Irvin Yalom y Marilyn Yalom se conocieron a fines de la década del 50 mientras terminaban sus estudios de posgrado en la universidad estadounidense Johns Hopkins. Él hacía una residencia en Psiquiatría y ella, un doctorado en Literatura Comparada. Desde entonces, ambos entablaron una relación que trascendió rápidamente lo académico y tendió a lo amoroso; relación que se extendería por casi siete décadas hasta la muerte de Marilyn a fines de 2019.
A comienzos de ese año, cuando a la mujer le diagnosticaron mieloma múltiple, un cáncer de las células plasmáticas (glóbulos blancos productores de anticuerpos que se encuentran en la médula ósea), le propuso a su esposo que dejara los proyectos de libros que tenía en marcha para escribir a cuatro manos un nuevo -y probablemente último- libro en conjunto:
“Se trata de documentar los días y meses difíciles que tenemos por delante. Quizá nuestras pruebas sean de alguna utilidad para otras parejas en las que uno de los dos se enfrenta a una enfermedad mortal. (...) ¡Vas a escribir este libro conmigo! Será nuestro libro, un libro diferente a cualquier otro, porque involucra dos mentes en lugar de una: ¡las reflexiones de una pareja que ha estado casada durante sesenta y cinco años! Una pareja que tiene la enorme fortuna de tenerse el uno al otro mientras recorremos el camino que finalmente conduce a la muerte”.
El psiquiatra y terapeuta existencial no lo dudó. Aunque ya había escrito algunos libros sobre la fobia a morir y las formas de superarla, como Mirar al sol, sus miedos estaban relacionados con su propia muerte. En este caso, más que temor a su mortalidad, la desesperación surgía a partir de la idea de perder a su esposa después de casi 70 años de compartir una vida juntos.
Inseparables, editado por Emecé, es tal vez el libro más personal tanto de Irvin como de Marilyn Yalom. A lo largo de este trabajo tan íntimo como universal, ambos autores narran en primera persona los últimos doce meses de vida de Marilyn para compartir, con dulzura y franqueza, cómo afrontaron juntos el diagnóstico, la enfermedad y su desarrollo. Pero también, las diferencias entre cada perspectiva: mientras Marilyn deberá aprender a tener una buena muerte, Irvin tendrá que enfrentarse a la soledad por primera vez a los ochenta y nueve años de edad.
“A veces, por un momento, tengo un destello de envidia, porque ella tiene el privilegio de morir primero. Parece mucho más fácil de esa manera”, escribe Irvin Yalom. Tan duro como honesto, Inseparables es, sin dudas, un libro de gran utilidad para abordar, desde la experiencia en primera persona de los autores, temáticas como la vejez, la enfermedad, la eutanasia o suicido asistido, el duelo por la vida que se va y la soledad de la que queda.
“Inseparables” (fragmento)
Enfrentar los finales
Marilyn y yo llegamos a la clínica a las 8 de la mañana para la terapia de inmunoglobulina. Me siento a su lado durante nueve horas, mientras el medicamento se le administra, lento, por vía intravenosa. La miro con atención y temo una fuerte reacción a la droga. Pero me alegra ver que se mantiene cómoda, no tiene reacciones adversas y duerme gran parte de su estancia en la clínica.
Una vez en casa, la noche que sigue es celestial. Vemos el primer episodio de una vieja serie de la BBC, Martin Chuzzlewit, con Paul Scofield. Ambos somos amantes de Dickens (especialmente yo, ella siempre coloca a Proust en primer lugar). Durante muchos años, siempre que viajaba por los Estados Unidos o el extranjero para dar una conferencia, pasaba parte de mi tiempo visitando librerías de libros antiguos y, así, he ido acumulando una gran colección de primeras ediciones de Dickens.
Viendo la serie, me asombra el increíble elenco de personajes. Pero es lamentable: aparecen tantos a la vez que mis problemas con el reconocimiento facial me dejan desconcertado. No podría ver el programa sin que Marilyn identificara quién es quién. Después de apagar la TV, Marilyn entra en la sala de estar y busca la primera parte de Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit. (Las principales novelas de Dickens se publicaron en folletines de veinte entregas. Una vez al mes se publicaba una parte: una gran flota de carros amarillos la entregaba a multitudes ansiosas por el nuevo episodio).
Marilyn abre la primera parte y, muy animada, comienza a leer en voz alta. Mientras me recuesto en mi silla, sosteniendo su mano libre, ronroneo en éxtasis, escuchando cada palabra. Esto es puro cielo: qué bendición tener una esposa que se deleita leyendo la prosa de Dickens en voz alta. Un momento mágico para mí, uno de los muchos que me ha brindado desde que éramos adolescentes.
Pero sé que esto no es más que un breve respiro en la sombría tarea de enfrentar la finitud, y al día siguiente sigo buscando ayuda en las páginas de Mirar al sol. Llego a mi análisis sobre Epicuro (341-270 a.C.), que nos ofrece, a quienes no somos creyentes, tres argumentos lúcidos y poderosos para aliviar la angustia ante la muerte. El primer argumento es que, dado que el alma es mortal y perece con el cuerpo, no tendremos conciencia y, por lo tanto, nada que temer después de la muerte.
El segundo afirma que, dado que el alma es mortal y se dispersa al morir, no tenemos nada que temer. «En otras palabras, si soy, la muerte no es, pero si la muerte es, no soy. Por lo tanto, Epicuro preguntaba: “¿Por qué temerle a la muerte si nos es imposible percibirla?”».
Ambos argumentos parecen obvios y ofrecen algo de consuelo, pero es el tercer argumento de Epicuro el que siempre me atrajo más. Postula que la nada después de la muerte es un estado idéntico a la nada en la que estábamos antes de nacer.
Unas páginas más tarde, me encuentro con la descripción de las «ondas concéntricas»: es la idea de que los hechos y las ideas de uno se transmiten a los otros, al igual que los círculos concéntricos que se crean en la superficie del agua al arrojar un guijarro a un estanque. Este pensamiento también es muy importante para mí. Cuando les doy algo a mis pacientes, sé que de alguna manera ellos, a su vez, encontrarán una manera de transmitir mi regalo a los demás, y las ondas concéntricas continúan. Este tema ha sido inherente a mi trabajo desde que comencé a ejercer la psicoterapia, hace más de sesenta años.
Hoy no sufro de angustia excesiva ante la muerte, es decir, frente a mi propia muerte. Mi verdadera angustia surge de la idea de perder a Marilyn para siempre. A veces, por un momento, tengo un destello de envidia, porque ella tiene el privilegio de morir primero. Parece mucho más fácil de esa manera.
Estoy a su lado en todo momento. Sostengo su mano mientras nos dormimos. La cuido de todas las formas posibles. Y en estos últimos meses, cuando estoy trabajando, rara vez dejo pasar una hora sin salir de mi consultorio y caminar los treinta metros hasta la casa para verla. Casi no me permito pensar en mi propia muerte, pero por el bien de este libro dejaré volar mi imaginación. Cuando me enfrente a la muerte, ya no tendré a Marilyn, siempre disponible, siempre a mi lado. No habrá nadie sosteniendo mi mano. Sí, mis cuatro hijos, mis ocho nietos, muchos amigos pasarán tiempo conmigo, pero, por desgracia, no tendrán el poder de penetrar en las profundidades de mi aislamiento.
Intento lidiar con la pérdida de Marilyn reflexionando en todo lo que he perdido y en lo que quedará.
No tengo ninguna duda de que cuando Marilyn muera se llevará gran parte de mi vida pasada con ella, y ese pensamiento me causa angustia. Por supuesto que he ido a muchos lugares sin Marilyn: conferencias, talleres, muchas excursiones de buceo o snorkel, mis viajes a Oriente con el Ejército, mi retiro de meditación vipassana en la India, pero gran parte de las remembranzas de estas experiencias ya se ha desvanecido. Recientemente vimos una película, Historias de Tokio, y Marilyn evocó nuestro viaje a Tokio, cuando vimos muchos de los edificios y parques que aparecen en la película. Pero yo no recordaba ninguno de ellos.
—¿No te acuerdas —me refrescó la memoria— de que trabajaste unos tres días en el Hospital Kurosawa y después visitamos Kioto?
Sí, ahora todo comenzaba a volver a mi mente: las conferencias que di, el simulacro de un grupo de terapia, con el personal en el papel de los pacientes, las maravillosas recepciones y fiestas que hicieron en nuestro honor. Pero sin Marilyn, sería poco probable que hubiera recordado algo de eso. Perder gran parte de mi vida cuando todavía estoy vivo, eso es algo realmente aterrador. Sin ella, las islas, las playas, los amigos que hicimos en ciudades de todo el mundo, muchos de los maravillosos viajes que hemos hecho juntos se desvanecerán, aparte de algunos recuerdos descoloridos.
Sigo leyendo Mirar al sol y llego a una sección que había olvidado por completo. Es un relato de las reuniones postreras con dos importantes mentores: John Whitehorn y Jerome Frank, ambos profesores de Psiquiatría en Johns Hopkins. Cuando era un joven profesor de Stanford, me sorprendió mucho una llamada de la hija de John Whitehorn. Me dijo que su padre había tenido un derrame cerebral grave y que había pedido verme antes de morir. Yo admiraba mucho a John Whitehorn, era mi maestro, y había tenido contacto profesional con él. Pero nunca, ni una sola vez, habíamos tenido un encuentro personal. Siempre era muy rígido y formal, siempre «el doctor Whitehorn y el doctor Yalom». Nunca escuché a nadie, ni a los otros profesores ni a sus colegas de otros departamentos, referirse a él por su nombre de pila.
¿Por qué yo, entonces? ¿Por qué pedía verme a mí, un estudiante con el que nunca había compartido un momento íntimo? Me conmovió tanto su pedido que unas horas más tarde estaba volando a Baltimore, y apenas aterricé tomé un taxi directamente al hospital.
Cuando entré en su habitación, el doctor Whitehorn me reconoció, pero lo encontré agitado y confundido. Una y otra vez, susurraba en voz baja:
—Tengo un miedo que ni le cuento.
Me sentí impotente y deseé poder ofrecer ayuda. Se me ocurrió abrazarlo, pero nadie abrazaba a John Whitehorn.
Unos veinte minutos después de mi llegada, se sumió en la inconsciencia. Lleno de tristeza, salí del hospital. Supuse que de alguna manera había significado algo para él, tal vez un reemplazo de su propio hijo, que había muerto durante la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo su mirada quejumbrosa cuando hablaba de la batalla de las Ardenas, y después agregaba: «Esa maldita picadora de carne».
Mi última visita a Jerome Frank, mi principal mentor en Johns Hopkins, fue notablemente distinta. En sus últimos meses de vida, Jerry sufría demencia grave. Lo visité en una residencia en Baltimore. Lo encontré sentado, mirando por la ventana. Traje una silla para sentarme a su lado. Era un hombre amable y encantador, y siempre me deleitaba con su presencia. Le pregunté cómo era su vida ahora.
—Cada día, un nuevo día. Me despierto y ¡zas! —respondió pasándose la mano por la frente—. El día de ayer desapareció por completo. Pero me siento en esta silla y veo pasar la vida. No está tan mal, Irv. No está tan mal.
Eso me impactó. Durante mucho tiempo había temido más a la demencia que a la muerte. Pero estas palabras de Jerry Frank, «no está tan mal, Irv», me sorprendieron y conmovieron. Mi antiguo mentor me estaba diciendo:
—Irv, como personas conscientes, solo tenemos esta vida. Disfruta cada parte de este asombroso fenómeno llamado «conciencia» y no te ahogues en el remordimiento por lo que alguna vez fue y ya no.
Sus palabras tienen poder y moderan mi terror a la demencia.
Otro pasaje de Mirar al sol también ofrece ayuda. En una sección titulada «Dicha amorosa», explico de qué forma un enamoramiento fulminante nos saca todas las demás preocupaciones. Observe cómo un niño agitado se sube al regazo de su madre y se tranquiliza rápidamente: todos sus problemas se han evaporado. Describí esto como «el solitario “yo” se disuelve en el “nosotros”».
El dolor del aislamiento se evapora. Esto, para mí, da justo en el blanco. Haber pasado casi una vida entera enamorado de Marilyn, sin duda, me ha protegido de experimentar la profunda soledad del aislamiento, y una buena parte de mi dolor actual surge de anticiparla.
Me imagino cómo será mi vida después de la muerte de Marilyn; me veo solo, noche tras noche, en mi gran casa vacía. Tengo muchos amigos, hijos y nietos, incluso un bisnieto; tengo muchos vecinos amables, que son muy atentos conmigo, pero carecen de la magia de Marilyn. La tarea de soportar una soledad tan radical parece abrumadora. Pero me dan consuelo, de nuevo, las palabras de Jerry Frank: «Me siento en esta silla y veo pasar la vida. No está tan mal, Irv».
Quién es Irvin D. Yalom
♦ Nació en Washington D.C., Estados Unidos, en 1931.
♦ Es escritor, psicólogo, profesor universitario, psiquiatra, autor, terapeuta existencial y psicoterapeuta.
♦ Recibió galardones como el Premio de Oro del Commonwealth Club por la mejor novela de ficción en 1992 y el Premio Internacional Sigmund Freud de Psicoterapia de la ciudad de Viena en 2009, entre otros.
♦ Es autor de libros como El día que Nietzsche lloró, Criaturas de un día y Memorias de un psiquiatra.
Quién fue Marilyn Yalom
♦ Nació en Chicago, Estados Unidos, en 1932 y murió en Palo Alto, Estados Unidos, en 2019.
♦ Fue escritora, catedrática y profesora e historiadora, especializada en Historia de la mujer y estudios de género.
♦ En 1991 fue condecorada por el gobierno francés como un Officier des Palmes Academiques y en 2013 recibió el Premio al logro de Exalumnas del Wellesley College.
♦ Escribió libros como Entre mujeres, El enigma Spinoza, La cura de Schopenhauer e Inseparables.
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