Martín Caparrós tenía 6 ó 7 años y el guardapolvo blanco de ir a la escuela primaria pública cuando empezó su vínculo con Domingo Faustino Sarmiento. Empezó como empezaba el vínculo de casi cualquier chico que escuchaba hablar del argentino que más había pensado la educación de este pedazo del planeta: con la espada, con la pluma y la palabra, Sarmiento era un modelo a seguir.
Cuando ya era un estudiante secundario más bien nacionalista, Caparrós leyó -porque en el colegio se lo indicaron- Facundo, ese ensayo en el que Sarmiento sigue la vida del gobernador y caudillo riojano Juan Facundo Quiroga y en el que plantea que el destino patrio podía ser la civilización o la barbarie, y que había que decidir.
“En ese momento el libro me pareció un poco farragoso, además era mi época anti-sarmientina”, le dijo el escritor argentino a Infobae Leamos por Zoom y con la luz del atardecer madrileño fundiendo a negro en una de las paredes de su casa. Fue en la primera conversación con este medio, este jueves. La segunda fue al día siguiente, luego de que el intento de asesinato a la vicepresidenta Cristina Fernández desencadenara la necesidad de actualizar algunas preguntas y formular nuevas.
Caparrós volvió al Facundo “en varios momentos y de distintas maneras”. La lectura más intensa que recuerda fue en 1992 ó 1993. Estaba escribiendo su (monumental) novela La Historia y quería incluir un fragmento “a la manera del Facundo”, así que volvió a Sarmiento para repasar su estilo y preparar su cover.
La última de esas lecturas fue durante la pandemia, cuando el coronavirus y una pierna rota lo confinaron por partida doble y decidió avanzar con una idea que se le había ocurrido algunos años antes en un museo porteño: escribir una novela alrededor de Sarmiento, ese hombre que se le viene a la cabeza desde hace casi sesenta años.
La novela, editada por Random House, acaba de publicarse y se llama, sin rodeos, Sarmiento. “Ya está: mañana se termina. Estoy dejando atrás todo eso que alguna vez me pareció, de tan lejano, inalcanzable. Pasé toda mi vida tratando de ser lo que ahora soy y mañana ya no. Lo fui seis años; pasado mañana será como si no lo hubiera sido”, dice (¿o le hacen decir a?) Sarmiento apenas empieza la novela. El kilómetro cero de la narración es ese: el ocaso de la presidencia que el sanjuanino ostentó entre 1868 y 1874.
- ¿Por qué escribir sobre Sarmiento?
- Fue un personaje que siempre me llamó mucho la atención. Desde que en la escuela pública argentina se nos presentaba como un modelo de todo lo bueno. Alguna vez fui a la casita de San Juan donde estaba el telar de doña Paula, y volví a ir cuando escribí El Interior, y siempre lo leí. La primera fascinación fue la del niño, después tuve mis problemas con ese personaje que se entretenía en denostar gauchos, indios y demás variantes populares. Con el tiempo, ambas visiones fueron cediendo a que básicamente me parecía un escritor del carajo, sin duda el mejor escritor argentino del siglo XIX y uno de los grandes de toda nuestra historia. Tiene una producción de textos muy amplia y variada pero Facundo solo alcanzaría para justificar a un escritor, con ese género un poco inabarcable con el que yo me siento bastante identificado que es la mezcla de ensayo y crónica. Eso es lo que estuve intentando hacer en estas últimas décadas. También me fascinaba su recorrido: salió de un pueblo polvoriento de la cordillera, entre la sequía y la ignorancia. Salir de ahí y, al cabo de muchos años y muchos esfuerzos, convencer a tantos miles de personas de que podía ser quien gobernara todo ese país es realmente sorprendente. No había ninguna chance de que hiciera lo que hizo. Hasta ese momento había un país muy anquilosado en linajes más o menos establecidos y Sarmiento es el primero en romper con eso. Fue alguien que nunca podría haber sido lo que fue y sin embargo se construyó, y eso es más o menos el modelo de argentino que Sarmiento proponía. A partir de ahí, la mayor parte de los argentinos fueron eso: gente que venía de cualquier lugar, que no sabía qué iba a poder construir y que iba armando una vida tratando que los satisficiera. Sarmiento es finalmente el modelo de inmigrante que armó nuestro país.
-¿Por qué Facundo alcanza para que Sarmiento sea el mejor escritor argentino del siglo XIX?
-Para empezar, no tuvo mucha competencia, salvo si aceptamos el dictamen de Piglia que decía que Borges era el mejor escritor del siglo XIX. Si no aceptamos eso, no tiene mucha competencia. Y aunque la tuviera, es de los mejores libros que yo he leído de los que se escribieron en América Latina en ese siglo. Tiene una prosa extraordinaria que arrasa con todo. Una especie de fuerza de la naturaleza, sobre todo cuando justamente se ocupa de la naturaleza y de lo que la naturaleza nos hace sentir. Como antropología, como crónica es muy interesante. Y además, como ya sabemos, es el gran ensayo sobre la Argentina, la civilización y la barbarie. Uno de los grandes libros de nuestra tradición.
- ¿Viajar a la casita de San Juan fue un disparador para escribir una ficción sobre Sarmiento?
- No especialmente, pero sí hubo una especie de pequeño satori hace cinco o seis años en el Museo Sarmiento. Una mañana estaba por ahí, y yo estaba releyendo las Memorias de Adriano, que es un libro al que vuelvo porque me da mucho placer. Empecé a ver el museo y a releer a Sarmiento en clave de Adriano, de poder, de autobiografía de un poderoso o de alguien que de algún modo llega al poder. Adriano tampoco estaba destinado a eso, había nacido en España. Y me empezó a dar vueltas la idea de escribir un Sarmiento. Después me metí en muchas otras cosas, y en algún momento de la pandemia, con el confinamiento y una pierna rota, dije “si no lo hago ahora…”.
Y lo hizo.
En su novela, Caparrós construye a un Sarmiento que se entera de que es el nuevo Presidente de la Argentina por los cañonazos que le rinden homenaje desde un buque amarrado en el mismo puerto que el que lo trae de Estados Unidos. Un Sarmiento que en el que se adivina al creador del Facundo cuando dice cosas como “gauchos y demás animales” y subtitula el apodo de Ángel Vicente “Chacho” Peñaloza así: “Al que llamaban Chacho por falta de una ene”.
El Sarmiento de Caparrós ya cree que Alberdi, antes su amigo, lo traicionó. Es capaz de reunirse con Urquiza, su enemigo por décadas, en el fastuoso Palacio San José y de aceptar gustoso la prostituta que el caudillo entrerriano le manda. Es capaz de pensar, aunque no llegue ni a nombrarlo, cómo hacer para que “Bartolo” Mitre, su ex amigo y el hombre que más ríos de tinta hizo correr en su contra, muera en alguna misión en el extranjero de la manera menos estruendosa posible.
Este Domingo Faustino Sarmiento es el padre de Dominguito, el hijo que tuvo con una mujer casada con otro hombre al que mejor decirle que el chico era suyo y qué suerte que el señor se llamara también Domingo como para heredarle el nombre sin despertar sospechas. Es el padre que viajará a Asunción del Paraguay para morirse lo más cerca posible del lugar en el que le fusilaron a Dominguito durante la guerra que él mismo encabeza mientras gobierna.
Es el Presidente al que acusarán de cobarde por haber mudado su gobierno a Mercedes mientras la fiebre amarilla mata -de los más pobres a los menos- a mansalva en Buenos Aires y que entonces dice (¿o le hacen decir?): “Había entendido que, aunque no muriera de la peste, la peste también me había matado. Era como si le pidieran al comandante en jefe que encabezara la carga contra los cañones enemigos, en lugar de manejar desde su puesto de comando. Era tan claro, pero no lo entendían”.
El Sarmiento de Caparrós es, todos los minutos de todos los días, alguien que se piensa así: “Siempre fui, sigo siendo, el hijo de un arriero y una tejedora de un pueblo de provincias. Siempre fui, sigo siendo, de otra raza que los que gobiernan”.
- ¿Cómo te documentaste para construir esta novela?
-No me pude documentar mucho porque estábamos en pandemia. En Madrid hay una biblioteca con textos latinoamericanos que está muy bien pero estaba cerrada. Encontré material online, me hice con dos o tres buena biografías que compré por correo, y pude ir encontrando textos suyos en la web. No pude hacer una búsqueda excesiva, que tampoco en realidad quería hacer porque esto es ficción. Vengo empapándome de este personaje hace sesenta años, y esto es una novela, una novela escrita en primera persona, lo que podría pensarse en un punto como un disparate. Y ahí entra la cuestión de la Vélez, de Aurelia Vélez.
Aurelia Vélez Sársfield fue escritora, fue hija de Dalmacio Vélez Sársfield -el ministro del Interior de Sarmiento y el hombre al que se le ocurrió el Código Civil que ordenó a la Argentina desde 1869 hasta 2015-, y fue la amante de Sarmiento. El Sarmiento de Caparrós vio por primera vez a Aurelia cuando ella tenía 9 años y él, 35. Ella se casó con un hombre contra su voluntad y se deshizo de él evidenciando que tenía amantes. Él se casó con una mujer a la que al principio quería poco y al final despreciaba.
“Él quería convencerse de que, al menos conmigo, podía ser alguien ‘normal’ o, dicho de otra manera: que conmigo podía dejar el personaje. Yo era su refugio: una casita, decía, donde podía andar como quisiera, me decía, o sea -digo yo- descansar de sí mismo”, dice Aurelia en el Sarmiento de Caparrós.
Es que hay dos voces en la novela: la del Presidente que está a punto de dejar de serlo y la de Aurelia, la persona a la que más intimidad fue capaz de ofrecerle el señor al que la historia inscribió con gesto siempre adusto.
Hay dos voces y una de ellas, la de Aurelia, narra como si se confesara y revelara un truco de magia a la vez. “Él hablaba y hablaba y hablaba, buscaba en su memoria como un minero sin su vela. Nunca fue claro: no me dijo te lo cuento para que vos lo cuentes ni me dijo no tenés que contarlo. Me fue contando y lo dejó contado, y después cada tanto, a través de los años, me preguntaba qué había hecho con esos apuntes y yo le decía que ahí estaban, que los tenía guardados y él me decía que bueno. Creo que fue como una botella al mar: la echó al azar, sin saber qué sería. Su esperanza, quizás, era una historia que lo explicara pero que él no debiera escribir: que, por una vez, alguien le hiciera su trabajo (...) Una tarde, en el Tigre, después de tantos años, me dijo, como quien sigue una conversación de un rato antes, que si alguna vez decidía escribir todo aquel cuento de la presidencia lo hiciera sonar como lo hubiera escrito él. Era una síntesis de nuestra historia, de la mía: cuando al fin me pusiera a escribir debía escribir como si no fuera yo la que escribía”, dice Aurelia.
Aurelia Vélez Sársfield: escritora, una mujer bastante poco predispuesta a cumplir con lo que la sociedad decimonónica le exigía, amante de Sarmiento. Y, se le ocurrió a Caparrós, ghost writer de ese amante.
- ¿Cómo surgió esta operación literaria en la que hay dos voces pero resulta que un mismo narrador construye esas dos voces, la propia y la que tiene que hacer pasar por la de otro?
- Al empezar fue como un gesto de cobardía de mi parte. Buscaba un subterfugio para que no fuera la pluma de Sarmiento la que escribía, la que finalmente yo escribía. No quería reproducir el estilo de Sarmiento y necesitaba justificar de alguna manera que Sarmiento no hablara en primera persona con el estilo que le conocen los que lo conocen. Entonces se me ocurrió la idea de que hubiera un ghost writer. Se me fue imponiendo que fuera Aurelia, que fue como mi gran descubrimiento en esta documentación. Fue una mujer extraordinaria que empezó por buscar la forma de rechazar un marido que no quería en una época en la que las mujeres no podían rechazar al marido. Se pasó toda su vida libre, cosa muy difícil para esa época. Quería vivir sola, tenía un amante al que quería muchísimo y con el que no quería vivir, y se me ocurrió la idea de que fuera ella la que hubiera recogido todas estas palabras de Sarmiento y les hubiera dado forma, sin ser del todo de Sarmiento pero tampoco del todo suyas. Y yo me pude colar en medio de eso.
- Se trata finalmente de una mujer que escribe en un momento en el que escribir estaba especialmente vedado a las mujeres.
- Es parte del asunto. Está claro que en ese momento había muchas mujeres con el talento necesario para escribir pero sin el espacio social que les permitiera hacerlo en la mayoría de los casos. Me gustó la idea de que Aurelia tuviera revancha contra todos esos impedimentos.
El Sarmiento de Caparrós -que es también el Sarmiento de Aurelia- está obsesionado con dos cuestiones con la misma potencia. Quiere quedar inscrito en los libros de historia, cuantos más párrafos mejor, y quiere construir argentinos. Un día manda a construir escuelas, otro día decreta que cualquier hijo de inmigrantes nacido en suelo argentino será argentino y otro día usa arcas públicas para comprar la Casita de Tucumán y que sea de todos.
- ¿Cómo eran los argentinos que quería construir Sarmiento?
- Tenía la idea de una clase media laboriosa, de granjeros que tuvieran una cantidad relativamente pequeña de tierra pero que les alcanzara para vivir correctamente. Pensaba una Argentina hecha de inmigrantes europeos, un poquito educados, para romper con la Argentina en la que había vivido siempre, dividida en dos sectores que no le gustaban: por un lado los grandes terratenientes caudillescos, y por otro, los gauchos y los indios que pensaba como la famosa barbarie. Le parecía que esa era la Argentina que no había funcionado durante cincuenta años y lo quería romper con esta nueva conformación. Una sociedad de más o menos iguales, una clase media laboriosa y educada, que impulsó fomentando mucho la inmigración. Finalmente necesitaba amalgamar todo eso creando argentinos y para eso había que inventar una idea de la argentinidad y encontrar una institución que la transmitiera: eso fue la escuela, la posibilidad de transmitir una nacionalidad que todavía no existía del todo. Era un personaje ambiguo: los provincianos lo tomaban por porteño y los porteños, por provinciano. Esa ambigüedad le permitía pensarse a sí mismo como un embrión de lo argentino por no estar en ninguno de los dos bandos de la grieta de entonces. Para consolidar esa idea de una instancia superadora de esa grieta la escuela, que formaría nuevos argentinos, era indispensable. Está muy claro que no le salió.
- ¿En qué derivamos, entonces, los argentinos?
- En un disparate que me parece que tiene que ver con que en las primeras décadas del siglo XX los ricos argentinos creyeron que todo era muy fácil. Pensaban que las vacas no se terminarían nuncae, entonces armaron un país que no construyó, y los intentos de otros sectores por construir algo más sólido que las vacas en el campo chocaron contra su firme determinación de no perder el poder que tenían. Esto termina de consolidarse en el 76, cuando un gobierno militar dice “volvamos a ser agroexportadores como en 1910″. Ese régimen creyó que podía armar un país latonoamericano sin los problemas de los países latinoamericanos y ahora somos el híper país latinoamericano en términos de desigualdad, falta de recursos genuinos, monocultivo, pérdida de la educación y de la salud pública.
-¿Y el intento de asesinato a la Vicepresidenta qué nueva mirada te trae sobre en qué nos convertimos los argentinos?
En cuanto al atentado, diría que los argentinos nos convertimos en gente muy enojada. Parece una tontería, casi una frivolidad, pero es muy notorio el mal humor que hay en la Argentina. Somos una sociedad muy cabreada y que pasó de ser una sociedad movilizada para conseguir cosas a ser una sociedad que se moviliza para quejarse. Hemos dejado de ser propositivos para ser cabreados y quejosos. Es una muy mala base para construir nada. Parece que nos da placer decir “yo no me dejo llevar por delante” pero ¿cuánto hace que no construimos? Que la palabra “aguante” se haya convertido en una de las grandes palabras argentinas de las últimas décadas es una síntesis. Aguantar es de lo peor que uno puede hacer.
- ¿Qué lectura hacés sobre lo ocurrido este jueves y qué escenario se abre?
- La primera lectura es modesta. Creo que había un loco al que se le ocurrió ir a hacer como que podía matar a Cristina Fernández. No sé si él pensaba que esa pistola iba a disparar, supongo que sí, pero en todo caso fue e hizo todo lo que correspondía dentro de su locura. Como habría dicho Cristina Fernández, no tengo ninguna prueba pero estoy totalmente convencido de que fue un hecho individual y aislado. Espero que esto no sea desmentido después por la realidad. En ese sentido sí uno puede echar parte de la culpa o de la responsabilidad del asunto a un clima de enfrentamiento constante desde todos los sectores. Un clima en que unos dicen que esta señora, la señora Kirchner, tiene que pudrirse en la cárcel para siempre, y otros la defienden diciendo “qué quilombo se va a armar”. Son amenazas que van de uno a otro lado, en general vacías, pero que van creando un clima en el cual lamentablemente situaciones como este atentado son menos sorprendente. Sigue siendo sorprendente pero es mucho menos sorprendente dado que la Argentina vive sumida en ese clima desde hace muchos años.
-Sarmiento, narrado por Aurelia, dice que el progreso tiene un costo y que hay que conocer ese costo para decidir si pagarlo o no. ¿Cuál es el costo actual de que Argentina progrese?
- No lo sé. Si lo supiera viviría mucho más tranquilo. Da la sensación de que en la Argentina hay que barajar y dar de nuevo, ¿y cómo se hace? La Argentina no puede seguir siendo un país con 40% ó 50% de gente excluida. Hay que encontrar la forma de reintegrar a esas personas que hasta hace 40 ó 50 años formaban parte. Ninguno de los sectores políticos centrales hoy están imaginando cómo hacerlo. La derecha macrista no tiene esa preocupación, piensa que puede arreglar las cosas con planes y con algún tipo de alivio y represión, y el peronismo actual lo único que ha hecho fue consolidar esa situación a fuerza de subsidios y asistencialismo clientelar. Mientras no podamos pensar en cómo reintegrar a esa mitad de argentinos marginados no se puede sustentar una sociedad.
-¿Cómo se actualiza la idea de “barajar y dar de nuevo” después de que Fernando Sabag Montiel intentara dispararle a Cristina Fernández?
- Sin duda hay que construir consensos pero sobre todo, que esos consensos construyan un proyecto. Pero hay una paradoja lógica en esto, y es que para acordar un proyecto que nos sacara de la situación en la que estamos tendríamos que acordar muchos sacrificios que mucha gente tendría que hacer. Sacrificios para volver a poner en marcha un país que en este momento no funciona. Y para hacer eso hay que tener mucha confianza en quien te lo propone, algo que con toda razón no tenemos. Y además, en la Argentina y en el mundo ocurre que cuando una población confía mucho en alguien, eso se va al carajo porque esa persona empieza a ser cada vez más personalista y autocrática. ¿Cómo vamos a hacer el sacrificio si no estamos convencidos de que algún liderazgo nos puede ofrecer ese camino? Hay que ponerse de acuerdo sin delegar ese acuerdo en un líder que tendería a traicionar a la sociedad. Es complicado.
- En tu libro hay una escena en la que Mitre, Sarmiento y Alsina toman mate a las 5 de la mañana del día que iban a ganar la batalla de Caseros, que determinó el curso de la historia argentina. Se preparan para la batalla y piensan la Argentina que, con proyectos distintos, cada uno cree mejor. ¿Creés que la clase dirigente ahora mismo piensa la Argentina?
-Quiero creer que ahora mismo hay gente pensando el país, por puro optimismo. Pero me parece que esa gente no tiene ninguna posibilidad de acceder al poder en los próximos años. Esa gente no está en ninguno de los dos partidos hegemónicos. No me da la sensación de que los dos sectores más poderosos de la política argentina, que vienen fracasando sistemáticamente hace veinte años, estén tratando de hacer algo muy distinto a lo que vienen haciendo.
-En los últimos años figuras como las de Sarmiento y sobre todo Alberdi cobraron mayor impulso en el debate público. ¿Por qué?
- Puedo pensar que tiene que ver con esta reivindicación de lo republicano como opuesto supuestamente al populismo. A mí lo republicano y lo populista me parecen formas de no hablar de lo que importa. Son maneras de hablar del modo en que se manejan las instituciones y no de para qué se usan esas instituciones. Está bien que algunas instituciones funcionen pero me importa mucho más discutir para qué queremos que funcionen que el hecho de la forma en sí.
-¿Qué lugar tendría Sarmiento en la arena política actual?
-Mmm…
Caparrós (una vez más) se acomoda con método el bigote que alguna vez dijo que lo tiene como rehén, se toma tiempo para pensar y responde:
-Sarmiento estaría en una especie de… centroizquierda moderada. Sería un alfonsinista si existieran todavía esas cosas. Era un tipo que creía que la sociedad debía armarse de pequeños propietarios que se respetaran y se ayudaran mutuamente, educados, cuidadosos, tranquilos y que respetaran las instituciones para desarrollar cada uno una vida a la altura de sus expectativas. Creía mucho en lo público, en la educación pública y también en la sanidad, y al mismo tiempo tuvo que resignar convicciones. Era una especie de comecuras que tuvo que amistarse con la Iglesia Católica, era masón y tuvo que dejar de serlo durante sus seis años en el gobierno, nunca quiso terminar de hacer público, si Aurelia hubiese querido, su romance con ella para no incomodar a cierta sociedad. Tuvo que tragarse muchos sapos para ejercer el poder. Así que sí, una especie de alfonsinista.
En 1980, en su magistral Respiración artificial, Ricardo Piglia hizo que uno de sus personajes se preguntara, como indagando en la posibilidad de estar a la altura de una herencia literaria, “¿quién de nosotros escribirá el Facundo?”. Por si alguien se pregunta “¿quién de nosotros escribirá a Sarmiento?”, Martín Caparrós ya jugó sus cartas.
“Sarmiento” (fragmento)
Mandar es proponer. Yo, como tantos otros, desde el llano, creía lo contrario: que mandar era tener los medios para realizar tus decisiones. Casi nunca es así; en general –fui aprendiendo muy rápido– mandar es decirle a un supuesto subordinado que debe hacer tal cosa: someter, por ejemplo, a un caudillejo de provincias alzado al frente de un batallón de gauchos. El subordinado, entonces, digamos un coronel de algún cuerpo o brazo del ejército, sale hacia ese lugar con los soldados de rigor y allí, a mil kilómetros de mi vista, hace lo que quiere o lo que puede.
El uruguayo Arredondo, un suponer, fusilando a ese pobre muchacho Segura. Zacarías Segura era un chico de muy buena familia mendocina, veintitantos, rubio, dicen que buen mozo, que una vuelta, de puro alborotado, se fue con la montonera de Santos Guayama a desolar San Luis. Cuando Arredondo los derrotó y los apresó supuso que tenía que hacer un escarmiento. Y vaya a saber qué fue: algunos dicen que este chico Segura le contestó mal, lo miró mal, lo desafió; otros dicen que ya de antes el general se la tenía jurada; otros, incluso, que fue casualidad. La cuestión es que lo mandó ejecutar ahí nomás, en el campamento, pese a las voces que le pedían piedad. Yo le había dicho que no matara a menos que fuera indispensable; ahí, también, mi error: quién decide cuándo algo se vuelve indispensable. No se puede mandar con una condición; mandar es absoluto.
Cuando me enteré de la ejecución, por supuesto, ya había sucedido. ¿Qué iba a hacer? ¿Desautorizarlo frente a todo el país, mostrarle al país entero que mis subordinados no lo eran, que hacían lo que querían? ¿Exponer lo endeble de mi poder sancionando al enviado que no quiso obedecerme? Evidentemente no podía: no debía, si quería que alguna vez mis órdenes se cumplieran en serio. Para conservar alguna parte de poder tenía que simular que mi poder siempre había estado entero, y entonces convalidar lo que bestias como ésa habían hecho, aunque no me gustara.
Este sistema, que se ve tan claro en este ejemplo, sucede en cada ámbito, incluso los menos espectaculares: si un funcionario de tercera hacía construir las aulas de una escuela con menos ventanas que las indicadas, ¿qué hacer, tirar toda la escuela para reconstruirla como se debe y provocar, tan baratas, las burlas de mis enemigos y la convicción general de que nadie me hacía caso? El poder, tantas veces, se ejerce poco para que parezca que se ejerce más. El poder, casi siempre, se ríe del que cree que lo ejerce.
Quién es Martín Caparrós
♦ Nació en Buenos Aires en 1957. Es escritor y periodista.
♦ Se inició como periodista en 1973, en la sección policial del diario Noticias, dirigida por Rodolfo Walsh. Se exilió durante la última dictadura militar, volvió a la Argentina y ahora vive en Madrid.
♦ Entre sus libros se destacan La Historia, La Voluntad (en co-autoría con Eduardo Anguita), El Interior, Los Living y Ñamérica.
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