Qué gesto es el de editar de nuevo un libro de poesía tras décadas pasadas de su primera edición. Sacarlo del olvido en las librerías y volver a encontrarlo en sus vidrieras y sus anaqueles. Para que las lectoras y lectores tengan entre sus manos el ejemplar individual sin tener que perderse en las obras reunidas o completas que impiden muchas veces identificar lo único y lo particular de ese poemario.
Esto es lo que sucede con La identidad de ciertas frutas (La ballesta magnífica, 2021) de Amanda Berenguer, comentado en esta sección hace unos viernes atrás. Esto es lo que sucede con Luz de día de Blanca Varela (Lima, 1926-2009), editado originalmente en Lima en 1963 y vuelto a editar en Santiago de Chile por la editorial Komorebi en el 2020.
Así, renace Blanca Varela, con sus ojos negros azabache, mirándonos fijo sin parpadear en su escritura con esta reedición. Se actualiza nuestra lectura al volver a leer casi 60 años después su segundo libro, Luz de día, libro que sin duda sentó las bases de su poética. Porque su palabra huele, toca, ve y muerde en ese filo nebuloso del poema que, reservado, expresa lo justo, sin decir poco.
“Para mí la poesía es respiración y silencio. Esto último es muy importante porque en ese silencio debe haber cosas que tienen que quedar en el alma del lector”, dijo alguna vez Varela. Fue integrante de la llamada “Generación del 50″ peruana junto con poetas como Javier Sologuren, Jorge E. Eielson y Sebastián Salazar Bondy, también estuvo cerca de César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, más cercanos a la tradición surrealista, y, ya en Europa en los 50′, de Octavio Paz.
Si bien en Ese puerto existe (1959), primera obra, se observan rasgos de la tradición de las vanguardias latinoamericanas por cómo se organizan las metáforas visuales, los sonidos, los juegos de palabras, al igual que asoma un uso incisivo de la lengua española con influencias del gran César Vallejo. Sus gestos de introspección lírica, por momentos vital y por momentos oscura, prometen una voz distinta al resto de los poetas de su generación: “Junto al pozo llegué, / mi ojo pequeño y triste/ se hizo hondo, interior. / Estuve junto a mí, / llena de mí, ascendente y profunda, / mi alma contra mí, / golpeando mi piel, hundiéndola en el aire,/ hasta el fin” dicen los versos de “Fuente”.
Luz de día despeja, entonces, abruptamente el camino hacia una sensibilidad previa y propia en Varela que coincide y se profundiza bajo la influencia del existencialismo al que, en su apogeo, ella asiste por casi una década en París donde conoce a Jean Paul Sartre y traba amistad con Simone de Beauvoir. “Hasta la desesperación requiere un cierto orden. Si pongo un número contra un muro y lo ametrallo soy un individuo responsable”, son las primeras palabras del libro.
Entre la prosa y el verso, el poemario parece transitar una incomodidad donde la potencia de vivir juega, va y viene, con su complemento que es la esperada muerte: “No hablemos de esa pequeña desesperación que se enciende y se apaga como una luciérnaga. Basta una luz más fuerte, un ruido, un golpe de viento, para que retroceda y se desvanezca”, escribió en “Del orden de las cosas”.
De este modo, la intensidad existencial de Blanca Varela se volvió persistente en su producción, más allá de las escuelas filosóficas, en su carácter conciso, en su aspiración por un imaginar contenido sin concesiones y sin velos: “NIÑO come llorando/llora comiendo niño/ en animal concierto/ el placer y el dolor/ hacen al ángel/ a dos carrillos músico”, dice “Concierto animal”, un poema de 1999. Su obra se completa con Falso teclado (2000), canto del cisne al que le tuerce el cuello como, según ella, “Vallejo se lo tuerce a la gramática”.
Reunida su obra en Donde todo termina abre las alas (Galaxia Gutenberg, 2001), Blanca Varela ocupa hoy un lugar central en la literatura peruana. Inconfundible y apartada estéticamente de su generación se impuso, desde el principio y sin estridencias, como una estrella visible y al mismo tiempo en la penumbra, que atrae la energía y el interés de las y los nuevos poetas de Latinoamérica, sin cesar.
“En lo más negro del verano”, de Blanca Varela
El agua de tu rostro
en un rincón del jardín,
el más oscuro del verano,
canta como la luna.
Fantasma.
Terrible a mediodía.
A la altura de los lirios
la muerte sonríe.
Sobre una pequeñísima charca,
ojo de dios,
un insecto flota bocarriba.
La miel silba en su vientre
abierto al dedo del estío.
Todo canta a la altura de tu rostro
suspendido como una luz eterna
entre la noche y la noche.
Canta el pantano,
arden los árboles,
no hay distancia,
no hay tiempo.
El verano trae lo perdido,
el mundo es esta calle de fuego
donde todas las rosas caen y vuelven a nacer,
donde dos cuerpos se consumen
enlazados para siempre
en lo más negro del verano.
En un rincón del jardín
bajo una piedra canta el verano.
En lo más negro,
en lo más ciego y blanco,
donde todas las rosas caen,
allí flota tu rostro,
fantasma,
terrible a mediodía.
(de Luz del día, Santiago de Chile, Komorebi Ediciones, 2020)
Quién fue Blanca Varela
♦ Nació en Lima, Perú, en 1926 y murió en esa misma ciudad en 2009. Se la considera una de las voces poéticas más importantes de Latinoamérica.
♦ Fue parte de la llamada “Generación del 50″ de distinguidos poetas de su país. Vivió en París, ciudad en la que Octavio Paz la hizo conocer a artistas e intelectuales latinoamericanos y españols. Fue amiga de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Alberto Giacometti, entre otros.
♦ Su obra se tradujo al alemán, francés, inglés, italiano, portugués y ruso. El Instituto Nacional de Cultura de Perú la condecoró con la Medalla de Honor.
♦ Entre sus libros se cuentan Ese puerto existe, Luz de día, Canto villano, Camino a Babel oscura Donde todo termina abre las alas.
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