“Era solo que se sentía... más gris que los demás. Como si, en un mundo nítido y cristalino, él estuviera desdibujado. Había nacido para pasar desapercibido”. Linus Baker era un hombre cualquiera, uno más del montón. Él mismo estaba convencido de eso hasta el día que este funcionario del Departamento de Jóvenes Mágicos es llamado por la Altísima Dirección para supervisar un misterioso orfanato del que apenas hay registros.
Ahí se encontrará con un grupo de niños de lo más peculiar: un crío con los brazos cubiertos de plumas azules; una chiquilla que reía con sonoros graznidos, como una bruja; una muchacha mayor capaz de entonar cantos tan seductores que ocasionaban que los barcos embarrancaran en la costa; un niño al que una piel lanuda le cubría los hombros y hasta un chico que resulta ser nada más ni nada menos que el Anticristo.
En esta novela de 2019 recién traducida al español, el éxito de ventas estadounidense TJ Klune vuelve con una historia para jóvenes -y no tanto- que, una vez más, destaca por la inclusión de personajes LGBT+ en el universo de la ficción romántica y fantástica que, según el autor, suele carecer de diversidad sexual y de género. Klune mismo ha hablado en reiteradas ocasiones sobre cómo su asexualidad ha influido en su escritura. La casa en el mar más azul, como sus predecesores, prueba con éxito que magia y diversidad sí pueden ir de la mano.
Así empieza “La casa en el mar más azul”
—Ay, madre —dijo Linus Baker enjugándose el sudor de la frente—. Esto resulta de lo más irregular.
Decir eso era quedarse corto. Maravillado y embelesado, contemplaba cómo una niña de once años llamada Daisy hacía levitar unos bloques de madera varios metros por encima de su cabeza. Los cubos giraban lentamente en círculos inscritos unos dentro de otros. Daisy tenía el ceño fruncido por la concentración, y la punta de la lengua le asomaba entre los dientes. Continuó así durante un minuto largo, y entonces los bloques descendieron despacio hasta el suelo. El grado de control de la chiquilla era asombroso.
—Ya veo —dijo Linus garabateando frenéticamente en su bloc de notas. Se encontraban en el despacho de la directora, una habitación ordenada con una alfombra marrón suministrada por el gobierno y varios muebles viejos. Las paredes estaban cubiertas de unos cuadros espantosos de lémures en poses variadas. La directora se los había mostrado a Linus con orgullo, asegurándole que la pintura era su pasión y que, si no la hubieran nombrado directora de ese orfanato en particular, trabajaría en un circo ambulante como adiestradora de lémures o incluso montaría una galería de arte para compartir su obra con el mundo. Linus pensó que el mundo agradecería que los cuadros se quedaran en aquel despacho, pero se guardó su opinión. No estaba ahí en calidad de crítico de arte aficionado—. Y ¿con qué frecuencia..., en fin, ya sabes, haces flotar cosas?
La directora del orfanato, una mujer baja y regordeta de cabello encrespado, dio un paso al frente.
—Oh, con muy poca frecuencia —se apresuró a decir, retorciéndose las manos y lanzando miradas furtivas de un lado a otro—. A lo mejor una o dos veces... ¿al año?
Linus tosió.
—Al mes —rectificó la mujer—. Qué tonta soy. No sé por qué habré dicho al año. Ha sido un lapsus. Sí, una o dos veces al mes. Ya sabe usted cómo va esto. Cuanto más crecen los niños, más... cosas hacen.
—¿Es así? —le preguntó Linus a Daisy.
—Ya lo creo —respondió Daisy—. Una o dos veces al mes, no más. —Le dedicó una sonrisa beatífica a Linus, que se preguntó si, antes de su llegada, habían obligado a la niña a memorizar las respuestas. No sería la primera vez, y dudaba que fuera la última.
—Claro —dijo Linus. Las otras dos aguardaron mientras seguía arañando el papel con su pluma. Aunque notaba las miradas fijas en él, permanecía enfrascado en sus palabras.
La precisión requería atención. Era un hombre concienzudo, y su visita a aquel orfanato en particular había resultado como mínimo esclarecedora. Tenía que anotar todos los detalles posibles para completar su informe final cuando regresara a la oficina.
La directora no paraba de agobiar a Daisy, alisándole el rebelde pelo negro hacia atrás y sujetándoselo con pinzas de plástico en forma de mariposa. La cría contemplaba desolada y con cejas temblorosas los bloques de madera en el suelo, como si deseara que volvieran a levitar.
—¿Tienes control sobre tu poder? —inquirió Linus.
—Claro que lo tiene —afirmó la directora antes de que Daisy pudiera abrir la boca—. Si no, no le permitiríamos...
Linus alzó la mano.
—Le agradecería que dejara que Daisy respondiera por sí misma, señora. Aunque no me cabe duda de que solo quiere lo mejor para ella, me da la impresión de que los niños como Daisy tienden a ser más... directos.
La directora hizo ademán de hablar otra vez, pero Linus arqueó una ceja. Entonces la mujer asintió, suspirando, y se apartó un paso de Daisy.
Tras garabatear una última nota, Linus le puso el capuchón a su pluma y la guardó junto con el bloc de notas en su maletín. Se levantó de la silla, y las rodillas le crujieron en señal de protesta cuando se acuclilló ante Daisy.
La chiquilla se mordisqueó el labio inferior, con los ojos como platos.
—Daisy, ¿puedes controlarlo?
Ella hizo un lento gesto afirmativo.
—Creo que sí... No le he hecho daño a nadie desde que me trajeron aquí. —La boca se le torció hacia abajo—. Hasta que pasó lo de Marcus. No me gusta hacer daño a la gente.
A Linus casi le pareció creíble la última frase.
—Nadie dice que te guste. Pero no siempre somos capaces de controlar los... dones que hemos recibido. Y la culpa no es necesariamente de quienes poseen dichos dones.
Esto no pareció consolarla.
—Entonces, ¿quién tiene la culpa?
Linus parpadeó.
—Bueno, supongo que hay un montón de factores. Estudios recientes indican que los estados emocionales extremos pueden provocar reacciones como las tuyas. La tristeza, la ira, incluso la alegría... ¿Es posible que estuvieras tan contenta que le lanzaste una silla a tu amigo Marcus sin querer?
—Este era el motivo por el que lo habían enviado ahí. Habían ingresado a Marcus en el hospital para que le curaran la cola. Se le había quedado torcida en un ángulo extraño, cosa que el hospital había notificado de inmediato al Departamento Encargado de los Jóvenes Mágicos, como era su obligación. La notificación había dado lugar a una investigación, y por eso habían enviado a Linus a aquel orfanato en particular.
—Sí —respondió Daisy—. Es justo eso. Me puse tan contenta cuando Marcus me robó mis lápices de colores que le lancé una silla sin querer.
—Entiendo —dijo Linus—. ¿Le pediste perdón?
Ella bajó la vista de nuevo hacia sus bloques de madera, arrastrando los pies adelante y atrás.
—Sí. Y él dijo que no estaba enfadado. Incluso les sacó punta a mis lápices antes de devolvérmelos. Sabe hacerlo mejor que yo.
—Qué considerado por su parte —comentó Linus. Sintió el impulso de extender el brazo y darle unas palmaditas en el hombro, pero no habría sido apropiado—. Y sé que en el fondo no querías hacerle daño. A lo mejor, a partir de ahora, nos pararemos un momento a pensar antes de dejarnos llevar por las emociones. ¿Qué te parece?
La niña asintió enérgicamente con la cabeza.
—¡Y tanto! Prometo pararme un momento a pensar antes de lanzar sillas solo con el poder de la mente.
Linus suspiró.
—Me parece que no es exactamente eso lo que...
Desde las entrañas de la antigua casa llegó el tintineo de una campana.
—Galletitas —jadeó Daisy antes de arrancar a correr hacia la puerta.
—Solo una —le advirtió la directora, a su espalda—. ¡No te estropees el apetito antes de la cena!
—¡No lo haré! —gritó Daisy mirando hacia atrás antes de salir y cerrar de un portazo. Linus oyó el golpeteo de sus piececitos alejándose a toda prisa por el pasillo en dirección a la cocina.
—Sí lo hará —murmuró la directora, encorvándose en su silla, tras el escritorio—. Siempre lo hace.
—Yo diría que se lo ha ganado —señaló Linus.
Ella se frotó la cara con la mano y lo observó con recelo.
—Bueno, ya está. Ha interrogado a todos los niños. Ha inspeccionado la casa. Ha comprobado que Marcus se encuentra bien. Y, a pesar del... incidente con la silla, resulta evidente que Daisy no quiere mal a nadie.
Linus suponía que la mujer tenía razón. Marcus le había parecido más interesado en conseguir que él le firmara la escayola de la cola que en causarle problemas a Daisy. Él se había negado, alegando que eso habría estado fuera de lugar.
Marcus se había llevado una decepción, pero se le había pasado casi de inmediato. A Linus le había maravillado, y no por primera vez, la capacidad de recuperación de todos ellos.
—En efecto.
—Supongo que no me dirá qué piensa escribir en su informe...
—Desde luego que no —contestó Linus, irritado—. Como bien sabe, se le hará llegar una copia una vez que yo lo haya presentado. Conocerá el contenido exacto en ese momento, y ni un minuto antes.
—Por supuesto —se apresuró a decir la directora—. No pretendía insinuar que usted...
—Me alegra que entienda mi punto de vista —dijo Linus—. Y sé que el DEJOMA se lo agradecerá también. —Se puso a hurgar en el maletín, reordenando los papeles que había dentro hasta que quedó satisfecho. Bajó la parte superior y echó los cierres—. Y ahora, si no tiene nada más que comentarme, me retiro y le deseo unas muy buenas...
—Usted cae bien a los niños.
—Y a mí me caen bien ellos —respondió él—. De lo contrario, no me dedicaría a esto.
—No todos sus colegas son como usted. —La directora se aclaró la garganta—. O, para ser más precisos, no todos los demás trabajadores sociales.
Linus dirigió una mirada ansiosa hacia la puerta. Había estado tan cerca de escapar... Se volvió, sujetando el maletín frente a sí como un escudo.
La directora se levantó de la silla y rodeó la mesa. Él retrocedió un paso, más por costumbre que por otra cosa. La mujer no se le acercó más, sino que se recostó contra su escritorio.
—Nos han visitado... otros —dijo.
—¿Ah, sí? Era de esperar, claro, pero...
—No tienen en cuenta a los niños —prosiguió ella—. No los tienen en cuenta como personas, solo les importa lo que son capaces de hacer.
—Hay que concederles una oportunidad, como a todos los niños. ¿Qué esperanza pueden tener de que alguien los adopte si los tratamos como a seres temibles?
—Que alguien los adopte, dice —replicó la directora con una risotada.
Linus entornó los ojos.
—¿He dicho algo gracioso?
Ella sacudió la cabeza.
—No, discúlpeme. Su punto de vista me parece refrescante, en cierto modo. Desprende un optimismo contagioso.
—Soy como un rayo de sol, qué duda cabe —comentó Linus en tono inexpresivo—. Bueno, si no hay nada más que añadir, sé dónde está la salida...
—¿Cómo puede usted dedicarse a esto? —le preguntó ella y acto seguido palideció, como escandalizada por lo que acababa de decir.
—No sé a qué se refiere.
—A trabajar para el DEJOMA.
Una gota de sudor le resbaló a Linus desde la nuca hasta el cuello de la camisa. Hacía mucho calor en el despacho.
Por primera vez en mucho tiempo, deseó estar fuera, bajo la lluvia.
—¿Qué problema hay con el DEJOMA?
Ella titubeó.
—No pretendía ofenderle.
—Menos mal.
—Lo que quiero decir es... —Se apartó de su mesa, aún con los brazos cruzados—. ¿Nunca se hace preguntas?
—Nunca —respondió Linus de inmediato—. ¿Sobre qué?
—Sobre lo que ocurre con los lugares como este cuando usted presenta su informe final. La suerte que corren los niños.
—Salvo si me llaman para que vuelva, doy por sentado que siguen viviendo como niños geniales y felices hasta que se convierten en adultos geniales y felices.
—Que siguen vigilados por el gobierno a causa de lo que son.
Linus se sintió acorralado. No estaba preparado para esa conversación.
—Yo no trabajo para el Departamento Encargado de los Adultos Mágicos. Si tiene alguna queja al respecto, le recomiendo que se la comunique al DEAM. Yo me ocupo del bienestar de los niños, y de nada más.
La directora esbozó una sonrisa triste.
—No son niños durante toda su vida, señor Baker. Siempre acaban creciendo.
—Y mientras crecen, los profesionales como usted los dotan de las herramientas que necesitarán si se hacen mayores en el orfanato sin que nadie los adopte. —Reculó otro paso hacia la puerta—. Y ahora, si me disculpa, tengo que coger el autobús. Me espera un largo trayecto para volver a casa, y preferiría no perderlo. Le agradezco su hospitalidad. Y le reitero que, en cuanto presente el informe, se le enviará una copia para sus archivos. Por favor, no dude en consultarnos si le surge cualquier duda.
—Ahora que lo dice, tengo otra...
—Envíenosla por escrito —gritó Linus ya desde el pasillo—. Estoy deseando atenderla. —Cuando cerró la puerta tras de sí, el pestillo encajó en su sitio. Inspiró a fondo antes de exhalar despacio—. Ahora sí que la has hecho buena, chico. Te enviará cientos de dudas.
—Todavía le oigo —dijo la directora desde el otro lado de la puerta.
Sobresaltado, Linus se alejó a paso veloz por el pasillo.
Se disponía a salir por la puerta principal cuando se detuvo al oír un alegre estallido de carcajadas procedente de la cocina. Aunque en el fondo sabía que no era buena idea, se acercó hacia allí de puntillas. Pasó junto a varios carteles fijados en las paredes, con los mismos mensajes que había visto en los orfanatos acreditados por el DEJOMA en los que había estado. Mostraban imágenes de niños sonrientes bajo leyendas como Somos más felices cuando obedecemos a los encargados, Un niño callado es un niño sano y ¿Quién necesita la magia teniendo imaginación?
Asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Allí, en torno a una gran mesa de madera, había un grupo de niños.
Vio a un crío con los brazos cubiertos de plumas azules.
Vio a una chiquilla que reía con sonoros graznidos, como una bruja. No tenía nada de raro considerando que, según su expediente, eso es justo lo que era.
Vio a una muchacha mayor capaz de entonar cantos tan seductores que ocasionaban que los barcos embarrancaran en la costa. Linus se había quedado de una pieza cuando había leído esto en su historial.
Vio a un selkie, un niño al que una piel lanuda le cubría los hombros.
También vio a Daisy y Marcus, por supuesto, sentados uno al lado del otro. Con la boca llena de trozos de galleta, ella se deshacía en exclamaciones sobre la escayola de la cola del chico. Este, con el rostro salpicado de pecas rojizas y la cola apoyada sobre la mesa, le sonreía de oreja a oreja. Linus oyó que le pedía a Daisy que le hiciera otro dibujo en el yeso con uno de sus lápices de colores. Ella accedió de inmediato.
—Una flor —sugirió la chiquilla—. O un bicho con dientes afilados y un aguijón.
—Ooh —jadeó Marcus—. El bicho. Tienes que dibujarme el bicho.
Linus los dejó con sus cosas, satisfecho con lo que había visto.
Se encaminó de nuevo hacia la salida. Suspiró al percatarse de que se había vuelto a dejar el paraguas.
—Pues anda que...
Abrió la puerta y salió a la lluvia para emprender el largo camino de vuelta a casa.
Quién es TJ Klune
♦ Nació en Oregón, Estados Unidos, en 1982.
♦ La casa en el mar más azul es un éxito de ventas del New York Times y ganó el Premio de Fantasía Mitopoeica 2021 de Literatura para Adultos.
♦ Escribió los libros La canción del cuervo, La canción del corazón y Quiénes somos, entre otros.
♦ Su novela Into This River I Drown ganó el Premio Literario Lambda al Mejor Romance Gay en 2014.
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