“El español me lo permite”, esgrime su primer lanzazo verbal, Javier Milei cuando Cecilia Moreau le reclama el uso de la terminación en femenino singular para nombrar su cargo: presidenta. Es sábado y estamos en una sesión extraordinaria de la Cámara Baja. Cecilia Moreau reclama desde el uso que señala un cambio, un quiebre, en el devenir de la lengua. Javier Milei resiste desde la norma. “Gracias diputada”, lanza Moreau finalmente, un cierre cortazariano, por cierto, que dejó en evidencia lo que ya sabemos: toda lengua es política.
Inclusivo versus Real Academia es la condensación del debate de nuestros días. Conservadores de las normas versus progresistas que arremeten quebrando lanzas con instituciones como el patriarcado, los cargos públicos, el lenguaje, su gramática y diccionario. En las calles, en las aulas y también por supuesto en los ambientes de poder: cámara de diputados, ministerios, aulas, mesa familiar de domingo, medios de comunicación.
Pero la discusión sobre la lengua, de la lengua, para la lengua y en la lengua, no es nueva. El lenguaje es una de las instituciones más antiguas de la humanidad y acarrea la historia de tensiones, batallas, silenciamientos.
Hace más de 150 años, Domingo Faustino Sarmiento bregaba también por cambios en la ortografía del español americano. Sarmiento quería simplificar el paradigma ortográfico, que cada sonido tuviera su grafía, decía el sanjuanino, sin duplicaciones (¿para qué usar ce, zeta y ese cuando representan el mismo sonido?), sin excesos (¿para qué la equis si finalmente la pronunciación es ecsesos?) ni signos vacíos (ya sabemos del persistente mutismo de la hache) ni otros yuyos que desconciertan a los aprendices del arte de leer y escribir.
Para el padre del aula, todas esas letras que no se usan, no hacían más que incomodar a las personas a las que él quería incluir en la educación pública. Para multiplicar lectores y escribientes había que simplificar el código, pensaba Sarmiento. Su berretín anti Academia se basaba justamente en su preocupación por la alfabetización de todas las personas, no solo de “los letrados, los literatos, los hablistas, que tienen el latín como guía; para los demás, para el comerciante, el hacendado, las mujeres, los escolares, y en fin para todo el que no quiera sacrificar inútilmente años de su tiempo para saber cómo escribieron sus palabras los Romanos, para todos estos no hai ortografía”.
Sarmiento argumenta y profana: dice del orijen, de la intelijencia, de la onra, de las jentes. Escribe mista, hai, ecepción y otras delicias que hoy constituyen aberraciones para nuestros ojos lectores. Porque la propuesta no funciónó: seguimos escribiendo con la hache muda, la zeta que se pronuncia como ese, la q más la u, la g + u, y otras reglas ya asumidas por muchas décadas de literatura y escuela pública.
Su argumentación contra la Real Academia era netamente política. En su Memoria (sobre la ortografía americana) -que se puede descargar gratis de Bajalibros- el polémico estadista del siglo XIX proponía independizar la lengua local (es decir, la gramática y el diccionario) de sus modos castizos los usos de España para darle la fisionomía de lo que él escuchaba y leía en su cotidianeidad: una lengua vital y en renovación, la lengua de los escritores americanos.
La disputa de entonces era educación pública versus educación de unos pocos. Y la Academia española, según el padre del aula, no se ocupaba de los nuevos alfabetizados sino de resguardar el español de una disputa anterior, la del imperio del latín sobre las lenguas romances, tensiones que venían del latín hegemónico y la Inquisición ante los cuales la Academia (y las Academias del Inglés y del Francés mucho antes) defendían los idiomas locales. De aquellos orígenes data su misión y su lema: limpia, fija y da esplendor. Otras épocas.
Escribe Sarmiento: “El que desee emanciparse de un yugo impuesto por nuestros antiguos amos, el que quiera lavarse de la mancha de ignorante: Olvídese de que hai en el alfabeto estas cuatro letras H, V Z, X. No use la c, sino unida á las vocales a, o, u. No use la y sino en las sílabas ya, ye, yi, yo, yu; en los demás casos ponga i”.
Y también: “A los cajistas de nuestras imprentas diria. Cerrad herméticamente los cajetines donde haya h, z, y n, y no perdereis la mitad de vuestro trabajo en la correccion. A los editores de los periódicos diria—Usad por algún tiempo que, qui, gue, gui, por no ofender los ojos llorosos de los literatos españoles y de los rutineros, que no querrán vencer sus hábitos por quince días en beneficio de nuestra educacion primaria, en beneficio de sus hijos, en beneficio de la fácil difusion de las luces. En lo demás teneos firmes, y abajo con la z, la h, la v y la x”.
Y argumenta, encendido: “Esto es lo sustancial de lo que aconsejaria en materia de uso de las letras para representar nuestros sonidos americanos; y tengo la conviccion de que la América entera aprobaria la idea porque toda ella está interesada en los resultados felices que su adopcion produciria; porque si ha cometido un desafuero en dejar de pronunciar las letras que entregariamos á la proscripcion; porque si no conoce el oríjen de las palabras para saber como ha de escribirlas; porque si en fin nada tiene que ver con las prescripciones tardías de la destronada, Real y estranjera Academia, puede consolarse con que nadie osará venir á pedirla cuenta de su desafuero, su ignorancia y su independencia continentales.”
Una “zonzera” y otra más
Recién en el siglo XX, en 1931, será fundada la Academia Argentina de Letras que jugará otras disputas léxicas y gramaticales alrededor de usos y hablas locales. Como la que planteaba Borges por esos años, en El idioma infinito, un artículo del libro El tamaño de mi esperanza, de 1926, que dice: “Dos conductas de idioma (ambas igualmente tilingas e inhábiles) se dan en esta tierra: una, la de los haraganes galicistas que a la rutina castellana quieren anteponer otra rutina y que solicitan para ello una libertad que apenas ejercen; otra, la de los casticistas, que creen en la Academia como quien cree en la Santa Federación y a cuyo juicio ya es perfecto el lenguaje (esto es, ya todo está pensado y ojalá fuera así)”.
En ese artículo, el escritor se detiene en el debate acerca del uso correcto o incorrecto de determinada preposición en ciertas construcciones (ocuparse de algo / ocuparse con algo, es el caso) y dispara: “me parece una zonzera (sic) el asunto. Lo grandioso es amillonar el idioma, es instigar a una política del idioma”.
Y declara: “Lo que persigo es despertarle a cada escrito la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo. Toda consciente generación literaria lo ha comprendido así”.
Pero para renovar el repertorio de palabras y construcciones es menester que la literatura y los hablantes escuchen, en sintonía fina y con imaginación abierta y dispuesta a tomar vocablos, expresiones, conjugaciones, para nutrirse y hasta emborracharse de los hablas de la calle. Algo que otro literato de épocas de Borges sabía muy bien decir y hacer.
Aguafuertes de por acá nomás
Roberto Arlt caminaba por Avenida de Mayo, Parque Rivadavia, Flores y un poco más allá. Trabajaba en el diario El Mundo y se ganaba el peso que le permitía pagar sus días de pensión, el puchero diario y seguir escribiendo. En una de sus Aguafuertes porteñas titulada (al igual que el libro de Borges) El idioma de los argentinos, Arlt relata: “El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de Chile, nos alacranea de la siguiente forma” (y ya es una fiesta el verbo alacranear, ¿o no?). Arlt cita a Monner Sans: “(…) El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos… La moda del gauchesco pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el lunfardo, léxico de origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos”.
Sigue Arlt: “¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: ‘Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos’, me he echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos ‘valores’ ni la familia los lee, tan aburridores son”.
Y va a fondo: “¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre- que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: ‘y llevó a su boca un emparedado de jamón’. No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la gramática como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la diferencia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros forman una colección pavorosa de ‘engrupidos’ -¿me permite la palabreja?- que cuando se dejan retratar, para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para que se compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus cuerpos”.
Lo que Arlt defiende, una vez más, es la plasticidad de la lengua en relación al uso, al habla, a las impregnaciones de sus hablantes. La renovación lingüística (gramatical, léxica, estructural también) es inherente a cada idioma, porque los idiomas están vivos (y si no son latín, y griego clásico, aunque la noción de “lengua muerta” es también materia de debate en los estudios clásicos: otro tema).
Estaríamos a punto de llamarnos a silencio después de esta intervención de Arlt, porque casi no queda nada por decir, a no ser que ha pasado el tiempo y el tema sigue siendo el mismo. La realidad de la calle, de las relaciones sociales cambia permanentemente: ¿cómo no va a cambiar la lengua en la que se monta y que a la vez revela esa cambiante realidad?
Jubilemos la ortografía
Años más tarde a las intervenciones de Arlt, y desde otra punta del castellano americano, más allá del Ecuador, Gabriel García Márquez reclamó también una renovación ortográfica del castellano – del que indiscutiblemente supo hacer un uso barroco y exquisito – a partir de un precioso relato que empieza así: “A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ‘¡Cuidado!’. El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio usted lo que es el poder de la palabra?´´ Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras”.
En su defensa del cambio ortográfico, García Márquez proponía: “asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”
“Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota” Gabriel García Márquez
El texto de García Márquez es una belleza. Pero es el turno de volver al debate actual, caliente y más: ardiente, que de paso hace rima con el mentado presidente, ente, ente.
En 2019, en la Feria de Editores ocurrida en Buenos Aires, se organizó una mesa de debate titulada La lengua en disputa a la que fueron invitados la crítica Beatriz Sarlo y el lingüista Santiago Kalinowski.
El punto de partida fue la pregunta por la relación entre palabras y realidad, tema que inquieta en igual medida a feminismos contemporáneos y huestes conservadoras, que se sacan chispas en palabras como presidenta, compañeres, todes, entre otras. La pregunta fundamental del debate fue: “¿Cuál es para ustedes el vínculo entre lengua y realidad? Al modificarse la lengua ¿se modifica la realidad?”
“Siempre que hubo un intento de modificar la realidad, eso comportó una serie de elecciones en la lengua”. Santiago Kalinowski
Santiago Kalinowski, después de recordar el ejemplo de los esquimales, que tienen muchas maneras de nombrar el blanco, o de los imprenteros, que tienen muy diversos vocablos para señalar las letras y tipografías, dijo: “Evidentemente existe un vínculo entre la lengua y la realidad. Siempre que hubo un intento de modificar la realidad, eso comportó una serie de elecciones en la lengua, la creación de discursos asociados al intento de mover determinadas cuestiones de lo real”.
El debate por ciertos vocablos es elocuente en este sentido y Kalinowski cuenta un ejemplo contundente: “En su edición de 1927, en el Diccionario de la RAE la palabra independizarse está definida como ‘neologismo inútil por emancipar o emanciparse’ y esto es un siglo después del proceso por medio del cual se habían consolidado todas las independencias americanas”, subraya el lingüista. “Oponerse a la circulación de ese vocablo (independizarse) es un gesto político, hay razones políticas porque la política forma parte de la realidad de los hablantes, y la lengua interactúa con esa realidad de muchas maneras”, puntualiza el especialista.
Expresividad o resistencia
En La lengua en disputa, Beatriz Sarlo señaló un componente polémico en torno al género inclusivo, que en estos días además es una política lingüística, es decir, una política de Estado, que es la imposición: “Soy de la generación que empezó a decir ‘boluda boluda boluda’ desde el tercer grado de la escuela primaria, no acepté esas imposiciones lingüísticas, y acepté otras, en la política por ejemplo y por tanto la imposición me resulta un forzamiento y, en el caso de la lengua, un forzamiento fuerte. La lengua va cambiando con otros ritmos”, dice Sarlo y pone de ejemplo la caída de la palabra nigger en Estados Unidos: “pasaron varias guerras y movimientos emancipatorios para que esa palabra fuera desterrada”.
¿Cuánto tiempo? ¿Cuántas guerras tienen que ocurrir para que una palabra, para que un concepto salga o entre al diccionario y circule sin ruido por la prensa, las aulas o la cámara de diputados?
Kalinowski recoge el guante: “La lucha por el inclusivo es una lucha realmente en serio, que se mide en mujeres muertas, mujeres muertas todos los días (…) las mujeres que no cobran lo mismo por el mismo trabajo, las mujeres que no pueden caminar en paz por la calle, las mujeres que sufren de abusos dentro y fuera del hogar, esa es la lucha del inclusivo”.
Decir la lucha: la lengua es la arena en la que se dirime la batalla cultural, que no es otra que la batalla política. Diputadas y diputados, presidentes, presidentas, alumnes todes, ciudadanas, ciudadanos y ciudadanes: todo lenguaje es político. Y nadie queda fuera de esta batalla.
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