Cosas que disfrutamos porque no somos animales racionales sino monstruos que imaginan

La ficción va hondo hacia adentro de cada uno y disfrutarla es signo de libertad. Tres novelas de Jesse Ball, un escritor joven que nos mira y nos muestra desde la infancia.

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Jesse Ball, un escritor con
Jesse Ball, un escritor con voz propia.

Sigmund Freud decía que los escritores nos llevan la delantera. También ocurre que la literatura permite plantear cuestiones que, de otra manera, sería complejo transmitir (con conceptos, explicaciones y desarrollos teóricos).

La magia de la narrativa está en que a veces alcanzan unas pocas líneas para lograr un efecto de comprensión para el que no alcanzaría un tratado. Un buen escritor no es quien escribe bien, sino quien nos introduce en un mundo.

Lo demuestra ese breve relato de Julio Cortázar que se llama Amor 77:

“Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten y, así progresivamente, van volviendo a ser lo que no son.”

¿Cuántos libros de psicoterapia de pareja, cuántas reflexiones sobre los vínculos en el mundo contemporáneo, o sobre el amor, la liquidez y varios términos en inglés, evitaríamos si leyésemos con profundidad estas dos líneas? Un buen escritor es quien nos introduce en algo más que una cosmovisión; es quien arroja un rayo de luz en la complejidad de un modo de vida, un manojo de sentimientos y una situación existencial.

Los ojos de Julio Cortázar
Los ojos de Julio Cortázar en la plaza que le rinde homenaje en Chivilcoy en la esquina de 9 de Julio y Emilio Mitre

Los escritores nos llevan la delantera –insisto con la idea de Freud–, porque gracias a ellos conseguimos una comprensión afectiva de la realidad, para la que justamente no son suficientes las palabras. A través de estas, una historia bien narrada transforma a un lector y no le brinda solamente información o argumentos intelectuales. Cuando es de buena calidad, la literatura no justifica la vida, sino que da ganas de vivir, hace la vida vivible.

Estas ideas son las que empecé a desarrollar mientras leía las novelas de un escritor que conocí este año. Es un escritor muy joven, nacido en 1978, pero que ya consiguió desarrollar un universo narrativo personal y fascinante. Tiene algo más que estilo, diría que elaboró un arte y un modo de tratar las palabras, por fuera de las maneras habituales de contar historias, que –pienso– me permitiría reconocer una próxima novela suya incluso antes de mirar el nombre del autor en la portada.

Muchas veces hacemos el ejercicio contrario: miramos quién es el autor y si es más o menos una personalidad notoria, le concedemos valor a su obra. Sin embargo, muchos de los “grandes escritores” de este tiempo no tienen una escritura propia. Cuentan historias, muchas veces a partir de una anécdota personal, o con una trama que es relevante para la sociedad en que vivimos. Con Jesse Ball ocurre lo contrario. Más bien diría que este joven escritor es un defensor de la ficción en sentido estricto como recurso literario.

Sigmund Freud. (Getty Images)
Sigmund Freud. (Getty Images)

¿Qué es una ficción? La ficción no se opone a la realidad ni a la verdad. Un relato es ficticio cuando tiene que ser analizado de acuerdo con su propia construcción interna, cuando nos impone su propio criterio de verosimilitud. Para leer ficción es preciso entregarse a la voz de un narrador que, durante una cantidad de páginas, nos hablará como quien despliega un abanico o construye un mapa ante nuestros ojos. En la lectura de ficción siempre se trata de entrar, o de quedarse en la puerta –en la tapa o en la solapa. El lector de ficciones es alguien a quien le gusta que le hablen y, de alguna forma, se deja seducir por esa voz encantadora que habla más acá de los hechos relatados.

Por eso hay personas que pueden leer ficción apenas durante un breve tiempo, o en situaciones muy puntuales. Luego prefieren leer libros más científicos, o que digan algo que sirva para actuar en algún contexto; libros que narren hechos que se puedan corroborar o que hagan un análisis aplicable a un objetivo exterior. Leer literatura de ficción es para otro tipo de personas, quizá más necesitadas del placer de ser seducidas a través de la escucha. Una amiga suele decir que “Mentime que me gusta” es la pasión básica de que nace el goce de la ficción en el ser humano; no porque el narrador nos engañe, sino porque incluso el engaño es consentido, cuando nos deleitamos al escuchar a alguien.

En la misma línea creo que podría decirse que algo parecido nos ocurre con las canciones de amor: “suenan mal y nunca tienen razón” –dice Andrés Calamaro–, pero no por eso las dejamos de escuchar. ¿Hay persona más libre que la que condesciende al placer de poner entre paréntesis sus intereses prácticos, para disfrutar de una voz que no tiene otro fin que el de durar y extenderse plácidamente en la creación de sucesos?

(Foto: Freepik)
(Foto: Freepik)

Los escritores van delante porque son capaces de crear y, a partir de sus creaciones, le dan al lector la chance de re-crear en su interior la más importante de las facultades psíquicas: la libertad de la imaginación. El ser humano no es un animal racional, sino el monstruo que vive de lo que imagina. Quizás el ser humano mismo sea también una imaginación de algún otro ser desconocido.

Así es que ya puedo presentar los universos de Jesse Ball, en los que las cosas ocurren fuera del tiempo, en recorridos que prescinden de las fechas y los paisajes del mundo que conocemos como “real”, pero que se viven con una intensidad magnética, como si fuéramos un personaje más, a la espera de ser el siguiente. ¿El siguiente para qué? Eso es lo que Ball no va a decir, porque en sus libros siempre hay lugar para la experiencia de lo inefable. Como si la literatura fuera mostrar alusivamente una escena y, luego, quitar un velo. El lector tendrá que ver qué ocurre, en el libro no estará escrito. Ball es un maestro para contar historias en las que se llega a la página final y, en lugar de sentir que algo concluyó, más bien tenemos la impresión de que la “cosa” recién empieza.

Vayamos a las tres novelas que voy a comentar.

Toque de queda (2011)

En esta primera novela –de las que leí– lo más sorprendente es el escenario kafkiano en que nos introduce. Esto es inevitable. Cuando leemos a Ball tenemos diversas reminiscencias de otros escritores que, a pesar de las diferencias, tienen la misma singularidad; es como si Ball hubiera sido capaz de tomar lo mejor de otros, no para ser como ellos, sino para decir lo suyo. Entonces, estas reminiscencias no opacan su originalidad. Un buen escritor se parece a muchos otros, porque así es que reconocemos su talento.

Toque de queda, aires kafkianos.
Toque de queda, aires kafkianos.

Dije que el escenario era kafkiano, porque se trata de una ciudad en la que desaparece gente sin que sepamos muy bien por qué. Detrás de las operaciones está un gobierno anónimo del que no es posible decir mucho y personajes que solo saben que tienen que cuidarse, dado que podrían ser acusadas –sin saber de qué. Este es un párrafo que bien podría haber firmado Kafka:

“¿Cómo hacía la gente del gobierno para reconocerse? La sencilla respuesta, la verdad del asunto, a juicio de William, era que no se reconocían. Muchos hombres del gobierno eran capturados por otros hombres del gobierno y llevados a la enorme celda de exterminio que según los rumores estaba en el centro de la ciudad (nadie la había visto). Una vez que lo capturaban, podrían decidir si decía la verdad o mentía. Era un pequeño contratiempo que les permitía actuar sin uniforme, operar con impunidad.”

Uno termina de leer estas líneas y no sabe si reír o sentir el escalofrío que también se siente cuando se lee una novela como El proceso. Sin duda también estamos cerca de 1984, la novela de Orwell. Y hay algo de teatro de marionetas, del que es difícil escapar; pero, ¿quién es William? El protagonista. Un violinista que, en este nuevo orden totalitario, tuvo que abandonar su oficio y, entonces, se dedica a redactar epitafios a domicilio. Llega a la casa de quien lo pide, saca su libreta, toma un lápiz negro y se dedica a la ceremonia de elegir las palabras que irán en la lápida. Concluido el acto creativo, rompe el lápiz.

[Varias ediciones de “El proceso” se pueden comprar, en formato digital, en Bajalibros, clickeando acá.]

Además, William tiene una hija muda. Este no es un detalle menor. Es una de las ideas que más quiero desarrollar en estas líneas: el universo literario de Ball es el de los niños; no el de la infancia, sino un universo en que hablan niños que no muestran las características de lo infantil.

Hablan niños, como podrían hablar inspirados o locos; aunque aquí se trata de una niña muda, que no habla, pero que, cuando –en cierta ocasión– el padre la deja junto con unos vecinos, a partir de un juego representa una escena lúdica que desplaza el eje de la novela. El padre desaparece y a través de esta escena en la escena –como en un drama de Shakespeare– nos introduce en una fantasía de origen. No contaré más, pero sí diré que este procedimiento es el que mencioné más arriba cuando dije que concluye la novela y, antes que la sensación del fin, tenemos la impresión de un comienzo.

Cómo provocar un incendio y por qué (2016)

Si en Toque de queda tenemos un narrador cómplice con los pensamientos de William, que progresivamente cede la voz a la hija muda, en Cómo provocar un incendio y por qué nos encontramos con la voz franca y diáfana de una adolescente sin adolescencia, que quizá tuvo que ocuparse demasiado pronto de su vida. El comienzo de la novela muestra claramente el carácter magnético de la voz de esta muchacha:

“Hay gente que odia a los gatos. Yo no, es decir, personalmente no odio a los gatos, pero entiendo por qué hay quienes los odian. Creo que todo el mundo necesita tener una causa, y la de algunos es odiar a los gatos, y no los juzgo. Cada persona necesita tener alguna cosa especial que debe hacer. Es más: no debería contárselo a nadie. Debería mantenerlo completamente en secreto, tanto como le sea posible.”

Luego de leer este comienzo, vino a mi mente la frase inicial de Plegarias atendidas, de Truman Capote: “En algún rincón de este mundo vive un filósofo excepcional, una chica…”. Cuando terminé de leerla, pensé que esta novela bien podría ser un equivalente actual de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.

¿Qué podría contar de Lucia Stanton, protagonista de este libro? Desenfadada, nihilista, irónica, hija de una mujer loca, que vive con una tía empobrecida, pero que funciona como un sostén, delirante y anti-sistema. ¿Y su padre? De él conocemos su emblema, una reliquia, el encendedor que Lucia mima y cuida, porque no es un recuerdo de su padre, sino una parte de su padre, como si fuera un tótem (“cada que alguien lo toca queda un poco menos de mi papá en el encendedor”).

Ese encendedor es más que un amuleto, porque Lucia pasa a formar parte de una orden de incendiarios, una Sociedad Secreta del Fuego –que parece el reverso del gobierno invisible de Toque de queda. Lucia hace de ese símbolo del cadáver de su padre la causa de una reivindicación que no tiene otro fin que mostrar el artificio de cualquier solución. Todo arderá, solo quedarán las cenizas. Esta es una constante en las novelas de Ball: no esperemos una superación, que venga algo mejor; no hay salida, pero tampoco es que estemos atrapados, descubrir el juego es aprender a habitar la falla.

Escuchemos a Lucia:

“El mundo es absurdo. Es voraz. Es codicioso e infiel. Es salvaje este lugar que habitamos, ¿no es cierto? Pues tendremos que encontrarle algún sentido. […] tenemos un propósito: vamos a prenderlos fuego. […] Estás sentado con este panfleto en el interior de una casa o en algún banco, y alrededor tuyo hay un barrio y más allá otros barrios. […] Querida amiga, querido amigo, fija todo tu anhelo en ese edificio. Vas a incendiarlo.”

Así como Toque de queda tiene una representación dentro de la novela (una escena en la escena) aquí tenemos un libro dentro del libro, a través del cual Lucia expone mejor su interpelación al lector y convierte la novela de Ball en una conversación íntima a partir de la cual quien lee adviene como personaje. El tramo final de la cita que mencioné también será útil para comentar la siguiente novela, que presenta un paisaje apocalíptico, como si se tratara del mundo después de una gran conflagración.

Los niños 6 (2022)

“¿Quién dijo que un niño es algo? Un niño no es más que lo que le ponen dentro”, dice el narrador de Los niños 6, la más reciente de las novelas traducidas de Ball, en la que vuelve a mostrar que es un gran creador de atmósferas y que maneja tanto la primera persona como la tercera en sus distintas variedades.

Una mañana un muchacho se despierta con unos golpes y ve a su madre muerta y a su padre morir. En el mundo ya no habrá más adultos y nunca sabremos el motivo. Entonces comienza un éxodo en el que, acompañado de su hermana ciega, se conforma una reunión de niños que funciona como una compañía visionaria.

Sin embargo, el paisaje apocalíptico se transforma de a poco en un mensaje evangélico: el muchacho es capaz de traer la voz de los muertos y, como si fuera un médium, profetizar. En este punto, la historia es una reflexión inteligentísima sobre la infancia y sus dones, pero también acerca de las condiciones de lo social y los vínculos, como lo demuestra el último de los seis niños que, ya convertido en adulto, expone una madurez aterrada, sin reconciliación con el crecimiento:

“Dejemos de hablar de niños de papel, de muertes de papel [esta podría ser una alusión a la representación en Toque de queda]. Dejemos de hablar de ciudades o incendios [aquí es clara la referencia a Cómo provocar un incendio…] Yo que escribo estas páginas puede que haya muerto hace cien años, mil años, pero al sostenerlas entre tus manos tú extraes de ellas un poco de mi vida como sangre. Es decir, te ofrezco mi compañía. En este momento estoy en una habitación en Chicago [recuérdese el llamado al lector –”en una casa o en algún banco”– en el panfleto de Cómo provocar un incendio…]: ignoro de qué manera necesitas de mí. Escribí este libro para una persona que no conozco, cuyas circunstancias se encuentran irremediablemente más allá de mi alcance. Tal vez lo que te brinde este libro sea suficiente para ahuyentar la tristeza.”

Podemos pensar la vida en términos de crecimiento o ascensión (salvación en el más allá, o desarrollo en el aquí y ahora), pero ¿si la línea está quebrada? ¿Si el futuro está roto? ¿Si todo lo que tenemos es un pasado irremontable? ¿Cómo sobrevivir cuando no hay después y no queda esperanza, sin asumir una actitud derrotista?

Este libro quizá sea el más filosófico de los tres de Jesse Ball. Me hizo recordar a El señor de las moscas, de William Golding, pero también a esas fábulas naturalistas del origen de la sociedad en Hobbes o Rousseau..

Solo que aquí la sociedad ya está perdida y no hay retorno a la naturaleza. Vagamos en el desierto, sin autoridades, como niños errantes, con la pregunta acerca de qué tenemos en común con otro ser humano. Esta es la era del fin de la Humanidad, del fin de la Cultura y la Civilización y ¿saben qué es lo peor?

Que recién empieza.

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