Hay cosas que agrandan el mundo y otras que lo estrechan. Hay escenas y momentos en que la vida toma la cualidad de la redondez. A veces pensamos, cuando algo encaja o hace sentido, que es redondo, pero en realidad, es cuadrado, de ahí la expresión “algo cuadró”. Y como todo sentido, un cuadrado, es una puntuación transitoria. Si no, se convierte en otra cosa, no en un sentido, sino en piedra.
La redondez es más parecida a esa piedra, sin principio, sin fin, sin puntos, ni comas. Sin escansión, por lo tanto, sin ritmo. La vida redonda puede ser como un zumbido constante. Un continuo bajo la forma de invasión de información, de estridencia inaudible, o bien como un silencio que no sirve al canto, sino que asesina a la palabra. Esos son los momentos en que es preciso retirarse. Hacer un punto. Aunque ocurre a veces que lo que queda es retirarse de sí. La sensación es la de sobrar, no de manera triste, que en el fondo es un llamado a la inclusión, sino de manera desesperada.
La experiencia de Antoine, el protagonista de La náusea de Sartre, es la de la redondez. Tuvo el presentimiento de lo que es “existir” al observar la raíz de un castaño que se hundía en la tierra. La raíz ya no era raíz, sino una masa negra, una pasta pegajosa; como si fuera la verdad de todas las cosas, descubre que la vida es una masa informe, sin sentido, sin distinciones. Masa. Antoine tiene una sensación rotunda (palabra que se parece a redondo): estar de más.
Quizá apagar el teléfono por un periodo prolongado es una forma de hacerse el muerto
Quienes se autolesionan expresan a veces que ese acto “corta” algo que se vuelve infernalmente infinito. Hacen un punto de manera literal, con el cuerpo. Quizá el acto de saltar al vacío a veces represente lo mismo. La depresión, la fatiga que lleva a dormir más de la cuenta, son formas de desaparecer de la escena. Cuando hay aire aún disponible, se cuenta con maneras más afortunadas de cortar lo redondo: gestos significativos, palabras que tengan un efecto de corte. Hay muchas formas de decir no, hacer un alto, un silencio que entonces permite iniciar un ritmo. Silencio no es vacío. El vacío es lleno, como el de Antoine, es nauseabundo existencialmente.
El calvario del insomnio es precisamente el de la presencia de sí que empieza a sobrar. El insomnio puede, a veces, parecerse más a la nada invasiva que al silencio.
Hay discusiones redondas que solo se detienen si alguien se retira físicamente, pero también simbólicamente, suspende su rol y dice algo inesperado. Luego algo se desplaza.
En la pandemia
Quizá una de las cosas más difíciles durante la pandemia fue precisamente lo redondo de los roles en el encierro. Perder la ciudad es también una forma de perder la posibilidad de retirarnos de nosotros mismos, de ser otra persona, de ser nadie. No se puede ser madre o padre, hijo, pareja, funcionario, todo el tiempo. No se resiste ser llamados todo el tiempo a responder desde el mismo rol. Por eso el final del día tiene algo especial. La ciudad, en este sentido, es también una puntuación. Aunque cada vez más la ciudad virtual hace del tiempo algo redondo. Un ruidito constante.
A los gritos
Los gritos pueden ser una forma de cortar, pero cuando se vuelven forma de vida, son como la dureza, el exceso de presencia, de normas, de goce, todas posibilidades de lo redondo. Cuando cae la vida política o bien su exceso vuelto vigilancia y paranoia, son también lo redondo. Imagino a lo redondo de un color que encandila. Mientras que el azul, como escribió Rebecca Solnit, es el color de la distancia, y no es más que la distancia la que da lugar a la existencia del deseo. La ansiedad es la que busca acortar distancias porque confunde al deseo con un problema a resolver. Lo antes posible. Perder el azul acercándose demasiado puede hacer de las cosas, incluso las anheladas, una masa informe, como la de Sartre o negra como el Vantablack usado en aviones espías: un color hecho para no distinguir nada.
Amores insoportables
Hay amores redondos. Insoportables. No se puede estar con el otro, pero tampoco sin él. Solnit cita a Simone Weil: amemos esta distancia, toda ella tejida de amistad, pues los que no se aman no pueden estar separados. Hay cosas que si no se pierden no se pueden amar.
Creyentes
El azul, las cosas azules, llegan después en la vida, con el tiempo. Cuando se descubre la melancolía, la textura del anhelo, cuando se complejiza la relación con la belleza, todas formas, escribe Solnit, “de compensar parcialmente las pérdidas que sufrimos con el tiempo”. Quizá por la misma razón es que la adultez puede volver a las personas más creyentes, aunque sean creyentes en nadie; mientras que la creencia infantil es más orgánica, supone a un Dios como extensión de los padres. La adultez puede acercar a la plegaria sin ninguna garantía ni certeza, hecha solo de la humildad que da la constatación de la fragilidad.
A veces pensamos que son los críticos los que saben más. Pienso que solo los compasivos entendieron algo. La crítica también puede ser redonda.
Perderse...
Perderse no es solo una forma desesperada de cortar lo redondo. Perderse puede ser un placer. Una siesta, un viaje, leer un libro, el alcohol, las drogas, las marchas, el carnaval, concentrarse en algo. El placer de ser nadie. Aunque también, estos recursos para el placer de salir de sí, pueden operar al revés: como formas de infatuar al yo. Hay quienes nunca dejan de ser quienes dicen ser y, antes bien, las sustancias, la intensidad de un escena solo exacerba su orgullo. Pienso que hay gente redonda. Gente insoportable. Gente que seguramente habita en todo el mundo, también en mí.
Y soltarse...
La palabra “lost” viene de los, del nórdico antiguo, palabra usada para disolver un ejército: rompan filas… y piérdanse. Tomen su camino, sin insignias, sin estrellas. Lose yourself, es también perderse y soltarse. Se usa para decir: relájate. A veces ocurre lo contrario, y se les dice a los sufrientes: “sé tú mismo y relájate”. Imposible. Ser uno mismo es una estrella que seguir; una estrella que, como escribió Blanchot, finge dar un orden al azar de arriba. Hay quienes solo pueden andar con las estrellas en el uniforme. No pueden salir de un rol o ir más allá de lo que conocen. El mundo se estrecha y puede ocurrir que pretendan estrechar el de los demás. Como si democratizar el propio mal relajara.
Un hilo de donde tomarse
Relajarse no en el sentido de un masaje sino en el de soltar (se) y perderse, es un aprendizaje, quizá un arte. Un trabajo de artesano. Según Walter Benjamin perderse no es lo mismo que estar desorientado o perdido: “Perderse en una ciudad, como puede uno perderse en un bosque, requiere práctica… aprendí este arte ya avanzada mi vida”.
Creo que perderse, tanto como dormir, son cosas que se pueden hacer cuando hay un hilo del que tomarse. Saber que habrá retorno si se quiere, saber que hay amanecer. La errancia puede no ser en absoluto un perderse que agrande el mundo. Hay errancias subjetivas, unos ires y venires sin nada que anude, sin nada que haga sentido. Eso que para algunos es líquido y virtuoso, para otros puede significar estar en la masa nauseabunda del infierno redondo. Ahí donde algunos nadan, otros se ahogan. La misma receta no sirve para todo el mundo.
A veces se insiste demasiado en ser la misma persona, y el resultado es una especie de mueca trasnochada de sí, como cuando no se saca el maquillaje a tiempo
A veces se habla de deconstruirse o de lo fluido como si fuera lo mismo que cuando te dicen que puedes relajarte en una trotadora, en la que no solo no hay temblor, sino que además es capaz de quebrarte el espíritu. Deconstruirse no es cualquier cosa, de seguro no es un uniforme lleno de estrellas, pero tampoco una disolución total. Saber “dejar”, según Derrida, es una de las cosas más bellas, arriesgadas y más necesarias en la vida. Está muy cerca del abandono, del don y el perdón. “La experiencia de una deconstrucción nunca ocurre sin eso, sin amor (..) comienza por homenajear aquello, aquellos, con los que se las agarra”. Dejar vivir, tanto como dejar algo, es para Derrida hacer algo con la herencia. No es refundación sobre el vacío. Primero hay reconocimiento, deuda, luego un movimiento singular, un dejar. Dejar agranda el mundo. No dejar es la fatalidad de la repetición.
Con dolor
Hay otras formas de perderse que no son programáticas. Formas de estar perdidos, por ejemplo, en la enfermedad mental o en las demencias seniles; estas últimas con el añadido de que hay una conciencia de estar desapareciendo. Son formas dolorosas de perderse. Hay otras formas de irse que tampoco son parte del programa de la deconstrucción, no buscan ser otro, sino otro hogar. Un lugar en el mundo. Es quizá el Bartleby de Melville, cuyo lugarcito es un repetitivo “preferiría no hacerlo” en una oficina de abogados; bien para él, desesperante para el resto, porque desbarata el sentido de un tipo de sociabilidad tipificada que no lo enlaza. Bartleby es un tipo de soledad buscada, un corte, quien sabe quizá de qué redondez, pero que insiste en estar en la escena con otros. Solo, pero con otros. Según Thoreau un deambular logrado es precisamente el de quien se siente en casa en todas partes.
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Otra forma de salir de lo circular es hacerse el muerto, a veces, justamente, para no morir. La depresión podría ubicarse allí, o hacerse el tonto, andar al mínimo. O literalmente, como tantos lo han hecho, irse sin aviso. Faltarle a otro, a un mundo que toma demasiada consistencia que entonces no dejó lugar a un sentido singular, a una soledad. A veces hacerse el muerto es salir para recobrar el aliento; otros no vuelven más. Puede ocurrir en la vejez, una especie de despedida programada para que el último día no duela tanto. O bien, la fatiga como forma de acurrucarse a sí mismo. Quizá apagar el teléfono por un periodo prolongado es una forma de hacerse el muerto.
Somos lo que amamos
¿Qué nos hace ser la misma persona desde que nacemos hasta el final? ¿Qué tiene que ver ese primer cuerpo rechoncho con la tela de cebolla terminal? Hay una gravedad que orienta, el yo que vamos construyendo a partir de todo aquello con lo cual nos vamos identificando. De algún modo somos lo que amamos.
El yo no es un problema hasta que se pierde. Hay momentos en que cuesta más la continuidad de sí: en la adolescencia, la vejez, la migración o en un accidente repentino. Por otro lado, como dice el antropólogo David Le Breton, hoy no basta existir, sino que se suma una exigencia al yo: un mejoramiento continuo. Como si vivir fuera un trabajo de desarrollo personal. El yo también es algo que puede hipertrofiarse. A veces se insiste demasiado en ser la misma persona, y el resultado es una especie de mueca trasnochada de sí, como cuando no se saca el maquillaje a tiempo.
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El yo es el nombre de la continuidad de la identidad. Y si bien orienta, cansa. Le Breton llama blancura (otro color como modo de existencia) al deshacerse del centro de gravedad, dejándose llevar a un no-lugar como despojamiento del máximo de identidad. Aunque pueda ser dolorosa para los cercanos, no es la nada. Puede implicar una nueva discreción, una lentitud, una humildad, que puede ser un aire, una despedida o una reserva de libertad. Perderse, como lo pensaba Benjamin, es una forma de hacer espacio. Si en la línea del tiempo solo se puede ser lo que se es –un ser para la muerte–en el espacio es posible ser otro que sí mismo. Tiempo suspendido.
Ser o no ser
Ser o no ser no es la pregunta de una identidad, sino del acto. ¿Quién soy si hay un asunto pendiente? Un asunto que me llama a restituir. Dar o no esa batalla, dejarlo ir, pedir perdón, perdonar, mirar en otra dirección. Esas son las preguntas difíciles. Dejar, soltar, perderse, volver, perderse más, y cada tanto volver a mirar al cielo, a ver si se encuentra alguna estrella.
* Constanza Michelson es psicoanalista y escritora. Psicóloga y magíster en psicoanálisis por la Universidad Diego Portales.
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