Subió con fuerza un repecho y encaró una bajada suave de apariencia inocua, pero había caído mucha agua, las cubiertas nuevas eran resbaladizas y el piso estaba sucio de gravilla. Y de golpe, en esa emboscada, la rueda patinó, la bicicleta giró abruptamente, cayó en seco sin deslizar ni un metro y se le estalló la cadera contra el asfalto. Supe inmediatamente que había pasado algo grave, pero recién unos segundos después, cuando sentí que me clavaban un puñal al intentar mover la pierna, entendí que el accidentado era yo y no otro. Que la cadera que se había partido en pedazos era la mía. Quedé inmóvil en medio de la carretera una hora y media hasta que llegó la ambulancia.
Esa madrugada me había bañado en la playa de Saint Jean de Luz, donde terminan —o empiezan, según— los Pirineos y salí con la bici a una travesía de mil kilómetros subiendo y bajando montañas rumbo a Roses para hacer pie en la otra punta de la cordillera, en el agua del Mediterráneo. Subí las primeras cuestas a ritmo rápido y alegre, pasé Ainhoa y luego una de las rutas más hermosas que he recorrido, al filo del cañón del río Nive, en un laberinto de curvas en medio de un bosque de mil verdes. Rodábamos a buen ritmo, cerca del kilómetro 60, en un grupo de cuatro algunos minutos adelante del pelotón y justo después de dar un relevo la rueda delantera se va al diablo y en un instante ese trance idílico de paisaje y pedaleo se interrumpió de manera abrupta, con mi cuerpo estrolado contra la carretera.
No podía mover la pierna. Cuando la desplacé apenas un milímetro al acomodar el cuerpo sentí el dolor más intenso que jamás haya experimentado. Tanto que no sé cómo nombrarlo, ni puedo imaginarlo ni recordarlo. Mi cuerpo olía la muerte, como si fuese un ciervo tirado en el piso esperando su sentencia. Y así me lo hizo saber mientras estuve inmóvil en medio de la ruta.
Un valenciano con el que había hecho amistad en las dos horas de viaje se sentó espalda contra espalda para darme respaldo en la insólita posición en la que había quedado postrado y así se quedó él, también inmóvil, durante el larguísimo tiempo que tardó en llegar la ambulancia. Un fotógrafo se plantó delante de mío dándome el otro respaldo vital; el de la palabra. Y con su voz y ejercicios de respiración sostenía la calma que yo perdía cada tanto. Paró una ciclista para darme la mano y así me dejó, mano contra mano durante un rato largo. El ciervo herido no estaba solo. Recién ahí rompí en un llanto desconsolado.
La pierna se hinchaba cada vez más. Perdí mucha sangre, supe luego que casi un tercio de toda la que circula por mi cuerpo. Las maniobras para acomodar la pierna, para hacer el diagnóstico y para subirme a la ambulancia fueron un festival de fuegos de artificio del dolor y ya en la ambulancia me tocó la enfermera más amable del mundo. Hablamos de la compasión y cuando ya empezaba a mezclarse el dolor del cuerpo fracturado con el placer de la morfina que circulaba por mi sangre entendí lo que tenía que hacer.
Le pedí el teléfono, busqué el grupo de whatsapp que tengo con mis dos hermanos y les conté en un audio que me había destrozado el fémur en varios pedazos e iba en una ambulancia al hospital de Hondarribia. Les pedí que me ayudaran y no llegué a decirles nada más porque rompí en llanto por segunda vez. Creo que me entregué cuando supe que no hacía falta decir nada más. Ya no era un ciervo herido. Era alguien con mucha suerte que sabía que bastaba con que ese mensaje viajase por antenas satelitales hasta llegar a los teléfonos de mis hermanos para estar a salvo. Ellos se harían cargo. Contándole de mi buena suerte a la enfermera se multiplicó el efecto de los opioides y me dormí hasta que llegamos al hospital.
Hay averías, me dijo el radiólogo. Me había roto el hueso más largo del cuerpo en nueve pedazos y lo arreglaron como un rompecabezas sobre un andamiaje de titanio que en la radiografía parece un rascacielos de la cadera a la rodilla. Tampoco se había salvado el sacro (el culo, sin tanto eufemismo) ni la pelvis. Tenía magullada toda la parte izquierda del cuerpo. Desperté con el buen humor del Propofol más de seis horas después de haber entrado al quirófano. Ahí empezó un viaje nuevo. Aprender a moverme, a inclinarme, a rotarme a ir al baño o a alcanzar objetos que estuviesen a más de medio metro de distancia. Todas las cosas que aprendemos en los primeros años de vida y damos por hechas olvidando que son gestas deportivas extraordinarias. Y, en medio de todo, eso lidiar con el dolor. Ya no esos espasmos extraordinarios de la hora que seguía al accidente. Era un dolor más tenue pero también más distribuido, sostenido, día y noche durante días, semanas, meses.
Fer, mi compañero del alma de la bici, me llevó al hospital Annapurna el libro de Maurice Herzog en el que, tras haber hecho cima por primera vez en un pico de más de ocho mil metros (sin saberlo, en el más difícil de todos ellos) y luego de que le amputaran sin anestesia los dedos de los pies y las manos congelados para evitar gangrenas, escribió su célebre frase “Hay otros Annapurna en la vida de los hombres…”.
Sin tanto empaque histórico y con mucho menos drama yo sentí lo mismo. Pelear con todas mis fuerzas para mover un pie, y luego la rodilla y la cadera era mi nuevo Tourmalet, la cima que estaba a mitad de viaje de los Pirineos y que habría subido en una hora sostenida al límite físico y del dolor. El ejercicio no era muy distinto: tomarle el gusto a la adversidad, no poner el foco en el dolor o el sufrimiento sino en un deseo brutal de lograr aquellas pequeñas hazañas y así vivir esta experiencia corporal, mental y emocional como uno de esos tantos viajes que le dan riqueza a la vida. No el más placentero, pero tampoco el menos interesante. Es, para poner un ejemplo más llano, como el que empieza a disfrutar el picante. Entender que en esa variedad de matices algunas experiencias que al principio parecen nocivas se vuelven parte de una vida más rica.
Tenía mucha suerte. Recordar esto me ha servido siempre para no ponerme yo mismo en el lugar de una víctima que no soy, ni siquiera cuando en un dolor persistente y sostenido el cuerpo a veces me pide que lo exprese así. Los años de bici me entrenaron en este ejercicio de resignificación. Y, por sobre todo, hace unos pocos años, casi al mismo tiempo que empezaba mi aventura con la bicicleta embarqué en otro viaje: buscar herramientas de la ciencia para trabajar y mejorar algunos rincones de mi vida emocional en los que estaba a estancado. Aprender a vivir con el dolor y la adversidad física era uno de ellos. Fue algo que siempre se me dio muy mal. Me envalentonaba con viento a favor, pero ni bien asomaba el dolor se disparaban miedos e hipocondrías que no hacían más que estancarme.
Este viaje se convirtió en libro, El poder de las palabras, un poder del que tuve que hacer uso antes de que el libro se publicara cuando patinó la rueda poco después de cruzar el río Nive. Narrar con libertad, dar interpretaciones distintas, convertir la vida en un experimento, contemplar con cierta perspectiva, aprender a hablar con uno mismo para sacar la fuerza que uno encuentre, pero sin dejar de ser compasivo. Y escribir y rememorar estos días, como hago aquí, porque me hace bien y es una muy buena forma de sanarlos.
Quién es Mariano Sigman
♦ Nació en Buenos Aires en 1972.
♦ Se graduó en Física
♦ Tiene un doctorado en Neurociencias de la Rockefeller University de la ciudad de Nueva York y un posdoctorado en Ciencias Cognitivas del College de France en París.
♦ En 2006 fundó el Laboratorio de Neurociencia Integrativa de la Universidad de Buenos Aires.
♦ Escribió El breve lapso entre el huevo y la gallina, y La vida secreta de la mente: nuestro cerebro cuando decidimos, sentimos y pensamos, entre otros trabajos.
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