En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es la autora argentina Sofía Balbuena, que es librera en España. Su libro se llama Doce pasos hacia mí, fue editado por el sello Vinilo, y se trata de una narración en clave de autoficción.
En su nouvelle, Balbuena “hace una excusión al corazón de las tinieblas: el recorrido que va de su primera borrachera a -quizás- la última”, según describe la escritora, periodista y curadora Mercedes Halfon en la contratapa del libro. El nombre de la obra es una alusión bastante directa al programa de doce pasos seguido por muchas organizaciones de Alcohólicos Anónimos para tratar consumos problemáticos de sustancias.
Fue una amiga quien le dio a la autora la idea de que escribiera un ensayo sobre su vínculo con el alcohol, aunque habría preferido que se le ocurriera a ella. Sus lecturas sobre adicciones y autores alcohólicos precedían a la idea que su amiga le dio, y le sirvieron de motor y de compañía. Su obra es, sobre todas las cosas, la introspección hacia todo lo que vino después de que su padre, el único integrante de la familia con el que compartía alguna cerveza alguna vez, le dijera “Sofía, no te vayas a convertir en alcohólica”.
Cómo escribí “Doce pasos hacia mí”
Estamos en mi casa de Madrid. Mi amiga Valentina está en la cocina y yo estoy sentada en el escritorio. Ella prepara enchiladas para cenar mientras yo respondo correos de trabajo. De repente, como si nada, me dice: “Deberías escribir un ensayo sobre tu relación con el alcohol”. Claro que cuando me lo dice tengo una cerveza en la mano. El comentario me toca algo adentro, como cuando de repente te empieza a molestar el nervio ciático. Es una idea genial y no aguanto que no se me haya ocurrido a mí. Así que miento y le digo que por supuesto, que ya lo tengo todo pensado.
La verdad estricta es que no tengo nada pensado. Hasta el momento en el que Valentina levanta la cabeza de las hornallas y me mira para decir que debería escribir sobre mi consumo de alcohol yo no lo había ni imaginado. Pero como con todo en mi vida el asunto se viene anunciando hace largos meses, quizás años. “El destino manifiesta como río lo que planea como gota”, decía un afiche que mi amiga Paula tenía colgado en su vieja casa. Cuando Valentina dice lo que dice algo me pincha adentro pero también algo se forma. Miento, pero tengo una biblioteca que me respalda.
Reviso las estanterías, las listas de libros leídos, los subrayados que colecciono en mi Instagram y está todo ahí. Había pensado en todo, había recorrido el asunto desde todos los ángulos, pero no había reparado en que lo que esas lecturas y libros y citas tenían en común eran el hábito de beber y el hecho de que era yo la que las estaba leyendo. El problema de que vayamos a la lectura únicamente para identificarnos, para sentir empatía con alguno de los personajes o contención en lo que se narra, es que una pierde la capacidad de descubrir el ancho mundo fuera de una misma. Como una hija única que, con doce años e incipientes tetas, en la colonia de vacaciones, todavía se empeña a que se juegue siempre a lo que ella diga.
Lo que puedo decir en mi defensa es que yo no sabía que leía sobre las diferentes formas del consumo problemático de alcohol buscando un espejo. Más bien lo entendí cuando mi amiga me orientó hacia la escritura. Es curioso cómo no alcanzaba a distinguir eso que todo el mundo a mí alrededor veía claro. Me llegaban las imágenes, tenía cierta sensación de culpa constante, pero el televisor estaba mute. Sin embargo, en silencio todo eso se fue de alguna forma acumulando, esperando en algún lugar adentro que pudiera prestarle la atención que necesitaba. Dicen lo sádicos que releer es mejor que leer. A mí eso no me pasa. Releer me abruma, me cansa y aburre. Pero algo se había activado y el texto leído ya no era el mismo texto; como el río que nunca es el mismo y se manifiesta.
Tampoco creo que se pueda ir a la escritura a sanar. O sea, se puede intentar, pero no creo que sirva. Si una está enferma tiene que hacerse ver por un médico, la literatura es enorme pero no hace milagros. Escribir no sana, no te ilumina, ni siquiera te ordena. Escribir, pienso, es vivir adentro de una por una cantidad de tiempo siempre variable, como si todo alrededor te estuviera interrumpiendo. Puede ser algo maravilloso o una catedral de ansiedad. Puede hacerte muy feliz o separarte del mundo entero. En ese sentido funciona como el alcohol. Elige tu propia aventura.
Cuando me puse a escribir, por fin, el derrame fue vertical. Sentía que me vaciaba, que mi cuerpo, mis manos golpeando las teclas de mi computadora, no llegaban a acompasarse con el movimiento de mi cabeza. Eso es lo que tiene concentrar las ganas y dejarlas crecer; se desbordan. Una vez que empecé no pude parar y no había nada que me sacara de mi conexión con los astros y el todo. Estaba enchufada y las páginas se llenaban solas. No tenía tema de conversación, no quería salir, ni armar planes. Era imposible conversar conmigo de cualquier otra cosa que no fuera lo que había leído, lo que estaba escribiendo. Empecé a mirar el mundo también a través de ese filtro: cada persona era un ejercicio de comparación, algo que probaba o desarmaba mi teoría.
Terminé un primer borrador y lo giré. Algo de una extensión incómoda; demasiado largo para internet, demasiado corto para un libro. Tuve devoluciones, comentarios y por sobre todo, buenos consejos. Fue también una amiga la que me dijo: “No lo regales”. No sé la verdad si una escribe sola o el mundo alrededor la acompaña, pero el afuera, el ojo ajeno, yo lo necesito. Para muchas cosas, pero sobre todo para las cuestiones más bien prácticas: escribí sobre alcohol, Sofía; no regales el ensayo, Sofía. Claro que sin los diferentes procesos de documentación, lectura y escritura no habría texto. Lo escribí yo. Pero eso no es lo único que hace falta. En cualquier caso, lo que para mí es importante es que quede claro que no escribí Doce pasos hacía mí para dejar de beber. No creo que eso se pueda hacer escribiendo. Escribí Doce pasos hacia mí porque tenía algo para decir. Son cosas distintas.
“Doce pasos hacia mí” (fragmento)
Sofía, no te vayas a convertir en alcohólica, me advirtió mi papá antes de venir a vivir a España. Yo viajaba una semana después de un cateterismo que me había corregido una arritmia, medicada y bajo la pauta estricta de no tomar alcohol hasta que me dieran el alta definitiva. Lo que mi papá me dijo, en ese momento particular, me pareció fuera de lugar, alejado de lo que en ese entonces eran mi vida y mis circunstancias. Pero mi padre me conoce, sabe que me gusta beber. Antes de que yo misma lo intuyera, él ya lo había sentido como una posibilidad.
En mi casa al mediodía se tomaba —y se toma— Terma con soda. Mi hermana y mi mamá no toman alcohol. Mi hermano se emborrachaba cuando era más chico y salía los fines de semana con sus amigos. Siempre intento ir de visita a la Argentina cuando en España aún amanecemos con temperaturas bajo cero y en el pueblo en el que crecí, Salto, provincia de Buenos Aires, se despliega el verano. Allí viven todavía mis padres y mi hermano con su compañera y su hija. Cada vez que me subo a un avión y cruzo el océano para estar con ellos, mi hermana, que vive en la Ciudad de Buenos Aires, recorre los doscientos kilómetros de distancia que separan Salto de la Capital Federal para que pasemos todos juntos unos días, como familia.
Es una forma de cortar el largo invierno europeo al que todavía, cinco años después, no he logrado acostumbrarme. Cuando voy de visita, después de pasar el día en la pileta, a veces vamos al centro a cenar, siempre temprano, porque en mi familia nos gusta comer cuando nos da hambre y no según el esquema de horarios que estructuran los rituales de la alimentación. Somos un núcleo duro y cerrado, nadie sale y nadie entra. No nos juntamos con nadie más. Tenemos más familia, pero nunca hemos cultivado la costumbre de las cenas inmensas, las primas y los tíos. En mi casa la fiesta no se estila.
Cuando voy de visita, y el calor de la tarde ya no apremia y corre la brisa, y estamos con el cuerpo relajado y radiante después de haber pasado el día dejando que el sol nos atraviese, nos sentamos en la confitería con cierta premura y siempre sabiendo lo que vamos a pedir. Mi papá es mañoso, come siempre lo mismo y, además, conoce todas las confiterías de mi pueblo, que son muy pocas, y sabe qué pedir para comer en cada sitio; ni siquiera miramos la carta y esperamos ansiosos a la moza para descargar sobre ella el pedido completo de un solo golpe.
En esas oportunidades, mi papá se dirige a mí de forma directa, antes de que nos atiendan, cosa de tener resuelto el asunto cuando llegue la moza y reducir los tiempos de espera todo lo posible, y siempre pregunta qué quiero tomar, si lo acompaño con una cerveza. Esas son las únicas oportunidades en las que toma alcohol. Cuando lo comparte conmigo. En mi familia nadie bebe realmente.
Quién es Sofía Balbuena
♦ Nació en Salto, provincia de Buenos Aires. Es licenciada en Ciencia Política, máster en Literatura Comparada y máster en Creación Literaria.
♦ Vive en España y desde abril de 2019 trabaja como librera en Lata Peinada.
♦ Es autora de Doce pasos hacia mí.
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