De boca en boca: un séquito fúnebre que se pierde en la pampa, ese paisaje “feo como un trapo”

El escritor Diego Vecchio se une a la cadena de recomendaciones y elige la novela de una extraña travesía por la pampa, a quienes autores extranjeros han definido como lo “menos interesante que pueda encontrarse”, “una interminable pista de bowling” y otras linduras.

Diego Vecchio, Fermín Eloy Acosta y el libro recomendado.

En la primera mitad del siglo XIX, un puñado de viajeros ingleses llegaron hasta el Río de la Plata para prospectar las riquezas minerales de la región andina y asesorar a posibles inversores y accionistas. Los negocios no prosperaron, pero nada es completamente inútil en este mundo. Los informes redactados durante aquellas travesías dejaron estampada una impronta en la incipiente literatura argentina, con las descripciones de los territorios que recorrieron los viajeros para ir de Buenos Aires hasta los Andes.

Robert Proctor considera que la pampa es la región “menos interesante que pueda encontrarse en el mundo; tan pocos objetos de curiosidad se ofrecen para quebrar el tedio de las perpetuas planicies y deshabitados páramos”. Según J. A. Beaumont, “nada hay en la comarca que satisfaga la emoción estética o que inspire la imaginación del escritor: lo bello y lo sublime son extraños a este paisaje”. Para John Miers, la pampa se parece a “una interminable pista de bowling”; para Samuel Haigh, a un “mar de tierra”. En el siglo XX, en Ecuador, sin haber puesto un pie en Argentina, Henri Michaux remata esta serie con una fórmula: “La pampa, tierra de vacas, dice tiene todo lo que tiene que decir en un metro cuadrado, pero después lo repite en miles y miles de kilómetros cuadrados”.

Estas imágenes no descansan y vuelven a irrumpir en el siglo XXI. La pampa es “un paisaje feo como un trapo” leo en Bajo lluvia, relámpago o trueno, primera novela del escritor, guionista y realizador audiovisual Fermín Eloy Acosta (Olavarría, 1990), publicada por Entropía y premiada en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires en 2019.

"Bajo lluvia, relámpago o trueno", el libro de Acosta.

La novela plantea una intriga mínima. En su lecho de muerte, una madre formula un deseo: que su cuerpo sea enterrado en el cementerio de Villa Evangelina. Su hija, que también es la narradora, emprende un viaje en carro, junto al ataúd, para ejecutar la última voluntad de la difunta, hacia un punto marcado en un mapa cuya esquina ha sido mordisqueada por los perros. La acompañan en la excursión Elena, su hermana adoptiva; Rudes, la tía que no suelta en ningún momento su Remington y Pedernera, el baqueano tuerto.

Los viajeros se adentran en un territorio que, por su flora y su fauna, nos recuerda a la pampa, donde todo es igual, un “puro lo mismo” desplegado hasta el hartazgo y el infinito. “Hasta ahora, lo que veo”, dice en medio del viaje la narradora, “se parece al lugar de donde vengo”. El único punto de referencia, el único signo distintivo, la única localidad nombrada en la llanura de la repetición es el lugar hacia donde se dirigen: Villa Evangelina. Pero el séquito fúnebre se extravía y nunca llega a destino.

Los muertos no mueren del todo al morir, sobre todo los muertos que no reciben sepultura y que por eso mismo no pueden callarse. El cadáver de la madre es algo más que un cuerpo sin vida, conservado con arsénico, salitre, alumbre y granos de café en las axilas y las partes pudendas para que no huela, encerrado en un ataúd, transportado en una carreta. Es un espectro reducido a uno de sus elementos: la voz. En la pampa no hay silencio. Este fantasma sonoro formula una orden que ha de ser cumplida y que conduce al séquito fúnebre hacia su propia destrucción. La novela lleva hasta sus últimas consecuencias un dilema: obedecer a una orden espectral que conduce hasta la muerte o liberarse de esta orden, abjurando la última voluntad de un difunto.

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El viaje por esta pampa espectral que nos propone la novela de Fermín Eloy Acosta se vuelve una experiencia del desastre, en su sentido estrictamente etimológico. Los astros no orientan el camino de los viajeros, sino por el contrario, lo borran y tuercen, con el auxilio de los elementos naturales: lluvias, relámpagos, truenos y tormentas. Los personajes no viajan solos, sino acompañados por una mala estrella que siempre los ha perseguido en vida. Los signos de malagüero se multiplican.

Ni bien comienzan el viaje, el carro atropella un perro flaco y viejo. Los pájaros siguen al cortejo fúnebre, enviándoles mensajes funestos. La casa de adobe en que se hospedan en medio de la pampa se incendia. La carreta se desbarranca y los caballos se dan a la fuga. El ataúd se cae. El séquito se empecina en proseguir el viaje llevando el cajón a la rastra, atado con sogas. Los acompañantes van muriendo hasta dejar a la narradora sola con la muerta. La última voluntad de la difunta es en realidad una maldición.

Pero no todo es desolación en Bajo lluvia, relámpago o trueno. Al cortejo fúnebre se le suma, en medio de senderos que no conducen a ningún lado, El Lengua, un perro vagabundo destinado a transformarse en el único compañero que le queda a la narradora, una vez que decide enterrar el cuerpo de su madre en medio de la nada, desobedeciendo a la voz del fantasma y ganar así la supuesta libertad que nos procura el silencio.

* La semana próxima continúa la cadena de recomendaciones de De boca en boca.

Quién es Fermín Eloy Acosta

♦ Nació en Olavarría, provincia de Buenos Aires, en 1990.

♦ Es escritor, investigador y realizador audiovisual.

♦ Ganó el Premio del jurado de novela en la Bienal Arte Joven Buenos Aires 2019, por Bajo lluvia, relámpago o trueno. En el jurado estaban Selva Almada y Félix Bruzzone.

Bajo lluvia, relámpago o trueno (Fragmento)

Sabíamos el tiempo que iba a venir por el celaje. Refucilos que se desparramaban a lo largo del cielo, nubarrones que decían tormenta. Pero aún no prendía del todo, andaba lejos, la veíamos centellear en los rincones del campo abierto mientras se levantaba el viento, corría entre la paja espigada. Como si anduviera junando el viaje, tomando fuerza acá y allá, nos siguiera el rastro. A esa altura llegamos a ver un grupo de pajarracos de alas cortas, picos ganchudos, planeaban cerca del piso mientras nos pasábamos el mate todavía tibio. ¿Será que llueve?, dijo Rudes. Nadie respondió nada. Elena me señaló un camino de hormigas que iban por el borde del cajón. El viento levantaba polvo entre el pedregullo. Habíamos cruzado ya dos, tres diligencias en marcha contraria, apuradas, supusimos, por volver al pueblo. Sin embargo se sentía como si merodeáramos por camino solitario. ¡Bah! ¡Nos tienen miedo que salimos al camino!, dijo Rudes. Quedamos en silencio.

Nos detuvimos de repente. Entre las ruedas del carro fue a perderse algo. Si tenía cabeza se la golpeó contra la madera. Retumbó. Después salió disparado, como un pájaro o perro viejo que cruzaba el camino, los caballos habían frenado juntos, como si hubieran visto un fantasma. Nos sacudimos, nuestros cuerpos, despabilados, preguntaron qué, cómo, por qué. Asomados, los cuatro vimos al bicho que volaba en el aire, sentimos el rechinar de las ruedas, el cuero tensado de las monturas de los caballos, el animal en el aire, histérico, peludo, hacía su aparición, caía al piso, una mancha punzó le brotó en pedazos sobre el pecho, como un kinetoscopio. Nos miramos. Nos quedamos inmóviles, el paisaje en nuestros ojos aún se mecía. Con el carro detenido, Pedernera bajó del pescante, a nosotras nos recorrió los cuerpos la brisa caliente de ese campo. Caminó despacio hasta agarrarlo. Nos hizo una señal con la mano, decía estense quietas. Casi que hicimos caso. El frío áspero de la mano de Elena se deslizó sobre la mía. El hombre tomó el perro por las patas, la cara desfigurada, parecía una liebre. Pelaje sucio, patas quebradas. ¿Hay que dispararle?, dijo Rudes desde su lugar, sentada en el pescante, levantó el arma de la falda, buscaba el lugar exacto donde empujar la vida para que saliera. Nosotras contuvimos la respiración, pensé en nuestros estómagos, estrechos como los de algunos animales. Largamos el aire. Pedernera revoleó el perro al lugar de donde había salido. Parecía decir la basura a la basura. El golpe en el suelo, despiadado, el sonido de las cosas que suenan por última vez.

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