Desde el comienzo de la historia, la naturaleza siempre fue una de las principales fuentes de inspiración de la que el ser humano se ha servido a la hora de crear obras de arte. Las primeras pinturas rupestres consistían en representaciones de los animales que, hace 40 mil años, capturaban la atención de aquellos primeros artistas. Leones, hienas, caballos, ciervos y bisontes adornan las paredes casi intactas de cuevas alrededor del mundo. Incluso algunos animales que hoy están extintos quedaron plasmados para la posteridad gracias a estas primigenias obras de arte.
Pero, más allá de la inspiración que suscitaron el el ser humano, ¿puede hablarse de una obra de arte creada por -y para- animales? ¿Existe el arte en el mundo animal? Como demostró en su libro El sentido artístico de los animales, el filósofo francés y profesor de Estética de la Sorbona, Étienne Souriau, pensaba que sí.
Entre el rigor científico de su obra filosófica y la mirada poética del observador atento de la naturaleza y su belleza, Souriau se encarga de analizar con minucia diversas creaciones que todo tipo de animales llevan a cabo y que, según él, dan cuenta de su sensibilidad estética. Pero no comete el error de pensar las posibilidades de un arte animal desde una perspectiva meramente humana: “Si bien hace falta evitar todo antropomorfismo al estudiar al animal, no está mal a veces hacer un poco de zoomorfismo al estudiar al hombre, cuya lucidez y poder de razonar con mucha frecuencia se exageran”.
Pájaros que se pintan a sí mismos de azul, avispas que moldean hermosas vasijas, mamíferos que cantan, bailan y hasta construyen preciosos jardines en los que realizan ceremonias. En El sentido artístico de los animales, editado por Cactus, Étienne Souriau logra transmitirle al lector una nueva forma observar la naturaleza y su estética: fuente de inspiración, sí, pero también de aprendizaje.
“El sentido artístico de los animales” (fragmento)
Estética del movimiento
Pequeño galope del caballo, que golpea la tierra al ritmo del anapesto, zigzags trazados por la serpiente que avanza y se desvía a la vez sobre la arena, brusca caída vertical de la araña detenida de repente al final del hilo que muy pronto ovillará para volver a subir, deslizamiento aéreo del cernícalo que se eleva en círculos o de la gaviota rozando las olas, vuelo remado del cuervo que atraviesa el valle a grandes aletazos, ascenso saltarín de la ardilla que enfila hacia las ramas altas del árbol, aguijonazo brusco de la avispa, vivaz y cuidado aseo del ratón sentado sobre su parte trasera, obstinación del perro al triturar el hueso, zambullida del cormorán, coletazo que propulsa al lucio como una flecha hacia su presa: ¡cuántas acciones y movimientos variados y veloces del animal!
Y qué contraste con la lenta suavidad de los movimientos que hace la planta en su sueño perpetuo: pulsación del follaje creado y abandonado por el arce a un ritmo anual, tranquilo crecimiento de sus raíces capaces poco a poco de levantar la pared vecina y quebrarla; apertura y cierre de las corolas de ciertas flores, según que el sol las alcance o las abandone; gesto investigador del tallo del convolvulus, que palpa suavemente el espacio para encontrar un tutor y enrollarse con un movimiento mucho más veloz, pero no obstante tan lento que el ojo humano no percibe nada de manera directa.
Se sabe que, filmados y luego proyectados de manera acelerada, esos movimientos vegetales se vuelven de repente extraordinariamente expresivos y llenos de gracia o de aparente decisión. Pero subsiste una profunda diferencia entre el movimiento vegetal y el movimiento animal, más allá de esta diferencia de tempo que tal vez solo tenga tanta importancia para la sensibilidad a escala humana. Los movimientos de la planta son realizados dentro de un profundo sueño. Pues la afirmación de una evolución global de la vida hacia la sensibilidad y la conciencia es una visión extendida y falsa, sostenida con frecuencia por la filosofía.
En realidad, el esquema de la evolución se parece a esa inflorescencia que los botánicos llaman “cima unípara”. De vez en cuando, una rama se separa del tallo bifurcándose en el sentido de una vida cada vez más inteligente y consciente, pero las otras cepas continúan viviendo, prosperando. Paralelamente a la vida animal, la vida vegetal se propaga incansablemente, evoluciona, se perfecciona, sin no obstante salir de su letargo. Más lenta en sus movimientos, pero más paciente, más flexible, más insinuante que la vida animal, la del vegetal es incluso más conquistadora: es la que se apropia primero de cualquier terreno virgen, aluviones, taludes recientes, río volcánico. Y sin dudas, en las últimas eras de la tierra, sobrevivirá todavía algún tiempo a la vida animal. Sin jamás ser despertada.
Pero, en la existencia turbulenta, en el estado alternativamente dormido y vigilante que caracteriza a los animales, los movimientos son de un tipo completamente distinto. No solamente su tempo puede ser más veloz, sino que sus ocasiones son también diferentes. Su vivacidad encuentra su incitación principal en los tonos diversos y a veces brutales de una sensibilidad afectiva intensa. Es el dolor lo que hace saltar fuera de su hoyo en el barro al búfalo picado por la hippobosca; es la codicia lo que hace temblar al gato mientras avanza paso a paso, presto a saltar sobre su presa; y es el miedo –el miedo, esa base fundamental y casi continua de los acordes de la vida salvaje– lo que hace huir a toda velocidad al antílope o al ñu en la sabana africana, o hace volar de repente a la gaviota posada sobre la playa cuando se aproxima el hombre o el perro.
¿Hace falta añadir condicionamientos estéticos a esta lista de condicionamientos afectivos de los movimientos animales?
Seguramente sí. No tienen la nitidez, ni sobre todo la pureza de los condicionamientos por el miedo o el hambre. La mayor parte de las veces están implicados en los procesos de funciones más fundamentales, a las que no caracterizan. Por ejemplo, sabemos que están frecuentemente vinculados a la vida sexual; y el instinto sexual es suficientemente potente como para contrabalancear el hambre o el miedo cuando el urogallo común prosigue su danza amorosa o dos petirrojos sus graciosos y alborozados bullicios, preludios del amor, incluso cuando se acerca un hombre: parecen no verlo o no temerle, hechizados como están por su fervor. Pero si bien esta esteticidad no es el único ni el principal factor de este fervor, es sin embargo potente; a tal punto que frena y retarda la conclusión natural del cortejo, a fin de que los ritos que lo ennoblecen se cumplan según las reglas. Estudiemos estos hechos ordenadamente.
Gracia, potencia, agilidad, ritmos de carrera, vuelo y natación bien organizados, en los movimientos corrientes de la locomoción animal hay mucho con lo que despertar intereses estéticos en el observador humano. Desde sus orígenes, el arte animalista ha sentido ese interés y se ha consagrado al problema de restituir, en la inmovilidad de la imagen, la carrera del reno, el nado de un cérvido atravesando un río, el galope del caballo o el salto del delfín por encima de las olas. Y ahora el cine, traduciendo lo móvil a lo móvil, le ofrece al arte el poder de utilizar directamente la expresividad estética de esos movimientos animales, como a la ciencia la posibilidad de analizar sus mecanismos.
Pero surge aquí la pregunta inevitable y fundamental. Ese alce que atraviesa con semejante aspecto de potencia y con agraciada desenvoltura un lago canadiense, ¿es el artista de ese espléndido espectáculo? Ese mono que recorta de rama en rama, entre las frondosidades de la selva brasileña, sus graciosos festones de acrobacia, ¿experimenta algo de los sentimientos mediante los cuales la joven trapecista que se exhibe en un circo tiene conciencia del valor estético de su número? Esta esteticidad que nos impresiona tan vivamente en el comportamiento de un animal, ¿debemos cargarla a la cuenta del espectador humano y su sensibilidad apreciativa o a la cuenta del animal y su sensibilidad motriz?
Hay muchos indicios de la sensibilidad del animal a las buenas formas del ritmo. Todo verdadero hombre de a caballo sabe cuán susceptible a esto es su montura –lo suficiente como para rebelarse brutalmente contra el jinete que no tiene el suficiente cuidado–. Se conoce también la euforia del caballo cuando se lo lleva a la velocidad justa, y su agotamiento, en ocasiones su angustia (suda y mastica el bocado), cuando se lo obliga con destreza a movimientos cuya coordinación rítmica todavía no ha conseguido, la ley de lo más fácil. Es cierto que aquí hablamos del animal adiestrado.
En el animal salvaje, alcanza con observar los aires (término técnico que responde a hechos precisos de ritmo y tiempo). No se puede dudar de que, por automáticos que sean en su detalle los reflejos que los aseguran, su conjunto está bajo la supervisión de una sensibilidad. El ave planeadora, águila o gaviota, nos ofrece una demostración evidente cuando la vemos, sobre una columna de aire ascendente o impulsada por el viento, buscando el ritmo justo de los círculos que describe para subir, y luego, una vez hallado el ritmo, confiándose a él con soltura.
Asimismo, el desplazamiento del mono a través de la selva, de árbol en árbol, sería impracticable, tal como ocurre, si no hubiera en él una modulación permanente de los ritmos, continuamente adaptados en su figura y su tempo a las circunstancias diversas, con una precisa búsqueda formal del arabesco que mejor permite la soltura agraciada en la ejecución. En resumen, sería impracticable si no hubiera intervención, en el movimiento mismo, de cierta sensibilidad estética.
Ahora bien, no cabe duda de que esta esteticidad de los movimientos puede ser sentida, al menos en el animal superior, de una manera tan próxima al estado consciente que puede alcanzar el pensamiento animal. Quien escribe estas líneas tuvo un día la buena suerte de tener un testimonio precioso de esto por observación directa.
Es cierto, estaba en el zoológico (en Vincennes, en la isla de los gibones), pero nadie duda de que la escena hubiera sido similar y tal vez mejor en la naturaleza.
Una hembra de simio gibón intentaba hacer trepar en el árbol a su cría. Donde lo ponía, el pequeño se agarraba fuerte, sin querer intentar nada para subir; y, en cuanto su madre se aproximaba, se lanzaba a sus brazos.
Entonces aparece el padre. Adopta ciertas posturas; grita silenciosamente: “¡Mírame!”. Se pone donde estaba su torpe bebé y comienza a darle una lección, mediante el ejemplo. Se cuelga de una rama del árbol y comienza a moverse, en cámara lenta. Con una extraña calma, asciende y vuelve a descender a las ramas bajas, efectuando los movimientos con amplitud, tranquilidad, suavidad, y a veces separándolos.
Asombraba su elegancia y gracia. Y no podía dudarse ni por un solo instante de la intención espectacular, así como del carácter voluntario de una ejecución capaz de suscitar la emulación, servir de modelo, despertar el deseo de un ejercicio tan bello. “¡Mira qué simple es! ¡Y qué admirable! Seguramente, sentirás que se despierta en ti la vocación. Seguramente, vas a decir et ego sum artifex, y a convertirte, con mi ejemplo, en un maestro del espacio en tres dimensiones”. Por supuesto que lo formulamos nosotros, incluso con una pizca de humor; pero con mucha seriedad afirmamos que lo que se acaba de decir estaba realmente en el pensamiento del gibón, aunque de un modo informulado, implícito y umbroso. ¿Pero es seguro que era más umbroso que muchos pensamientos humanos, aquellos que permanecen informulados?
Quién fue Étienne Souriau
♦ Nació en Lille, Francia, en 1892, y murió en París, Francia, en 1979.
♦ Fue un filósofo especialista en Estética.
♦ Además de escritor, fue profesor en universidades como la Sorbona, Lyon y Nanterre.
♦ Es autor de libros como El sentido artístico de los animales, Los diferentes modos de existencia y Tener un alma. Ensayo sobre las existencias virtuales.
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