ Escribió libros como A pesar de ti, La sombra de un engaño y la trilogía Nunca, nunca, entre otros.
♦ Ganó tres años consecutivos el premio Goodreads Choice Award al Mejor Romance (2015, 2016 y 2017).
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