Margaret Atwood: qué difícil es desprenderse del pasado

Recuerdo sin nostalgia, (des) amor a una ciudad y notas autobiográficas son los condimentos de “Ojo de gato, la novela de la creadora de “El cuento de la criada” que ahora se reedita. Necesaria y amena.

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Una advertencia antes de introducirnos en el mundo de Ojo de gato, novela publicada en 1988 y reeditada este mes. Aunque está presentada en forma de autobiografía y contada en primera persona, no busca narrar la vida de su autora, Margaret Atwood, sino que se trata de una novela, una construcción ficcional con algunos dejos de referencias autobiográficas.

De más está decir que nunca sabremos cuánto de la propia vida se infiltra en lo narrado, pero tal como dice Atwood en la “Nota de autor” de las primeras ediciones, “esta es una obra de ficción”. Como lectores, tendríamos que evitar el gesto por demás tentador de pensar que lo que vamos a leer, la historia de un personaje ficticio -Elaine Risley, pintora canadiense- es un reflejo directo de la vida de la autora.

Recordemos que Atwood ha estado en boca de muchos en los últimos años por su novela El cuento de la criada o por la serie, adaptación de esta, que ya va por su quinta temporada. Allí, la autora pone en escena elementos distópicos al imaginar un futuro marcado por la tragedia, donde la población femenina ha sido subyugada y forzada a la reproducción bajo un régimen ultra religioso y conservador. Por el contrario en Ojo de gato nos encontraremos con una ida hacia el pasado y un género más cercano al realismo.

Algunos datos biográficos de la escritora y algunos elementos de la novela coinciden: el lugar en el que se sitúa la historia, Toronto, es la ciudad donde Atwood pasó varios años de su vida y el momento histórico que inaugura la narración, la Segunda Guerra Mundial, coincide con el tiempo en el que esta vivió su infancia. Además, una narración en primera persona (ese “yo” que a su vez es el personaje principal) puede hacer que confundamos las categorías de autor y personaje con bastante facilidad.

La historia comienza con la protagonista, Elaine, ya adulta y consagrada como pintora en un viaje a Toronto, la ciudad donde ha transcurrido casi toda su vida pero en la que ya no habita, para asistir a la inauguración de una muestra donde se expondrán las obras más icónicas de su trabajo a lo largo de los años.

Los hechos no se cuentan de manera lineal sino que se utilizan retrospecciones, flashbacks, que nos remiten a la infancia, adolescencia y ese período inclasificable entre los 20 y los 30 años de la pintora y tienen como protagonistas a su padre, su madre, un hermano intelectual e incomprendido y Carol, Grace y Cordelia, amistades que ha entablado en su infancia.

"El cuento de la criada", la serie.
"El cuento de la criada", la serie.

Esta elección de entremezclar presente y pasado no hace que la lectura sea compleja o confusa porque en un gesto casi de amabilidad con el lector, el recuerdo se va reponiendo de manera ordenada y las idas al pasado siguen una cronología específica. Primero la guerra, luego la posguerra, pasando por la infancia en Toronto, la adolescencia y la vida universitaria, su primer matrimonio y el nacimiento de su hija hasta llegar a su segundo matrimonio, es decir, el presente.

Sin embargo, esto no significa que pasado y presente constituyan dos espacios completamente divididos y absolutamente diferenciados. Toda la novela se encarga de ilustrar cuán difícil es pensar que el pasado no ejerce una influencia central en nuestras vidas o que efectivamente es posible quebrar de manera definitiva el vínculo que une a las dos temporalidades. Tanto el presente como los recuerdos están narrados en tiempo presente, mostrándonos que dividir estos dos momentos de manera tan tajante parece en sí mismo, un imposible.

Como un fantasma

El pasado de Elaine también reaparece en forma de arte ya que las personas más significativas y los momentos formativos de su vida se transforman en materia para construir sus cuadros, su ficción. El pasado vuelve como un fantasma irrefrenable y en lugar de resistirse a esta idea y forzar el olvido y la clausura, la protagonista elige incorporarlo a su presente, repensarlo y representarlo.

Durante la infancia y adolescencia, el foco no está puesto únicamente en las personas que fueron parte de su vida en Toronto, sino que también se le da importancia a la guerra y a la ciudad misma, que de alguna manera devienen personajes con sus conflictos y transformaciones.

La guerra y el paso del tiempo han modificado la geografía del espacio urbano y a través de la comparación (“antes” y “ahora”) la narradora construye un retrato de cómo percibía Toronto en el pasado y cómo lo hace ahora, a su regreso, años más tarde.

La ciudad es otra

No es únicamente ella quien ha cambiado, la ciudad también lo ha hecho al transformarse en ciudad cosmopolita. Donde antes estaba Eaton’s, un comercio con sus entretenidos catálogos de moda, ahora hay “un enorme edificio, lo que llaman un complejo comercial”, lo que antes eran los “tranquilos mostradores de vidrio con cantos de madera, llenos de guantes en los modelos estándar, discretos relojes de pulsera” ahora se ha convertido en una atmósfera saturada de contenido, una feria de cosméticos.

La prosa abunda en descripciones de las costumbres de época, definitivamente realistas, a partir de los años 40 de guerra y luego posguerra. Estas sirven como instantáneas de un momento histórico, un registro de cómo funcionaban las cosas y de cómo los hechos traumáticos afectan a una sociedad entera: el difícil acceso a la educación en tiempos de conflictos bélicos, las constantes mudanzas, el racionamiento de los alimentos, la falta de empleo, la destrucción de los hogares, las amistades marcadas por el secretismo y el control o los distintos estereotipos de la época que se imponen y reproducen (cuál es el lugar de las mujeres, qué imagen debe dar una familia, qué implica ser una buena niña o cómo la religión debe estar presente en la crianza).

La novela nos recuerda que Canadá tuvo un rol en la Segunda Guerra y que por más que el conflicto no haya sucedido en tierra canadiense, la cotidianidad se vio afectada por ella. El padre de la protagonista frena su carrera como biólogo para internarse en el campo y sobrevivir de la comida que encuentran, el colegio se suspende y pasa a un segundo plano al no tener fecha de retorno hasta que termine la guerra y la familia no tiene una casa fija sino que, como nómades, pasan de un camping a otro.

El ojo de gato

La importancia de la infancia se ve representada a través del ojo de gato, una canica de vidrio con la que los niños jugaban en el colegio cuando Elaine era pequeña, que elige guardar como una suerte de amuleto al que se aferra en tiempos de dificultad. Ahora bien, aún teñida de cierta nostalgia, lejos está de ser una novela que romantice el pasado bajo la fórmula “todo tiempo pasado fue mejor”.

Esto no es así porque los recuerdos, en lugar de estar teñidos de alegría y disfrute, están empapados por el miedo a la guerra, la desigualdad de género, la violencia familiar, el maltrato infantil, los secretos y el silencio. Es para desentrañar estas cuestiones que la narradora fuerza el recuerdo y revisita los hechos de su vida mirándolos en retrospectiva desde la adultez. Tal vez en este gesto encuentre una manera de sanar las marcas dejadas por el dolor y la violencia.

El feminismo atraviesa toda la narración pero está tratado de manera tal que nunca cae en la obviedad del manifiesto o el gesto aleccionador. Casi parecería que la novela, al igual que su protagonista, es feminista de manera accidental, como una consecuencia de algunos hechos que tuvieron lugar en su vida. A veces no hace falta que los personajes den discursos plagados de teoría feminista para que una novela también lo sea, a veces solo podemos limitarnos a describir hechos concretos, dinámicas familiares, conversaciones entre personas, para identificar allí la desigualdad y la opresión.

Margaret Atwood, la autora de "El cuento de la criada". (Getty Images)
Margaret Atwood, la autora de "El cuento de la criada". (Getty Images)

Este tratamiento de la cuestión de género vuelve al texto definitivamente moderno y llevadero, con una narradora que no busca agradar o ser condescendiente para ser aceptada por los personajes más jóvenes que la rodean y por la modernidad, sino que en su lugar expone las tensiones, los límites, la incomodidad de haber crecido en los años 40 y llevar todo el peso de la guerra, el machismo y una sociedad consumidora en sus hombros.

Otro de los puntos fuertes de la novela, que atraerá a los amantes o curiosos del mundo del arte contemporáneo, es que nos sumerge en las distintas formas de arte y los debates que se dan en torno a estas. La muestra en Toronto de Elaine no es una muestra de sus últimas pinturas sino una retrospectiva de toda su obra, así como la novela es una retrospectiva de toda su vida. Esto implica que necesariamente está obligada a ver el trabajo de todos esos años colgado en una galería moderna y alternativa, sintiéndose ella puro pasado, una artista “pasada de moda” en un mundo de artistas jóvenes a quienes no cree comprender.

En las diferentes conjeturas que hacen los visitantes de la galería sobre las pinturas se demuestra cuán imposible es prever el sentido que el público le dará a las obras de arte una vez que estas están expuestas. Ya no importa la idea original del artista, si este buscaba retratar a la madre de una amiga o su pasado religioso, eso que fue realizado con un sentido y en un momento específico escapa del control de su creador y ahora espera que nuevas miradas y nuevas voces hagan sus propias interpretaciones y le otorguen nuevos sentidos.

Ojo de gato es una novela necesaria como también lo es su reedición, más de 30 años después de su publicación original, ya sea porque representa un ejercicio del recuerdo, una instantánea de época, una carta de (des)amor a una ciudad, una mirada hacia el mundo del arte o simplemente por el placer que genera leer una novela actual, bien construida, inteligente y por demás disfrutable.

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