Médiums, Xuxa, la Pomba Gira y una cartografía de la noche gay porteña: así empieza “Los brasileros”

En su nueva novela, el escritor Rodolfo Omar Serio mezcla espiritismo con el mundo de la fiesta, los “afters” y las drogas para hacer un paneo de la experiencia homosexual argentina previa a la Ley de Matrimonio Igualitario.

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"Los brasileros", del escritor argentino
"Los brasileros", del escritor argentino Rodolfo Omar Serio, es una novela que parte de la fiesta y la noche gay porteña para abarcar temas como el espiritismo, las adicciones y los distintos arquetipos homosexuales.

“Donde hay una necesidad, nace un derecho”, dijo alguna vez Evita frente a una multitud de descamisados. En Los brasileros, el nuevo libro del escritor argentino Rodolfo Omar Serio, se invierte y revierte esta mítica frase en un divertido juego de apropiación: “Donde hay un deseo, nace una oportunidad”. En esta novela, sin embargo, los descamisados no son los que llenaban Plaza de Mayo. Son, más bien, lo que el autor llama “musculocas”, “mariclones”, “cuerpos hormonados homonormados”: el grupo más estereotipado de varones gays que, más que “de la casa al trabajo y del trabajo a casa”, como decía Perón, van del gimnasio a la fiesta y de la fiesta al gimnasio.

El narrador de Los brasileros, sin ponerse sobre un pedestal de superioridad, traza una cartografía del mundo gay porteño del siglo XXI previo a la aprobación de la Ley de Matrimonio Igualitario. Pero los mapas, como afirma una y otra vez, mienten. Lejos de ser exactos -mucho menos objetivos- suelen decir más de quien los hace que de aquello que muestran.

En su tercer libro, Serio parte de una relación sexual y amorosa de Ramón, el protagonista, con un brasilero que conoce en una fiesta. De ahí se abren una parva de distintos universos temáticos de lo más disparatados que el autor logra unir con destreza en una prosa intrincada pero no por eso difícil de leer. Espiritismo, médiums y la Pomba Gira se mezclan con la historia secreta de Brasil, la bipolaridad (¿hereditaria?) de su padre, una autobiografía no autorizada de Xuxa, una etnografía de la fiesta y la noche gay, afters, sobredosis y drogas como el GHB.

Al final no está tan bueno vivir como si fuera el último día”, dice el mejor amigo del protagonista después de estar al borde de la muerte. Los brasileros, sin embargo, es una novela ágil y divertida en la que el lenguaje está tan vivo como sus personajes y, a diferencia de muchas de las historias de la literatura gay, tiene un final feliz: “A veces, tratando de ser lo que no somos, aparece lo que somos”.

Así empieza “Los brasileros”

Portada de "Los brasileros", de
Portada de "Los brasileros", de Rodolfo Omar Serio, editado por Omnívora.

1.

Es la selva. Me estoy besando con la selva. Y chapa como los dioses. Tiene la lengua calentita, suave, carnosa. Le baila la lengua como una comparsa. La selva, la lengua y la comparsa bailan, una y trina, al ritmo de la Creación.

Es Fantasía. La lengua le baila al son, como en un corto dibujado por Walt Disney que nunca jamás nadie se animaría a publicar. Ahora son muchas lenguas, todas en proyección oblicua. Layers de lenguas. Lenguas de fuego. After effects de lenguas. Bailan como bailarinas de cancán mientras me lo chapo.

Se escucha el drop de la música. Me come y me vomita. Me agarra más fuerte, me engulle con el cuerpo mientras las lenguas se bifurcan en una tijereta. Lenguas vivas. Lenguas brutas. Lenguas con violencia translingual.

Harakiris de lenguas. Lenguas musculosas. Lenguas pia dosas. Lenguas en éxtasis. Lenguas romances. Leguas de lenguas. Lenguas lenguaraces, respiro.

Respiro y me atraganto. Me atraganta, me regurgita. Es lengua y es garganta. Es Garganta del Diablo. Me agarra un brazo con su brazo y con el otro me sostiene la cabeza, como un peluquero cuando te pasa la navaja. Es arbóreo. Es boreal. Es a lo bonzo.

De nuevo el drop que invade la cabeza. This is dirty, el tema es This is dirty. Son los hunos. Son los unos y los ceros, es la música electrónica, son los hunos. Son los unos y los ceros del sistema binario. Es la repetición. Es binario. Son los unos y los otros, son los ceros: es el Sistema. Son los hunos que me invaden: es lo bárbaro. Está bárbaro. Es barbárico, es balcánico, es barbitúrico. Se hace insoportable. Es todo parecido. Se hace placentero. Es todo diferente. Se hace de día, afuera, mientras adentro es de noche hasta las diez de la mañana.

Es la selva. Es el sonido que viene de la selva. Es la selva, ¿están desnudos? Es la selva. ¿Cómo llegó hasta acá la selva? ¿Cómo llegué yo, acá, a la selva? ¿Estoy desnudo? La selva nunca se desnuda. Solo el hombre desnuda a la selva. Está cerca. Es la selva. Es la selva en el cuerpo, no se tiene la selva, se es la selva. Es la selva que baja, es la música que sube. Está cerca, es la cerca. Mi cuerpo es una cerca que se resiste a la selva. La selva entra. No salta la cerca, la selva la engulle con sus mil lenguas, con sus mil brazos, con sus mil ojos, como un odre engulle al vino y lo contiene. Soy la cerca. Es la selva.

Es feíto. Creo que es feíto. Pero cómo chapa. Dios salve a la selva. Chapa como los dioses. Chapa como chaparían las deidades del Popul Vuh en la parte que nadie se animó a escribir. Chapa apócrifo. Chapa apocalíptico. Chapa como Ariadna cuando la rescata Teseo. Es Teseo. Puro Teseo. ¿Soy Ariadna?

Es Wakanda. Es el Waka waka. Es un Pac-Man que te come. Es Wakanda. Está oscuro. Es la Selva. Es una fiesta. Es electrónica. Es el gotero, son las pastillas. Es la mezcla. Son los brazos. Es la selva. Son los brazos que son fuertes, son los brazos. Son los brazos que me agarran, mientras paso, son los brazos. Son los brazos que me detuvieron y lo obligaron a besarme, obligándome a besarlo. Nadie pudo ni pensarlo, son los brazos. Como una diosa hindú, son los brazos. Es tribal, es brutal, es hindú... Es todo eso.

Le miro los ojos. Nos comemos con los ojos. Tiene fuerte la mirada. Son los ojos. Son red-eyes, son ojos rojos. La nariz un poco chata, es la esfinge invertida, que te mira, son los ojos. Es la nariz que se abre paso entre los ojos y desciende, como la escalera alfombrada de Gatsby que se ensancha para demostrar su poder.

Estoy a punto de decir algo. Niega con la cabeza. Estoy a punto de decirlo, se ríe. De nuevo, me chapa. No digo nada. Nos besamos. Ahora yo me río. Ahora yo niego con la cabeza, ahora estoy de nuevo a punto de decir algo. Ahora: lo digo.

—¿Tu... nombre?

—Anderson.

Su primera novela, "Los machos
Su primera novela, "Los machos se duermen primero", fue seleccionada en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2017, destacándose con una Mención Especial.

2.

Anderson creía que Rosa Luxemburgo era un color, que estar “embolado” era lo mismo que quedarse en bolas, creía que llamamos “desaparecidos” a los hombres que abandonan sus familias (algo así como lo opuesto a las mamás luchonas) y creía que cualquier lugar que tuviera la palabra “villa” en el nombre era un barrio de emergencia. Lo supe el día que lo invité a dar una vuelta por Villa Ocampo, en Mar del Plata, y creyó que era como uno de esos paseos que se dan por las favelas en Río. Para él Villa del Parque o Villa Zavaleta eran lo mismo, lugares a los que nunca había que ir y punto.

—Esa Villa Ocampo queda en Los Troncos, ¿no? –me preguntó asustado, mientras acercaba el mapa en el celular con los deditos y por su cabeza pasaban chabolas de madera con techo de chapa, casillas armadas con palitos de helado y clavos, cantegriles construidos con descartes de árboles putrefactos.

—No es lo que te imaginás –le dije–, está en la zona che ta, te va a encantar.

Nos conocimos en una fiesta cheta, de la zona cheta, pero de Buenos Aires, un sábado. Era el Día del Amigo y esa semana había festejos de miércoles a domingo. Tal vez fue un mal presagio, tal vez el día del amigo no era la mejor fecha para conocer a tu futuro novio. Como sea, no fue buscado. El boliche estaba tan lleno que habían habilitado una segunda pista, con la misma música que en la principal. Era como una pista fantasma porque no había un dj a quien mirar. No es que mire la cabina todo el tiempo pero cada tanto doy un vistazo, me gusta saber que todavía está ahí, haciendo lo suyo.

Caminaba de regreso a la pista principal cuando nos cruzamos, él iba para la fantasmagórica a ver qué onda. Nos habíamos separado de nuestros grupos y lo que fue un simple despiste se convirtió en una putivuelta. Nos vimos de frente, los dos engafados. Él se detuvo y yo dejé de caminar, o fue al revés, no me acuerdo. La música estaba fuerte y coincidimos en no hablar. Le saqué los lentes de sol para verle los ojos, él deslizó los míos hacia arriba, como se desliza el visor de un casco. Apenas treinta segundos después de habernos visto, ya nos estábamos besando.

Anderson. El nombre Anderson me confirmaba la sospecha de que no era argentino pero no arrojaba demasiadas certezas sobre su nacionalidad. Hay Andersons en casi todas las ciudades grandes del planeta: los hay en Bogotá y en Guayaquil, en Ciudad del Cabo y en Sidney. Hay Andersons escoceses, hay en el País Vasco y también recuerdo haberme cruzado en la facultad a algún estudiante escandinavo con ese nombre. Hay un ejército de Andersons dando vueltas por el mundo, en algún momento iba a chocarme de frente con uno y besarlo.

—No te saco la ficha de dónde sos –le digo bien cerca del oído, porque la música sigue en el mismo volumen. Hay una interferencia tenue en su mirada que se siente como ruido de lluvia en una tarde de sol, como olor a tierra mojada en el fondo del mar. “No mira como argentino”, pienso. —¿De dónde creés que soy? –me responde con perfecto acento porteño.

Todavía trataba de desenmarañar el misterio de su origen cuando aparecieron los amigos. Manoel, un afro femme de sonrisa blanquísima y lomazo; Fábio, un chongo con rasgos árabes y barba perfecta; Pedrinho, tan rubio, chiquitito y magrinho, que te daban ganas de llevarlo a tu casa para abrazarlo y darle postre Danonino hasta que creciera; Daniel, un cafuçu con rasgos favelados y mirada seria, y André, alegrinho y delicado, con la piel clara y el pelo abundantísimo color almendra.

—Sos de Brasil –le dije. Ahora sí, no quedaban dudas. —¡Qué vivo! Porque viste a mis amigos –Me sorprendió, de nuevo en perfecto español de Argentina–. Vení que te los presento.

Rodolfo Omar Serio participó de
Rodolfo Omar Serio participó de varios talleres de escritura, entre ellos las clases de la recordada escritora argentina Hebe Uhart.

Manoel no caminaba, desfilaba, era alto e imponente como una Naomi Campbell en versión gay pride; bailaba de una forma tan particular que algunas personas se acercaban a pedirle fotos o se formaban en ronda a su alrededor para ver su voguing afro. Fábio se acercó a saludarme, fue el único, a los demás tuve que acercarme yo. Tenía una de esas barbas hipnóticas, en las que cada pelito parece acomodado por una inteligencia superior, o por un animador de Pixar. Cuando apoyé la cara para darle un beso se sintió cálida y suave. Me dio un pequeño abrazo, que no esperaba, y me preguntó en portugués algo que no entendí. —Vai embora piranha! –Lo alejó Anderson medio en broma, medio en serio, en perfecto portugués de Brasil.

Era como si tuviera una tecla y pudiera cambiar de un idioma a otro y ser nativo en los dos. Hablar en otra lengua también nos da otra personalidad: la misma persona expresándose en alemán, se sentirá distinta si lo hace en guaraní, aunque lo que diga sea lo mismo. Anderson parecía tranquilo y sosegado cuando hablaba en español y mucho más animado, casi excitado, cuando lo hacía en portugués de Brasil. Fábio me sonrío y se alejó un poco, tuve esa sensación que a veces se tiene cuando un chongo te presenta al grupo de amigos: que de todas las opciones no te tocó la mejor.

Sin embargo, Anderson tenía una energía especial, magnetizada. De esa energía me enamoré. Y de los chistes. De que entendiera y pudiera hacer chistes en argentino, de igual a igual. La mayoría de las veces, cuando conocés a un extranjero la gran barrera es el humor. Tenés una versión limitada del ingenio, toda la experiencia de estar con alguien de otra cultura suele sentirse como la versión de prueba de un software que tenés que apurarte a disfrutar porque finaliza en unos días. Si hablan en inglés, el humor tiene el tono de una sitcom y si no tenés un idioma en común, a lo sumo puede haber alguna broma gestual, física.

En cambio con Anderson el entendimiento rara vez era un problema, más allá de confusiones puntuales con palabras ambiguas; no solo entendía nuestro humor, sino que lo había hecho parte de sí: si lo pinchabas, podía replicar “a lo argentino”. Hasta había aprendido a decir “tu vieja”, y le encantaba descolocar a todo el mundo con esa respuesta, no la esperaban de un brasilero. “Llegó mi amigo, ¿quién le baja a abrir?”, “¡tu vieja!”, decía Anderson y nos tirábamos al piso de la risa, y si había alguien más de su país, no entendía nada. Porque es algo muy de acá burlarse de la mamá de alguien de esa forma, en otras partes de Latinoamérica si hacés eso te rompen la cara.

Solo había un tipo de referencia en la que Anderson se perdía: las frases de Los Simpson. Y cómo se ponía. Es que los argentinos sabemos más frases de Los Simpson que versos del Martín Fierro. Cuando alguien decía alguna que él no podía interpretar, como “Ay esta grasa que no se quita” o “Todavía sirve, todavía sirve”, se ofuscaba. “¿Es de Los Simpson, no?”, preguntaba y ya la cara se le volvía otra.

Aquel día nos besamos un rato largo contra una pared. Y en un momento volvimos con nuestros amigos, porque era el Día del Amigo y habíamos ido para eso. Nos despedimos e hice lo que el Manual indica que jamás hay que hacer: al rato le escribí. Todavía quedaba algo de noche: dicen que a esa hora la separación con el mundo de los espíritus se hace más débil y que la Pomba Gira nos susurra cosas. —¿Vamos a un after?

—Dale –me dijo. No dio vueltas ni preguntó pavadas, ni quiénes van ni qué música pasan. Sentí que iba por mí y que lo demás no importaba, algo que rara vez te hacen sentir los argentinos. Por primera vez estaba afuera de esa guerra de indiferencias en la que el que muestra interés, pierde.

Al rato me llegó otro mensaje. Se había ido del boliche. Le quedaba 3% de batería. Le dije que lo pasaba a buscar por la esquina de la pizzería de Plaza Italia. Matías estaba con el auto y cuando terminó la fiesta, fuimos.

Cuando llegué estaba todavía en bermuda, muerto de frío, sentado en una de las sillas de afuera.

—Pensé que me ibas a esperar adentro, por eso te dije en esta pizzería que está abierta las 24 h.

—Es que me quedé sin plata, estoy de joda desde las cinco de la tarde.

—Metámonos en el auto, así no morís.

En el auto se apoyó sobre mí para que le diera calor. Lo rodeé con el brazo y soplé aire caliente sobre su remera, casi a la altura del cuello. Era algo que hacía mi papá cuan do era chiquito y tenía frío. Apenas hacía un par de horas que nos habíamos conocido y ya actuábamos como novios. Era raro y al mismo tiempo me gustaba. Por alguna razón se sentía natural.

Quién es Rodolfo Omar Serio

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1985.

♦ Participó de varios talleres de escritura, entre ellos las clases de Hebe Uhart, y a los 23 años publicó sus primeros textos en los diarios Página/12 y Perfil.

♦ Escribió los libros Los machos se duermen primero, Wagner, mi malandro y Los brasileros.

♦ Su primera novela, Los machos se duermen primero, fue seleccionada en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2017, destacándose con una Mención Especial.

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