Si de literatura infantil y juvenil se trata, los mejores libros suelen ser aquellos que logran que los lectores en ciernes se enamoren, además de la trama y los personajes, del libro como objeto en sí mismo. Aquellos que tienen algo que los destaque del resto, que expandan las posibilidades de lo que un libro puede ser. Tres espejos: Luna y Espada es uno de ellos. ¿O deberíamos decir dos?
Del premiado escritor argentino Sebastián Vargas, autor de libros como Vikingos en la Tierra Verde, Yuelán y Graymoor, Tres espejos son dos libros en uno. Pero lo llamativo de esta edición es que no tiene tapa y contratapa. Tiene dos tapas: trae una historia por delante y otra por detrás. Luna y Espada pueden leerse primero una y después la otra o bien intercalando un capítulo de cada una.
Luna cuenta la historia de Yue Chang, la hija de un herrero -uno de los cargos más prestigiosos que podía ostentar una persona que no perteneciera a la nobleza- en un pueblo de la antigua China. Un día, cuando se dirigía a la orilla del arroyo en el que cada mañana cargaba con agua su misterioso espejo de bronce, nota que el agua está más turbia que de costumbre. A lo lejos, verá a un joven campesino cuyo sucio y embarrado aspecto no impedirá que Yue se enamore de él. Pero gracias a una guerra que asoló al imperio y obligó a la familia de la joven a emigrar, ambos se verán separados.
Antes, después o mientras tanto, dependiendo de cómo se elija leer este libro repleto de posibilidades, Espada cuenta la historia de Jian Deyán, el joven embarrado que, tras conocer a Yue y enamorarse, deberá huir de la guerra en un barco pirata que lo llevará muy lejos de su tierra y en el que sobrevivir será tan difícil como en tierra firme.
Sebastián Vargas ganó el premio El Barco de Vapor por Tres espejos: Luna y Espada, publicado por la editorial Norma e ilustrado por Poly Bernatene. En este libro para lectores y lectoras de 11 años en adelante, el autor entreteje con maestría dos historias que terminarán enredándose en no uno sino dos finales inesperados. ¿Volverán a encontrarse Yue y Jian? ¿Podrán sortear las tragedias que los separaron y vivir juntos su amor?
“Tres espejos: Luna y Espada” (fragmento)
Luna y Espada
Esa mañana y al igual que todos los días, Yue Chang fue a buscar agua al arroyo. El agua le serviría para beber, para asearse y también para llenar el espejo que llevaba. El espejo, a su vez, la ayudaría a peinarse con mejores resultados.
Aunque Yue tenía apenas catorce años, para la época era ya una joven mujer. Su figura delgada se movía como si no tuviera peso mientras caminaba a paso rápido, y su largo pelo negro, aunque retenido en parte con una cofia de lino, se escapaba por sus hombros y acariciaba su espalda al caminar cual si fuera un abanico de azabache. Llevaba una camisola ancha de algodón blanco, abotonada hasta el cuello y ajustada a la cintura por una cinta celeste de la misma tela; completaban su atuendo una falda holgada color tierra y un par de sandalias de bambú.
Era la menor de cuatro hermanas, hijas del herrero del pueblo. Sus dos hermanas mayores se habían casado hacía años y habían formado sus familias en otros pueblos, por lo que no se veían muy seguido. En cambio, Yue era inseparable de Lixi, la tercera hermana, que contaba apenas con un par de años más que ella. Jugaban y hacían las tareas de la casa juntas; juntas se reían, se contaban los sueños y las penas y planeaban pequeñas travesuras o viajes futuros. A las dos, que nunca habían salido de su pueblo, les fascinaba la idea de viajar, de conocer cascadas, selvas, desiertos, paisajes helados, cavernas subterráneas, animales impensados, árboles de colores nunca vistos. Y en sus juegos y sus sueños, todos esos viajes de exploración y descubrimientos los realizaban juntas también: Lixi y Yue, Yue y Lixi, las dos hijas menores del herrero Hou Chang.
En un pueblo pequeño de la antigua China, el cargo de herrero era uno de los más prestigiosos que podía ostentar una persona que no perteneciera a la nobleza. Por eso en casa de Yue no faltaba comida ni abrigo, y todas las hijas tuvieron la posibilidad, nada común en aquella época, de aprender a leer y a escribir. Lixi era la que más estudiaba, pero Yue la que más fácilmente aprendía; de esa forma, las dos hacían rápidos progresos en la interminable tarea de conocer las complejas letras chinas y dibujarlas pacientemente con tinta y pincel.
Mientras Yue caminaba hacia el arroyo, llevaba colgada de uno de sus hombros, atravesada de izquierda a derecha, una cuerda fina que sostenía sobre su espalda el pequeño y redondo platito de su espejo. Este era un simple cuenco de bronce, grande como un puño, que había recibido como regalo de sus padres. Constituía su única posesión material, la única cosa, además de algunas prendas de ropa y un par de pinceles, que le pertenecía de verdad y no debía compartir con Lixi ni con sus padres.
El espejo era de un color verde tan oscuro que por momentos parecía negro, y estaba decorado en toda su circunferencia con una guarda dorada hecha con líneas finas que parecían dibujar, en su fluir, figuras de dragones y de pájaros, aunque había que tener mucha imaginación para verlos. Yue la tenía, y se había pasado horas mirando esas formas voladoras, imaginando las llamas de esos dragones quietos y los trinos de esos pájaros mudos.
Esa mañana en particular, mientras Yue cantaba despreocupadamente y se disponía a lavarse la cara y llenar su cuenco, el agua del arroyo bajaba un poco turbia. Era la única fuente de agua dulce del pueblo de Pingyang, que estaba situado a orillas del mar y cuya población se componía de muchos pescadores, algunos campesinos y granjeros y un puñado de pequeños comerciantes. Si alguien hubiera preguntado a un habitante de Pingyang por el alcalde del pueblo, el consultado se habría reído de la broma: ese lugar era demasiado pequeño como para tener gobierno. La autoridad principal, que todos reconocían si había que arreglar alguna pelea o tomar una decisión, era la vieja partera, que había ayudado a nacer a casi todos los pobladores de la aldea.
Yue miró arroyo arriba y comprobó de inmediato el motivo por el cual la conocida corriente, siempre tan límpida, se presentaba turbia: allí, a unas veinte brazas, un muchachito de aproximadamente su misma edad se refrescaba, mientras permitía que su caballo bebiera. Era alto y delgado, aunque sus brazos parecían fuertes. Su pelo oscuro, bastante largo y cortado con descuido, le caía sobre la frente.
Tanto el caballo como el joven estaban llenos de barro y el lodo, al desprenderse de ellos, iba formando una mancha marrón que se extendía por el lento curso del arroyo.
—Estás ensuciándome el agua —dijo ella, molesta.
Cuando él la vio, le respondió con insolencia:
—No sabía que el arroyo tenía dueño. ¿Eres la emperatriz, acaso?
Ella se sonrojó de furia.
—Siempre llego al arroyo a esta hora y nunca había visto a ningún mendigo por aquí. ¿Por qué vienes a molestarme?
Escaramuzas
Con el transcurrir de los meses, Jian Deyán se iba acostumbrando a vivir en el mar. Así como antes conocía los momentos de cada siembra y cada cosecha y los cuidados que había que dar a cada animal o planta de la granja, ahora sabía qué vela había que arriar o extender ante cada viento, qué rumbo convenía presentar para avanzar en un mar encrespado. Así como antes manejaba la azada o el rastrillo, Jian ahora podía cortar una pluma en el aire con la espada que le habían asignado: un arma vieja pero fuerte, con la hoja ligeramente curvada y más ancha en el centro que en la base, a la manera en que se las hacía en las islas del sur. Así como antes buscaba nubes de lluvia en el cielo, ahora el color y el olor de las olas le anticipaban tormentas y vientos.
También aprendió cómo tratar a sus compañeros y de qué modo contestarles. Estos eran gente peligrosa, pero semana a semana Jian fue descubriendo cualidades humanas en ellos y llegó a trabar con algunos una especie de amistad. Eran, como él, personas simples, incultas, y algunos habían llegado a ser piratas por situaciones no mucho menos fortuitas e involuntarias que la suya. De otros colegas no intentó siquiera hacerse amigo, y se limitó a intercambiar con ellos solo las palabras indispensables y a mantenerse lo más alejado posible, que no era mucha distancia allí en el barco.
Fang Gang, el segundo de a bordo —es decir, el pirata más importante después del capitán—, era quien con peores ojos miraba a Jian, y a menudo hacía bromas sobre su origen campesino o sobre su llegada, mojado y frío, asido a un tablón en mitad del mar. Jian se reía de esas chanzas y seguía con sus tareas, minimizando las ofensas, porque no quería hacerse de enemigos en su nuevo oficio. Mucho menos, de enemigos tan experimentados y temibles como Fang Gang, con ese pelo negro azabache peinado con coleta —como lo llevaban los guerreros xiongnu del norte— y esos ojos de piedra, tan fuerte que era capaz de abrir un coco con un único golpe de su mano desnuda. Jian cumplía las órdenes de Fang Gang sin chistar y sin demoras, y jamás respondía a sus provocaciones.
Por las noches, el rigor de la jornada se aplacaba un poco, y los marinos, mientras comían su ración y bebían su taza de vino de arroz o de aguardiente de cebada, se trataban realmente como hermanos. Como se decía en la China de entonces, “de noche, hasta las gaviotas son negras”; allí, en la penumbra, Zhen Hé y Fang Gang hacían bromas y daban y recibían historias como cualquier otro pirata, y todos parecían olvidar que Jian era, todavía, apenas un novato.
Los marineros suelen conocer gentes y lugares diversos; también recuerdan infinitas curiosidades, anécdotas y leyendas. En las largas noches, arrullado por el suave temblor de las olas, Jian se asombró con centenares de relatos sobre grandes tesoros escondidos, horrendos monstruos de las profundidades, doncellas de inhumana hermosura, animales que hablan o se visten como humanos, victorias improbables en épicas batallas, y decenas de descripciones del lugar más bello del mundo que es, para cada marino, su añorada tierra natal.
Entre todas esas historias de sus compañeros de tripulación, a Jian le llamó especialmente la atención el relato de un viejo marino que había nacido en el oeste, cerca de las grandes montañas; porque se conectaba, en cierta forma, con su propia vida, con aquel espejo roto que llevaba siempre consigo.
Era la historia de un Monje Loco que había abandonado su monasterio con solo lo puesto y con un espejo de bronce, porque quería convertirse en pájaro, y cada día se miraba en su espejo rectangular para ver si ya lo había logrado, si ya era realmente un ave; pero el espejo siempre le mostraba que, por más que se cubriera de plumas y se pusiera un pico falso, en su interior seguía siendo una persona. El Monje, furioso con su espejo, lo abandonó y se fue a vivir al bosque, rodeado de pájaros, y nunca más se supo nada de él. Poco después, los demás monjes encontraron el espejo abandonado, y se sorprendieron al comprobar que no reflejaba el exterior de las personas, sino lo que tenían dentro: sus deseos, sus intenciones, sus verdaderos sentimientos, su ser más profundo.
Quién es Sebastián Vargas
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1974.
♦ Además de escritor, es profesor de Castellano, Literatura y Latín.
♦ Es autor de libros como Vikingos en la Tierra Verde, Son tumikes, Pingüinos, Piratas, Y dormirás cien años, Yuelán y Graymoor.
♦ Recibió los premios El Barco de Vapor, Cuatrogatos, Destacados de Alija y Ala Delta (España).
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