A paso lento pero seguro, el físico y neurocientífico argentino Mariano Sigman camina por la Avenida Figueroa Alcorta en dirección al Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Aunque su muleta, producto de un severo accidente en bicicleta, justifica su retraso -por demás imperceptible- no duda en disculparse antes de dar comienzo a la entrevista con Infobae Leamos en ocasión de su nuevo libro, El poder de las palabras.
Egresado de la Universidad de Buenos Aires, con un doctorado en Neurociencias en Nueva York, un posdoctorado en Ciencias Cognitivas en París y varios exitosos libros de divulgación científica en su haber, en este nuevo trabajo el autor realza el rol decisivo del lenguaje -en particular, la conversación, tanto con otros como con uno mismo- para mejorar las emociones, la memoria y las decisiones de todos los días. Aprender a charlar para vivir mejor.
Somos lo que decimos, sí, pero podemos cambiar aquello que somos si cambiamos lo que decimos y cómo. “Creer que cambiar es posible nos vuelve maleables”, escribe al comienzo del libro.
Relajado, Sigman posa para las fotos hasta que un guardia de seguridad interrumpe la sesión improvisada en la explanada del MALBA por carecer de la autorización correspondiente. “¿Y si vamos a alguna plaza?”, sugiere en una muestra de su actitud resolutiva y de esa buena predisposición, característica que mantendrá a lo largo de toda la jornada.
“Acá a tres cuadras hay una”, dice el científico que, recién llegado de España, donde vive actualmente, se maneja a la perfección en su Buenos Aires natal. La charla, que iba a darse, café de por medio, en el elegante y abarrotado bar del museo, termina siendo en uno de los gastados banquitos de la Plaza Alemania, la misma en la que Sigman solía jugar con sus hijos.
Con paciencia y un genuino interés por lo que una perspectiva distinta a la suya puede aportarle, Sigman cuenta todo sobre El poder de las palabras, su nuevo libro editado por Debate: la importancia de las buenas conversaciones, la maleabilidad de la memoria, cómo controlar -o resignificar- las emociones y el verdadero sentido de la autoayuda.
-¿Cómo surgió la idea de escribir un libro como El poder de las palabras?
-En general, cuando escribís un libro de ciencia suele haber un tema que trabajaste mucho, que conocés exhaustivamente y que en algún momento querés sacar de adentro. Este libro, para mí, fue distinto: yo fui a buscar en la ciencia respuestas sobre mi vida. Siempre pensé que las respuestas a esas preguntas estaban en la ficción. Los primeros textos escritos, la Ilíada, la Odisea, los textos homéricos… son todos ensayos sobre los celos y el odio. Pero en la ciencia estos temas siempre estuvieron bastante relegados. ¿Por qué se nos exacerban tanto las emociones? ¿Por qué hay cosas que nos cuesta tanto hacer? ¿Cómo tener una vida que se acerque más a la vida que queremos? Así empezó el camino del libro, con preguntas que eran sobre la condición humana pero que, sobre todo, eran sobre mí mismo.
-Autoayuda en el sentido más literal de la palabra.
-Este es un libro de autoayuda y yo lo digo sin vergüenza. Pero mientras lo escribía me di cuenta de que era algo que yo no terminaba de aclarar. Estaba implícito, pero no me atrevía a decirlo con todas las letras, incluso cuando la premisa era justamente buscar herramientas para vivir una vida mejor, algo que filósofos y escritores han hecho siempre. A mí me parece que esa es una búsqueda noble, y si encontrás una herramienta que puede tener algún valor o utilidad, ¿qué mejor que compartirla? El conflicto viene con una fórmula que ha estado muy asociada a la autoayuda, que es la promesa de que uno puede lograr las cosas más extraordinarias en la vida con la mera lectura de un libro, sin el trabajo que cualquier cambio conlleva. Yo creo que eso es una estafa.
-¿Tu accidente influyó en este trabajo de alguna manera?
-En marzo de este año, con el libro ya escrito, emprendí un viaje en bicicleta de seis días y 1.200 kilómetros por los Pirineos. Ciclismo competitivo: 120 personas en una especie de “carrera amistosa”. Me accidenté el primer día. Tuve una caída bastante fea en una de las bajadas y me quebré el fémur en nueve partes. Sentí el dolor más intenso que jamás haya experimentado. Es algo que me conmovió muy genuinamente porque de alguna manera me hizo poner en práctica todo lo que yo había pregonado, porque todo el libro tiene que ver con cómo dar perspectivas que te permitan reinterpretar, resignificar o darle un matiz distinto a experiencias vitales.
-En El poder de las palabras hablás sobre la resignificación de las emociones. ¿Cómo procesaste el accidente?
-Había dos narrativas posibles. Una, la de “qué mala suerte que me caí, justo en el primer día de la carrera, entrené un año para esto, que víctima que soy”. Y la otra, que preferí, “qué bueno que iba con 40 personas que me trataron muy amorosamente, si esto me pasaba en otro siglo estaría muerto, qué suerte tengo gente en casa que me ama y que me acompaña, qué suerte que fui a un hospital, qué suerte que voy a estar bien”. Para empezar, eso ya me cambió enormemente. Yo sé que parece demasiado sencillo, pero eso puede alterar radicalmente cómo uno vive algo, más allá de lo meramente discursivo.
-¿Y el dolor?
-A veces puede haber muchas limitaciones: no te podés mover, no podés ir al baño, y eso es una realidad que uno no puede cambiar. La pregunta es qué hacés con eso. Yo elegí vivirlo como un experimento. Digamos que es como comer picante. Al principio uno no lo come porque es rico, sino porque es interesante. Es algo que te muestra lo amplia que es la vida, todos los colores que tiene. Entonces yo elegí agarrarme de eso, o sea, no agarrarme del dolor como algo necesariamente malo, sino del dolor como algo que forma parte de un tinglado de experiencias más grandes. Placer, dolor, adversidad, todo eso es la vida. Hay cosas que son inevitables, que todos vamos a pasar, para las que conviene estar preparado. Es lindo cuando estás surfeando la ola, pero nadie va a estar a salvo al momento en el que caiga la tormenta.
-Vayamos a la memoria. ¿Es posible hablar de recuerdos verdaderos y falsos?
-Ningún recuerdo es real. Todos están signados por la emoción, por el recorte que uno hace. Uno va haciendo las memorias como una película, pero el problema es que el director suele funcionar en piloto automático, y yo lo que retomo en el libro es la idea de que uno tiene un montón de injerencia al momento de escribir su propia película. Digamos que te caés: lo que queda grabado no es que te caíste, es tu explicación. La memoria es como una especie de cuaderno, hay que pensarla como un diario en el que uno, a través de estas historias que se cuenta, empieza a forjar su propia identidad.
-¿Y los recuerdos pueden cambiarse?
-Cuando contás una historia un montón de veces, las cosas empiezan a confundirse genuinamente. No es una trampa ni una mentira: el recuerdo empieza a editarse, se llena de cosas, se borran otras. Se va volviendo mezclado, inconsistente. Esto pone en jaque la fórmula de “lo vi con mis propios ojos”, de lo que doy varios ejemplos en el libro. Por eso retomo algo clave de la ciencia que es el elogio a la duda. Deberíamos bajar la convicción, la certeza. Vemos mucho menos de lo que vemos, recordamos las cosas distorsionadas. ¡Y está bien, no pasa nada! Muchas veces hasta es una virtud.
-¿Pueden pensarse las emociones, además de sentirse?
-Casi todas las emociones son circuitos biológicos muy antiguos en la historia de la vida y tienen sus homólogos en todo tipo de especies e incluso en plantas. Es decir, cumplen funciones muy vitales: ante una amenaza, la mayoría de los organismos intenta escapar o defenderse, y tiene que hacerlo rápido porque si no se los morfan. Las emociones con las que convivimos son algo muy antiguo y, de alguna manera, van a destiempo porque la vida ya no es así. En muchos casos, todas las reacciones que generan esas emociones en el cuerpo, todo el cortisol y la biología del estrés, preparan al cuerpo para hacerles frente a situaciones de riesgo que no reflejan la realidad. Por eso tenemos que aprender a dosificar esas respuestas, entender que a veces, aunque el cuerpo diga lo contrario, no es para tanto.
-¿De qué manera se le puede hacer frente a estas emociones difíciles de controlar?
-Con la resignificación emocional. Nunca es bueno intentar sofocar las emociones, hay que dejar que corran, pero sí tratar de darle otra interpretación, otros matices, otra narrativa. Si tenés mucho miedo porque vas a dar una charla importante, convertirlo en entusiasmo puede ser una solución.
-¿Cuál es la importancia del lenguaje en todos estos procesos?
-El lenguaje le da forma al pensamiento. Pero no solo es el espacio para comunicar ideas, también es la fábrica misma de las ideas. Por eso hay que usarlo con cuidado, a sabiendas de que las palabras que usamos condicionan indefectiblemente la experiencia mental que tenemos.
-¿Qué efectos negativos puede tener?
-Cuando uno dice “me siento mal, “estoy triste” o “no soy bueno en el deporte”, eso es una teoría sencilla a la que se llega a partir de un cuerpo de datos y matices muy complejo, como si fuera la Teoría de la Gravedad. Cuando se llega a esas conjeturas, uno tiene que entender que, a pesar de que sean razonables, también son revisables, como cualquier teoría, y a su vez pueden cambiar. Pero la diferencia entre las teorías de la Física y las de nosotros mismos es que las primeras no cambian eso que describen: la Ley de Newton no cambia cómo los cuerpos se mueven. Mientras que las nuestras sí tienen una fuerza reflexiva, no son simplemente una descripción sino que cambian cómo estás. La realidad se va adecuando a la teoría.
-¿Y cuáles pensas que son los rasgos positivos del lenguaje o, más precisamente, de su puesta en común: la conversación?
-Pensar siempre es conversar. La idea de la fuerza de la conversación no es nueva ni es mía, tiene cuatro mil años. Los griegos entendieron que la manera de aprender a pensar era juntarte con alguien para tratar de encontrar otra perspectiva que te indague, te cuestione. Si somos receptivos, eso puede llegar a ser muy agradable, un momento de placer que es como si te dieran una pastilla de conocimiento, una gota de saber que no estaba y que además tenés que incorporar con el resto lo que ya sabías. Entonces tenés que hacer todo un ejercicio de adecuación, que eso es exactamente pensar. Pero creo que pensar es una de esas palabras que se dicen mucho y se piensan poco.
Quién es Mariano Sigman
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1972.
♦ Se graduó en Física en la Universidad de Buenos Aires. Tiene un doctorado en Neurociencias de la Rockefeller University de Nueva York y un posdoctorado en Ciencias Cognitivas del College de France en París.
♦ En 2006 fundó el Laboratorio de Neurociencia Integrativa de la Universidad de Buenos Aires.
♦ Escribió El breve lapso entre el huevo y la gallina, y La vida secreta de la mente: nuestro cerebro cuando decidimos, sentimos y pensamos, entre otros trabajos.
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