En el año 2005, el economista de la Universidad de Chicago Steven Levitt, acompañado por el periodista Stephen Dubner, inauguraba su famosa serie Freakonomics, uno de los primeros libros “de economía” que fusionaron la cultura popular con las investigaciones y las técnicas formales de la disciplina. Tras cuatro años el libro había vendido más de 4 millones de copias en todo el mundo y el éxito lo convirtió en una franquicia multimedia. Los autores escribieron una saga de libros del estilo, filmaron una película, condujeron un programa de radio en una emisora pública, y redactaron un blog de frecuencia semanal.
Varios aprovecharon esta nueva modalidad de comunicación. Uno de los primeros fue Steven Landsburg, quien desde su posición de “economista de diván” aplica los principios de la disciplina económica a la vida diaria. Pero no fue el único. Con variantes, Nassim Taleb y su Cisne Negro, Dan Ariely y su Predeciblemente Irracional y Seth Stephens-Davidowitz y su Todos Mienten son ejemplos famosos de la explosión de textos divulgativos dedicados a entender mejor la información de los medios y el comportamiento humano.
Pero ninguno de estos autores logró tanta repercusión como Freakonomics. Y por raro que parezca, aquella marca registrada que parecía asegurar a Levitt y Dubner un lugar mediático predominante, un día se detuvo. Hace algo menos de diez años, Levitt resignó el negocio del entretenimiento mediático por otros intereses, y dejó un espacio que aprovechó como nadie Tim Harford.
Tim es un economista, periodista y locutor británico. Se presenta a sí mismo como “el economista camuflado”, que es además el nombre de su primer libro y bestseller. Conquistó a los lectores de inmediato por su personalidad. La obra consistía en una suerte de manual de economía para no entendidos que insistía en explicar que lo que lucía como una conspiración o una arbitrariedad, no era otra cosa que pura economía en acción.
Su trascendencia demostró que Harford estaba destinado a ser el genuino heredero de Levitt. Brindó charlas TED y en la Ópera de Sidney, fue nombrado miembro honorario de la Royal Statistical Society, y recibió la Orden del Imperio Británico por sus servicios prestados para mejorar la comprensión económica en 2019. Como locutor, Tim fue presentador en varias series de televisión y radio para la BBC, entre ellas Pop Up Ideas (Ideas que surgen), Trust Me, I’m an Economist (Confía en mí, soy un economista) y 50 Things That Made the Modern Economy (50 cosas que hicieron moderna a una economía).
Su podcast más famoso es More or Less (Más o menos), que se emite semanalmente desde 2001 y que conduce desde 2007. Esta serie radial fue la inspiración para escribir su último libro, 10 reglas para comprender el mundo: cómo los números pueden explicar (y mejorar) lo que sucede. Todo el material producido por Harford se manifiesta como un plan deliberado para mediatizar el éxito de la economía para explicar el mundo.
Se trata, después de todo, de un economista camuflado que desenmascara las afirmaciones desatinadas que pueblan los medios, y que nos aporta ideas inteligentes para inteligir el mundo. La idea detrás de 10 reglas… (y del podcast) es un poco más específica: señalar el mal uso de los números y corregir las conclusiones a menudo equivocadas que surgen de ellos.
Estamos acostumbrados a escuchar y repetir que existen “mentiras, malditas mentiras y estadísticas”. Este dicho popular pretende alertar contra el poder persuasivo de las estadísticas para reforzar argumentos débiles. Pero Harford cree que este pensamiento es resbaladizo, porque puede llevar al solipsismo. La respuesta a este estado de cosas, indica, no es dejar de usar estadísticas, sino usarlas mejor.
El autor reseña que en 1954 un periodista llamado Darrell Huff publicó un breve texto ocurrente llamado Cómo mentir con estadísticas. Vendió más de un millón de ejemplares y fue casi con seguridad el libro más popular sobre estadística jamás publicado. Harford también se maravilló con esta obra, pero se topó con un dilema: su propio trabajo incluía un gran cantidad de estadísticas… ¿cómo convencer al público de que “su” cálculo era el correcto? 10 reglas… no es otra cosa que un intento por demostrar que las estadísticas bien elaboradas no sólo son confiables, sino necesarias para evitarse engañar y engañarse.
El ejemplo más brutal de la necesidad de entender los números se presenta de inmediato en la introducción. La batalla por demostrar que el tabaco era perjudicial para la salud, hoy una verdad de perogrullo, fue una pelea mediática de proporciones épicas donde se pusieron en juego nociones epistemológicas fundamentales como verdad, causalidad y riesgo. Y por supuesto, la estadística era la que finalmente debía dar el veredicto final.
Los defensores de las tabacaleras entendieron pronto que su mejor estrategia sería extremar la posición cínica de Darrell Huff, y así lo hicieron. En 1965, un comité del Senado de los Estados Unidos debatía el tema y un testigo pericial habló con desdén de las pruebas científicas, sugiriendo que no podía probarse seriamente la relación causal entre fumar y contraer enfermedades pulmonares porque cualquiera podía “mentir con estadísticas”. Sí, aquel testigo infame no era otro que Darrell Huff.
El inicio del libro de Harford es contundente y su ritmo no flaquea a lo largo de los capítulos, cada uno de los cuales titula una regla. El autor elabora con destreza literaria ejemplos categóricos de elevada significatividad. ¿Hasta dónde confiar en nuestras sensaciones? Caso ilustrado: la historia de Han van Meegeren, el artista que vendió una obra de Vermeer falsa a la mano derecha de Hitler, Hermann Göring.
¿Qué rol debemos otorgarle a la experiencia personal y detallada en la búsqueda de explicaciones? Caso ilustrado: el esquema de microcréditos del economista Muhammad Yunus, que ofrecía en Bangladesh préstamos baratos a las mujeres pobres para crear una generación de microemprendedoras. ¿Cómo se interpreta correctamente una estadística? Caso ilustrado: la afirmación de la institución Oxfam de que las 85 personas más ricas del mundo tienen tanto dinero como la mitad más pobre de la población mundial. Estas son sólo tres de las diez reglas que nos regala el autor, todas igual de interesantes, todas igual de convincentes.
Harford resume su decálogo en un consejo general basado en la puntual afirmación de la filósofa Onora O’Neill: “La confianza nace más de una indagación activa que de una aceptación ciega”. Si queremos poder confiar en el mundo que nos rodea, aduce Harford, debemos mostrar interés y formularnos preguntas. Para el autor, estos interrogantes no son crípticos ni demasiado técnicos. Son las preguntas que se haría cualquier persona reflexiva y curiosa.
El objetivo de 10 reglas…, por ende, no es tanto explicar los preceptos de la teoría estadística (algo que podemos leer con calidad y placer en la obra del crédito local Walter Sosa Escudero Qué es y qué no es la estadística), sino capturar la atención del público y activar su sentido cuantitativo crítico.
¿Es este objetivo realista? Es posible que la comprensión de los principios de la estadística, incluso por parte de quienes la estudian, no siempre sea suficientemente profunda. Citando una vez más a Sosa Escudero, el grueso de los cursos de estadística dedica demasiado tiempo a resolver problemas, y poco a los problemas en sí mismos. Y muchos de quienes completaron un curso de estadística básica conocen las soluciones a un montón de problemas, pero no conocen los problemas. Me animo a advertir que aún necesitamos de muchos economistas camuflados que nos ayuden a pensar y deliberar sobre la información imprecisa y sus abusos.
Debe reconocerse por otra parte que los diez mandamientos estadísticos de Harford forman parte, pero no se corresponden enteramente, con la profesión de economista. Si bien 10 reglas… proviene originalmente de su programa radial, podemos considerarlo como otro de los serviciales efectos secundarios que trajo la revolución conservadora y a la vez populista de Trump y Boris Johnson.
Tras estas experiencias traumáticas que minaron el uso de la lógica y poblaron los medios de fake news han proliferado los libros divulgativos que intentan recuperar la razón en las sociedades americana y británica. Estos textos han sido escritos por autores de las más diversas profesiones, entre ellos los psicólogos Adam Grant y Steven Pinker, la estadística Julia Galef, el crítico literario Gary Morson, y el periodista Jonathan Rauch.
En su libro Harford ya no es el economista presumido que procura vender una profesión muchas veces injustamente denostada, sino un cientista social transdisciplinario que sugiere suavizar las opiniones radicales y rebajar la arrogancia de algunas afirmaciones explicando sus detalles. Desde luego que esta estrategia se aplica con frecuencia a la discusión de las políticas económicas. Si se quiere introducir una renta básica universal, o un determinado impuesto, o reformar el sistema de salud, habrá que justificar con cuidado cada propuesta y sus implicancias.
Pero claro, 10 reglas… está lejos de resolver estas cuestiones tan importantes. Su objetivo, aceptablemente más cómodo y honesto, es establecer pautas mínimas de comportamiento racional mediante el empleo riguroso de las estadísticas. Lo más difícil, consecuentemente, parece quedarle a los políticos. Y vale preguntarse si ellos son los más preparados para encarar estos desafíos.
“10 reglas...” (fragmento)
En la primavera de 2020 —cuando estaba dando los últimos retoques a este libro—, lo que estaba en juego con las estadísticas rigurosas, oportunas y transparentes resultó, de repente, muy claro. Un nuevo coronavirus arrollaba al mundo. Los gobernantes debían tomar las decisiones más relevantes que se habían tomado en décadas, y tenían que hacerlo rápido. Muchas de estas decisiones dependían de los datos que recababan los epidemiólogos, los estadísticos médicos y los economistas. Millones de vidas estaban potencialmente en riesgo, así como el sustento de miles de millones de personas.
Escribo estas palabras a principios de abril de 2020: muchos países de todo el mundo llevan un par de semanas de confinamiento, las muertes globales han superado las 60.000, y no está nada claro cómo acabará todo esto. Quizá, cuando este libro llegue a tus manos, estemos enfangados en la peor depresión económica desde la década de 1930 y el número de muertos se habrá disparado. Quizá, gracias al ingenio humano o a la buena fortuna, estos miedos apocalípticos se hayan desvanecido y solo formen parte del recuerdo. Hay muchas situaciones posibles. Y ese es el problema.
El epidemiólogo John Ioannidis escribió a mediados de marzo que el Covid-19 «podría ser el fracaso del siglo». Los detectives de datos hacen cuanto pueden, pero deben trabajar con datos incompletos, inconsistentes y terriblemente inadecuados para tomar decisiones de vida o muerte con la seguridad con que nos gustaría.
Los detalles de este fracaso se estudiarán, sin duda, en los años por venir. Pero algunas cosas ya están bastante claras. Al principio de la crisis, por ejemplo, parece que los políticos han entorpecido la transmisión libre de estadísticas claras, un problema del que volveremos a ocuparnos en el capítulo octavo. Taiwán se quejó de que a finales de diciembre de 2019 ya informó de indicios importantes sobre la transmisión entre humanos a la Organización Mundial de la Salud (OMS), pero, a mediados de enero la OMS tuiteaba sin asomo de duda que China no había detectado pruebas de transmisión entre humanos. (Taiwán no es miembro de la OMS porque China reclama la soberanía sobre este territorio y exige que no se lo trate como un Estado independiente. Es posible que este obstáculo geopolítico haya provocado este supuesto retraso.)
¿Influyó en algo? Casi seguro que sí. Con el número de casos doblándose cada dos o tres días, nunca sabremos qué habría cambiado de haber estado advertidos un par de semanas antes. Está claro que muchos líderes se tomaron su tiempo para valorar la gravedad potencial de la amenaza. El presidente Trump, por ejemplo, declaró a finales de febrero: «Va a desaparecer. Un día, como un milagro, desaparecerá». Cuatro semanas después, con 1.300 estadounidenses muertos y con más casos confirmados que ningún otro país, el señor Trump todavía anunciaba con esperanza que en Pascua todos podrían ir a la iglesia.
Mientras escribo estas líneas los debates son encarnizados. ¿Podrán las pruebas rápidas, el aislamiento y el rastreo de contactos contener los brotes indefinidamente, o solo retrasarán los contagios? ¿Deberíamos preocuparnos más por las reuniones de pocas personas en espacios interiores o por las reuniones de mucha gente en espacios exteriores? ¿Cerrar las escuelas impide el contagio del virus, o es más dañino que los niños se queden en casa con unos abuelos vulnerables? ¿Hasta qué punto ayuda llevar mascarilla? Estas y muchas otras preguntas solo podrán responderlas buenos datos sobre quién se ha infectado y cuándo.
Pero un número considerable de infecciones no se registraron en las estadísticas oficiales debido a la falta de pruebas. Y las pruebas que sí que se llevaban a cabo proporcionaban un panorama sesgado, pues se centraba en el personal médico, los pacientes críticos y —afrontémoslo— personas ricas y famosas. Cuando escribo estas palabras, los datos todavía no pueden decirnos cuántos casos leves o asintomáticos hay y, por lo tanto, cuán mortífero es el virus.
A medida que el número de muertes aumentaba exponencialmente en marzo, doblándose cada dos días, no había tiempo que perder. Los líderes pusieron a las economías en un coma inducido: más de tres millones de estadounidenses se quedaron en el paro en solo una semana de finales de marzo, lo cual multiplicó por cinco el récord anterior. La siguiente semana fue incluso peor: seis millones y medio de personas se quedaron sin trabajo. ¿Las posibles consecuencias para la salud eran lo bastante catastróficas como para justificar esta pérdida de empleos? Eso parecía, pero los epidemiólogos tuvieron que hacer sus mejores conjeturas con una información muy limitada.
Es difícil imaginar un ejemplo más extraordinario de hasta qué punto solemos dar por garantizada una recopilación de cifras sistemática y precisa. Las estadísticas de un amplio abanico de cuestiones importantes que precedieron al coronavirus se recabaron a lo largo de los años gracias al esfuerzo de estadísticos diligentes, y con frecuencia se pueden descargar desde cualquier lugar del mundo sin cargo alguno. Pero este lujo nos ha malcriado, y despreciamos con despreocupación las «mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas». El caso del Covid-19 nos recuerda lo desesperada que puede ser una situación cuando carecemos de estadísticas.
Quién es Tim Harford
♦ Nació en Inglaterra en 1973. Es economista, divulgador y periodista.
♦ Conduce un podcast especializado de la BBC y es columnista del Financial Times.
♦ Es autor de El economista camuflado, El poder del desorden y 10 reglas para comprender el mundo: cómo los números pueden explicar (y mejorar) lo que sucede, entre otros.
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