Problemas en la escuela: ¿mano dura o mano blanda? Este libro propone una tercera opción

En “Los chicos toman la palabra”, Horacio Cárdenas se pregunta cuál es el rol del docente en el aula y propone las asambleas como una forma efectiva de escuchar a los alumnos para resolver sus problemas.

El maestro de primaria Horacio Cárdenas insiste en la importancia de las asambleas de estudiantes para resolver los problemas de los alumnos. ¿Cuál es el rol de los docentes? ¿Sirve la violencia como forma de obtener respeto?

“La escuela no es lo que era antes”. “Los chicos ya no tienen valores”. “Los maestros no se hacen respetar”. Como explica el escritor y maestro de primaria argentino Horacio Cárdenas en su nuevo libro, Los chicos toman la palabra, “los discursos sobre la caída de la autoridad en la escuela proliferan por doquier”. Pero, ¿de dónde sale la idea de que, hoy por hoy, en la escuela no hay respeto? ¿Por qué se cree que la única solución es más “mano dura?

Los chicos toman la palabra puede leerse como un manual -y mucho más que eso- que permite devolverle el lugar a la escuela como “espacio de formación para una ciudadanía plena en una sociedad democrática y diversa”, así como al docente el de principal responsable de los chicos en el aula. Con su extensa formación como maestro en una escuela pública de Lugano, Cárdenas recupera un dispositivo pedagógico tradicional que, sin embargo, no es utilizado con la frecuencia necesaria: las asambleas de aula.

“Las asambleas sirven, en principio, para desarrollar el ejercicio de la palabra, derecho tan vapuleado. Hablando se aprende a hablar, pero no simplemente cotorreando, soltando barullo de fondo. Se aprende a hablar si se habla para los demás, diciendo para ser escuchado, conversando para convencer, para averiguar, para felicitar, para conmover. Se aprende a hablar en el desafío de encontrar las palabras que agiten, que hurguen, que sostengan o inviten a los otros”, escribe Cárdenas.

De nada sirve la “mano dura” o la imposición de respeto a través de la violencia. En Los chicos toman la palabra, Cárdenas propone juntar “manos firmes con manos tiernas en un abrazo fraterno” para instalar la idea de que las ganas y el amor son tan necesarios dentro del aula como los libros, el pupitre o el pizarrón.

“Los chicos toman la palabra” (fragmento)

horacio cardenas 1920

Capítulo 6: La autoridad y el respeto

Manos

Los discursos sobre la caída de la autoridad en la escuela proliferan por doquier. Desde editoriales periodísticos hasta proclamas de panel televisivo se desgañitan vociferando cómo se ha perdido el respeto en las aulas. El “ya no es como antes” se acepta como ley científica. Pero ¿qué indicadores cuantitativos o cualitativos se utilizan para afirmar que en la escuela no hay respeto? ¿De dónde surge y cómo se sostiene esa afirmación?

Y por otra parte, ¿cómo se consigue el respeto en la vida y en la escuela? ¿Es patrimonio del cargo, del puesto ocupado en el caprichoso organigrama social o institucional?

Circulan propuestas de soluciones mágicas e inmediatas con las cuales el respeto se consigue y la ley se imparte, “mano dura” mediante. Nos preguntamos, ciertamente, qué resultados concretos pueden enarbolar las políticas sociales e institucionales basadas en este criterio. ¿Funcionaron alguna vez en algún lado? El ejercicio de la violencia genera un tipo especial de vínculo entre quien la ejerce y quien la recibe: ¿se puede llamar a esa relación “respeto”?

Quizás, a la hora de canjearse respetos en el aula, las propuestas pedagógicas jueguen un papel preponderante. El respeto a la propia tarea es contagioso, venga de donde venga. La carencia de sentido, por el contrario, puede atentar contra el respeto. ¿Se respeta acaso algo sin significado ni destino? Y al revés: ¿quiénes no respetan aquello que se hace con amor, pasión y contenido transformador?

Ni mano dura ni mano blanda: en la escuela juntamos manos firmes con manos tiernas en un abrazo fraterno.

El deseo

Cuenta una seño algo que le ocurrió en sus inicios profesionales. Incómoda por andar girando de escuela en escuela, histórico suplicio del suplente, recibió contenta la noticia de una licencia más larga para cubrir. Linda suplencia, pero con una grave advertencia: era uno de los tantos grupos caratulados como “terribles”. Séptimo grado: preadolescentes con acné, bozo robusto y miradas torvas. ¡Tan difíciles! Ya habían hecho renunciar a tres maestras. Se decía en los pasillos que a una de ellas hasta le habían mordido una pierna, los caníbales. Quién iría a saber si no habrían colgado el esqueleto en el aula. Todo podía ser. En rigor, nadie estaba en condiciones de asegurarlo, porque nadie se atrevía a entrar.

La seño, sin embargo, fue. Llegó a la escuela y, por supuesto, la largaron sola. Le marcaron con un índice temeroso el camino a la jaula de los leones. Avanzó. Llegó. Tomó aire y abrió la puerta del aula. Efectivamente se encontró con un verdadero descontrol. Se confirma una vez más esa inveterada costumbre que tienen los alumnos de hacer caso a los rótulos que suelen imponerles los adultos de la institución. Conversaciones desfachatadas, música impune, alguna vuelta de pugilismo amateur, todo entre papeles y tizas voladoras.

Esquivando un proyectil perdido, saludó con una cálida sonrisa. Si acaso alguno la divisó, no consiguió ni el más mísero gesto. Ante la alternativa de llorar y salir corriendo o intentar algo, se decidió por probar la segunda opción. Para la primera siempre habría tiempo.

Respiró hondo y dejó sus cosas en el escritorio, que puso esforzadamente en su lugar. Empezó a borrar el pizarrón. Creyó notar una leve merma en el barullo. Estimulada, continuó borrando los dos pizarrones con fuerza indisimulable. Se dio vuelta y se encontró con alguna que otra mirada en la maraña.

Sacó de su mochila dos libros que tenía preparados para leerles. Llamativos eran los libros. Grandes y con colores. Claramente, ahora podía asegurar que el ruido era menor y las miradas más numerosas. Por último, colgó el mapa que con buen tino había solicitado en la biblioteca antes de entrar. Si la historia que contaría venía de lejos, sería bueno que vieran desde dónde.

Se paró ante la clase y, mientras se sacudía los restos de tiza, el rumor expiró en murmullos. Sobre el silencio flamante se escuchó una voz que declaraba:

–Oia... Parece que esta sí tiene ganas...

Así empezó una hermosa relación que todavía hoy perdura en los recuerdos. Porque no es tentador burlarse de quien se entrega en su tarea. Porque rara vez se maldice a los apasionados.

Las ganas de enseñar son tanto más convincentes que cualquier respeto exigido.

Ni mano dura ni mano blanda: Cárdenas propone juntar "manos firmes con manos tiernas en un abrazo fraterno" para desterrar la violencia de las aulas.

♦ Presencia y coherencia

La autoridad es el fruto de una relación, de un conjunto de interacciones. No es solo cuestión de carácter ni de virtudes personales previas. No se trata de detentar y ostentar cualidades individuales, como atributos “naturales” o producto de una misteriosa “vocación docente” que nos empuja por indómito impulso interno.

La autoridad es una construcción que, en principio, requiere la presencia. Se trata de estar ahí, ratificar el deseo de estar ahí. Ser vistos con nuestras ganas. Poner el cuerpo y vibrar. Sostener las banderas (o “aguantar los trapos”, dirían en el barrio). Plantarse, no trasplantarse. Apersonarse: aparecer en persona, no en molde ni en cáscara.

No tramitar la jornada aguardando ansiosamente el timbre, como quienes de vez en cuando sueltan a viva voz su fastidio de estar, su alivio de viernes. Desde luego, el esfuerzo merece la recompensa del descanso, necesaria, impostergable, pero si las frases y las señas solo dicen que lo único que queremos es escapar, entonces ni el menor compromiso podemos exigir.

Cuando las maestras retiramos el deseo, los malestares aparecen en el aula. Si no ponemos ganas en nuestra tarea, ¿qué esperamos como respuesta estudiantil? Esa desidia transmitida retorna inevitablemente en ansiedad, violencia, agresión. En cambio, cuando la tarea se encara con lumbre de vida, el ardor se contagia. Por eso, la más exquisita herramienta para acotar la indiferencia es el deseo, las verdaderas ganas de trabajar.

Se trata de ofrecerse de cuerpo y alma presentes, con fresca vida manando en nuestro interior. Estar con ellos y con ellas, no con los pajaritos en otra parte. Desenfundar el corazón, lanzarse de cabeza contra el tedio. Propiciar el fuego vital, “aun cuando solo fuera en la blancura de un pañuelito lavado”. Habitar plenamente la clase. Presencia hacia adelante, invadida de vida. Rotunda y descarnada presencia.

Anotaba Daniel Pennac, maestro y escritor francés: “Una sola certeza, la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía: de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en mi materia, de mi presencia física, intelectual y mental, durante los cincuenta y cinco minutos que durará mi clase”.

Si no hay amor, que no haya nada entonces.

La autoridad también requiere coherencia. Las maestras no somos ejemplos de bronce, próceres para calcar, pero si no ejercemos lo que pregonamos, de nada servirán todos nuestros intentos. Si hay divorcio entre la sustancia y la forma, de alguna u otra manera la contradicción estalla.

Cuando los gestos simples desacompañan los grandes discursos, la catedral de buenas costumbres se desmorona. Si el respeto es solo un término para perfumar las más insignes arbitrariedades, entonces reina la burla y las sanciones son venganzas personales. En las relaciones humanas hay códigos explícitos y coherencias implícitas: si respetamos, suelen respetarnos. Para que en nuestros barrios no relumbre el acero, “lo que digo con el pico lo sostengo con el cuero”, como decía la milonga.

Si con los actos faltamos el respeto, por más palabrerío que ornamente el convento, ese látigo vuelve.

Violencias, reflejos de otras violencia

La violencia en la escuela es un asunto que preocupa y ocupa a quienes enseñamos. Late a diario en las aulas; a veces se retira arrinconada, otras estalla a flor de piel, sin miramientos. La sufrimos todos, niños y adultos. Nos supera, nos excede, pero como ciertamente afecta, nos obliga a pensarla y a intervenir.

Brevemente discurrimos en este apartado sobre sus causas, escapando de la disertación de cafetín. El resto del texto desarrolla la asamblea de aula, uno de los instrumentos que más resultados nos acerca para mitigar los malestares, pero aquí aclaramos en qué bosque hachamos.

Las violencias que manifiestan niños y niñas en la escuela son un eco más de la descarnada violencia que la sociedad ejerce sobre nuestros niños y niñas. Por si la frase no resuena, la aclaramos sin medias tintas: denunciamos la explotación y sobrexplotación infantil, la precariedad laboral de las familias, la desocupación, el hambre, la miseria, la dificultad para armar un proyecto personal, la imposibilidad de alcanzar necesidades creadas por la sociedad de consumo, por la ética neoliberal y la masificación mediática de su discurso, la negación de las posibilidades de participación y de ejercicio de la solidaridad, el imperativo de realización individual mediante el “tener” en lugar del “ser” o del “estar siendo con otros”.

Esto es violencia y nuestros niños la viven, la beben, se les inscribe. ¿Es extraño, entonces, que la detonen en la escuela?

En definitiva, sabemos que si queremos disipar la violencia no queda otra que cambiar las causas profundas que la generan: el modo en que se organiza la sociedad para producir y repartir sus frutos.

Como no es tarea del corto plazo, nos ponemos a andar. Mucho podemos hacer desde la escuela. La asamblea se nos presenta como una herramienta imprescindible en ese sentido. Tampoco deberíamos excluir del análisis una escabrosa serie de violencias en que la propia escuela y sus docentes incurrimos, que podrían explicar las despiadadas respuestas infantiles, de esta manera totalmente justificadas. Hablamos de la violencia física y verbal, la que se ve y oye “a simple vista” (por suerte, cada vez más escasa en las aulas), así como también de la infraestructural: las condiciones materiales de aprendizaje en los edificios escolares, en ocasiones ilegales e insalubres.

Pero sobre todo hablamos de una violencia simbólica no siempre evidente: la tradición de identificar el silencio con la salud y el movimiento con la dispersión, el corrimiento de las funciones pedagógicas de la escuela por las de exclusiva contención social, las visiones peyorativas sobre las posibilidades de aprender de niños y niñas o las miradas estigmatizantes con diagnósticos que etiquetan y patologizan a granel.

Hablamos también de violencias didácticas que se nos escapan sin intención: el desparramo de contenidos inabarcables y ajenos al sujeto que aprende, la expropiación ideológica de su historia y su presente, la distancia entre el conocimiento presentado y las lecturas cotidianas del mundo que realizan los estudiantes, la delegación de la tarea didáctica en libros de textos inadecuados; en síntesis: la pura exigencia sin enseñanza a cambio.

Por eso, no hay técnicas aisladas de un enfoque general. No podemos pensar que una herramienta esporádica resolverá cuestiones grupales si al mismo tiempo enseñamos matemática como si quienes la aprenden fueran treinta cerebritos aislados y preseteados. Una didáctica específica también conlleva una noción de trabajo, de disciplina y de convivencia. La dinámica grupal depende en gran medida de la propuesta pedagógica que se disponga para todas las áreas.

Quién es Horacio Cárdenas

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1976.

♦ Es maestro de primaria y escritor.

♦ Es autor de los libros Los chicos tienen la palabra, Diario de ruta y Prospectiva económica y alternativas de desarrollo para la Región Carbonífera de Coahuila.

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