“Me gusta Buenos Aires, pero acá no me oriento porque me falta el cerro”, me dijo hace años Hernán Rivera Letelier, moviendo la cabeza a un lado y otro. Estábamos a las puertas de su hotel, en el centro porteño. Ya era un autor de mucho éxito, ya ponía “Escritor” en el pasaporte, eso todavía lo asombraba. En la mochila, además de ese asombro tenía un pasado bien diferente: desde los 15 años había sido minero. Lo que se supone que es un minero está muy lejos de lo que se supone que es un escritor.
Sonreía, Rivera Letelier. Satisfecho con su vida. La del minero que se pasaba los ratos libres lápiz en mano. “La Gabriela Mistral”, le decían sus compañero, hombres de manos toscas de pelarle al salitre, como las del propio Rivera Letelier. Ese es el hombre que acaba de ganar el Premio Nacional de Literatura en Chile. “Les mando saludos a los críticos”, dijo hoy, cuando supo la noticia.
Un tiempo antes -antes del día del hotel- habíamos recorrido la mina donde él trabajaba. Un lugar plano, a cielo abierto: el salitre está a ras del suelo. Habíamos conversado durante un par de días, sobre todo en su casa, una casita sencilla en Antofagasta, al norte de Chile.
Rivera Letelier se había hecho famoso por su novela La Reina Isabel cantaba rancheras, de 2009. El ambiente de la novela es la mina, la pampa salitrera. Allí, la Reina Isabel es una prostituta: por alguna ironía del destino, Rivera Letelier recibe el premio el día de la muerte de la Reina Isabel de Inglaterra.
Así presentaba a su Reina Rivera Letelier: “A la del medio le dicen la Reina Isabel, dijo mi amigo. Eran tres prostitutas entrando al patio de los buques de Pedro de Valdivia, y la del medio —melena estilo su majestad británica— era la más vieja y fea de las tres. Larga y huesuda, era también la que vestía de modo más extravagante. Sin embargo, se notaba de lejos que se creía el cuento de su apodo: sus ademanes exhalaban un estudiado aire aristocrático y su andar era de reina”.
Algunos críticos han entendido que se trataba de una “carnavalización” de la autoridad, de un modo de tomársela en solfa, de verla menos poderosa.
La novela muestra una convivencia en las duras condiciones de la mina. Un vínculo tal vez algo idealizado entre esos hombres golpeados y cansados que beben cuando no trabajan y las prostitutas que viven alrededor, en una especie de campamento.
De a ratos, para quienes no somos chilenos el lenguaje es casi incomprensible: a veces porque son términos castellanos que se usan en unas zonas y no en otras, a veces porque se trata de formas populares, locales, de expresión que a tan pocos kilómetros se vuelven extrañas. Por ejemplo: “Terminan de apagarse los sones de la canción mexicana que antecede a la que él quiere escuchar, y en tanto la aguja del tocadiscos comienza a arrastrarse neurálgica por esa tierra de nadie, por esos arenosos surcos estériles que separan un tema de otro, el ilustre y muy pendejísimo Viejo Fioca, paletó a cuadritos verdes y marengo pantalón sostenido a un jeme por debajo del ombligo...”
También llama la atención -y choca- que cuando se habla de las relaciones sexuales con una de la prostitutas, se habla de “ocupar”. “Al llegar a la Oficina, esa misma mala facha la había eximido de ser ocupada gratis en el retén de Carabineros”. No puede ser más preciso y menos eufemístico.
Esos días en Antofagasta, Rivera Letelier habló de ese tiempo escribiendo de a ratos en la mina y de cuando le mostro a un profesor sus textos y el hombre le contestó que mal mal no estaba pero que hay palabras que no se pueden usar en la literatura. ¿Por ejemplo? Por ejemplo, “silicosis”: una enfermedad pulmonar que se produce por aspirar polvo de sílice y que suelen tener los mineros.
No le gustó el comentario: “Chucha –pensó–, mi taita murió de silicosis. Si yo no puedo usar la palabra ‘silicosis’ en un poema... ¿pa’ qué mierda me sirve el poema?”
Así que se dedicó a escribir lo que le servía. La vida de los mineros, la huelga y la matanza de Santa María de Iquique, a la que Quilapayún le dedicó una canción, la vida a su alrededor.
Se le hacen los ojos chinos cuando sonríe. Cuando se burla y un poco se enoja con los críticos que lo maltratan: “Creo que les debe molestar que, de pronto, aparezca un minero sin título universitario, con sólo apenas su enseñanza media completa, que comience a escribir libros y encima se vendan. Los críticos en Chile son muy malos, son comentaristas de libros, ellos me tiran mucha mierda. El día que estos tipos me traten bien voy a tener que pensar qué está fallando. Entre conseguir un buen comentario en el suplemento del domingo y vender veinte mil ejemplares, me quedo con mis veinte mil lectores”, dijo alguna vez.
Tiene 72 años, algunas veces vende más que Isabel Allende, con las manos duras le peleó al lápiz, domesticó las teclas. “No creo que lo merezca. Creo que mi obra sí se lo merece”, dijo ahora, recién premiado. Vale la pena leerlo.
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