“¡Ojalá te tuviera aquí a mi lado! Qué largas horas de delicias no serían para mí las que pasaría en la cama contigo. Me parece Alejandra, que en lugar de lo que saben todos los hombres y tanto les gusta a Uds. recibir, te echaría yo el alma. No puedes figurarte el estado de excitación en que entro cuando pienso en ti, que es todos los días, negra mía, realmente no sé cómo no me enfermo”. El tono de este fragmento se repite constantemente en las cartas que Prilidiano Pueyrredón le mandara a Alejandra Heredia entre 1853 y 1859.
Prilidiano Pueyrredón (1823-1870) fue pintor y arquitecto. En enero se cumplen 200 años de su nacimiento; museos y academias celebrarán como es debido al que algunos consideran el primer pintor nacional de calidad mundial, y el que todos coinciden que fue quien delineó la estética fundacional de la Argentina moderna. La cultura visual del siglo XIX estará para siempre ligada a sus paisajes de la pampa y a sus retratos de la naciente sociedad burguesa, hoy en exhibición permanente en el Museo Nacional de Bellas Artes.
El historiador y periodista Roberto L. Elissalde, sin embargo, no se refiere ni al oficio ni al talento de Prilidiano en su libro Prilidiano íntimo (cuidada edición de Sammartino ediciones, 2022). Esta paradoja no es tal si comprendemos la operación inteligente y generosa del autor a partir de ciertos hallazgos documentales que son la columna vertebral del libro.
Prilidiano fue el único hijo del para entonces exdirector supremo Juan Martín de Pueyrredón y de su mujer 25 años menor, María Calixta Tellechea. Recibió en Buenos Aires una educación dedicada que continuó en Burdeos, París y Cádiz. El 25 de mayo de 1840 lo encontramos celebrando el aniversario de la Revolución con su padre en la casa de José de San Martín. En el 49 la familia vuelve a Buenos Aires y en 1950 su padre muere en su chacra de San Isidro.
Empieza entonces una nueva etapa en su vida, a caballo entre España y Buenos Aires, con la compañía y la sombra de una madre viuda y siempre más o menos “loca, materialmente loca”, cuyas demandas operan de límite a la autonomía del hijo. En 1852 se establecen en Cádiz y allí, a espaldas de su madre, Prilidiano comienza un romance con María Alejandra Heredia, una gaditana humilde y poco instruida que lo fascina y con quien tiene una hija, Urbana. Cuando su hija tiene sólo meses, Prilidiano y su madre se mudan primero a Sevilla y luego a Buenos Aires. Comienza así una correspondencia extraordinaria que fue encontrada por Elissalde en el Archivo General de la Nación entre un fárrago de documentos presentados en la testamentaria de Prilidiano.
Elissalde transcribe las cartas que Prilidiano enviara a Alejandra y que ésta presentara en la sucesión como prueba de filiación de su hija y, por lo tanto, heredera de sus bienes. En Prilidiano íntimo las reproduce textualmente, sin caer en la tentación de la sobre interpretación ni en la mendacidad del fragmento. Nos abre así la posibilidad de recrear una conversación doméstica que es a la vez un testimonio de época, un manual de erotismo, y una fuente de cuentos jugosos contados con el tono de quien no escribía para la Historia, y que nos interna en las calles de Buenos Aires y en los vericuetos de su corazón.
Damas y damas
Toda anécdota se vuelve interesante en la pluma moderna de Prilidiano. En viaje a América en uno de los primeros transatlánticos británicos, le describe a Alejandra la opulencia y la inmensidad del paquebote que tiene todo menos “…señoras, porque no vienen más que cuatro inglesas cual más fea (porque también las hay y rematadas) y las criadas, que siempre en estos buques son las inatacables”. Esta afirmación de su preferencia por ella se repite en cada carta; le cuenta así la visita que le hace a su antiguo amor Magdalena Costa en Río de Janeiro: “La impresión que me dio… fue la del tedio y la del disgusto, y a poco rato la dejé. … Me embarqué sin despedirme”.
Prilidiano escribe mucho sobre Urbana, preocupándose por salud y por su educación. Insiste a la madre en forjar el carácter de la hija: “No pierdas, Alejandra mía, ocasión alguna de dominar el genio voluntario de Urbana: no te olvides que su felicidad ha de pender más tarde en el modo como tú la eduques en los primeros años”.
Y en otra carta: “Yo quisiera saber cómo le va de lectura y escritura… que aprenda cuentas, principalmente, nada más importante… Urbana no debe perder tiempo en costuras y bordados, eso se aprende más tarde en media mañana cuando el espíritu está formado y la inteligencia acostumbrada a la observación y el raciocinio. Esas labores han de ser para ella una recreación y no una ocupación”.
Las cartas de Prilidiano son privadas, caseras, universales. El modo en que fluyen del amor al consejo práctico y de la economía a la crianza recrea el murmullo de la vida cotidiana. El 31 de enero de 1856 Prilidiano le escribe a Alejandra que espera verla pronto y que “… me parece que ya te tengo en mis brazos y toda mi sangre afluye no te lo niego, como tú sabes. (tachado ilegible) toda mojada”. El hilo sigue con escenas sexuales descriptas con todo detalle. Párrafo seguido, Prilidiano informa que, por medio de José Prudencio Guerrico, “mi amigo de París”, le haría llegar 12 onzas de oro. La conversación sobre giros y Letras y sobre el modo más prudente de administrar el dinero es tan recurrente como la amorosa.
Las cartas también relatan episodios de la vida pública de Prilidiano, en donde predominan el humor y el sentido común. Especialmente divertido es el modo en que cuenta a Alejandra que “me veía amenazado de empleos públicos que detesto”. Por ejemplo, el de jefe de Policía, al cual había respondido que esperaba de sus amigos “un poco menos del egoísmo que a mí me reprochan, un poco más del patriotismo que a mí me suponen… (y rueguen) al Todopoderoso me deje ahora y siempre al lado de mi Sra. Madre, con la cual tengo bastante policía, política, gobierno y patria que administrar”.
Las cartas pintan a un Prilidiano que pendula entre volver a España (lo disuaden alternativamente su madre, las epidemias y la guerra en España, los encargos públicos en Buenos Aires, las inversiones que tiene que cuidar), y la mudanza de madre e hija a Buenos Aires, que él mismo luego desalienta “por la inestabilidad política”. Lo cierto es que ninguno de los viajes se concreta y Prilidiano nunca las vuelve a ver. La correspondencia se va espaciando; la última carta que recibe Alejandra está fechada el 26 de noviembre de 1959. En ella Prilidiano se excusa de dos años de silencio.
En el testamento que redacta y firma el 30 de junio de 1869 el pintor se declara soltero; informa además que “… no tengo herederos forzosos, ascendientes ni descendientes”. Deja su casa a quien cuidó de su madre y de él, y a su hija Urbana la suma de 50.000 pesos sin aclarar su paternidad. Nombra herederos a sus parientes más próximos de grado, y entre estos favorece a los hijos y nietos de sus parientes más queridos, doblando la cifra que les correspondería proporcionalmente.
Prilidiano Pueyrredón murió el 3 de noviembre de 1870 como consecuencia de una diabetes que nunca, hasta muy avanzada, trató con seriedad. Urbana se casó en 1873. En el registro parroquial figura como “hija de padres no conocidos”. El murmullo de la vida.
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