¿Tenía razón Martín Fierro? La novela que se pregunta si la unión entre hermanos es siempre posible

El escritor argentino Damián Huergo publicó “La ley primera”. El protagonista, como un detective, sigue las huellas de su hermano mayor, con problemas de adicción a las drogas.

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Damián Huergo nació en 1983
Damián Huergo nació en 1983 en Longchamps. En 2019 fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes.

En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.

Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es el argentino Damián Huergo, que además de escritor es docente, periodista y sociólogo. La novela que acaba de publicar a través del sello Tusquets se llama La ley primera, un guiño inmediato con uno de los versos más conocidos no sólo del Martín Fierro, sino de la literatura argentina.

La ley primera, se sabe, es que los hermanos sean unidos. Y la hermandad es uno de los ejes sobre los que se levanta esta obra de ficción con tintes autobiográficos. Las adicciones son otra columna vertebral de este libro, que se pregunta sobre qué lenguaje crear para hablar de esos dos temas.

Detrás del libro de Huergo hay dos décadas de un hermano menor que sigue lo más de cerca posible los pasos de su hermano mayor: sus amistades, su culto a la música, los rituales con los que se vincula con la noche. El autor mira de cerca la adicción a la cocaína de su hermano Sebastián, y cómo ese consumo rompe con la idea de familia que gobernaba su casa hasta que ese hermano se involucró en robos y en peleas y hubo que internarlo para que se rehabilitara. ¿Cómo se construye una hermandad en esas circunstancias? ¿Cómo se construyen las hermandades? Eso se pregunta La ley primera.

Cómo escribí “La ley primera”

Antes de empezar un libro, no escribo una primera línea de largada, ese animal silvestre, baqueano, que largamos a morir al bosque umbroso de la página en blanco. Tampoco punteo un índice o una escaleta, ni desarrollo una caracterización de personajes o me entusiasmo con un tratamiento, como dicen los guionistas. Por el contrario, en ese momento fundacional, hago lo que menos sé hacer: dibujar.

Con la misma lapicera azul con la que marco mis lecturas, trazo un croquis compuesto por círculos, zonas, vistas áreas que me interesan explorar; o, mejor dicho, habitar, ya que desde el arranque imagino que voy a estar un tiempo largo, larguísimo, ahí adentro. Quizá lo hago para procrastinar el momento de la escritura, para demorar el salto; quizá para cartografiar un territorio que aún no existe mientras doy los primeros pasos.

El dibujo inicial de La ley primera tiene tres áreas, tres preguntas, tres conflictos que se tocan y enciman y mimetizan. Donde termina tu círculo empieza el mío, podría decirle un círculo a otro. El primero es la hermandad. En particular, la relación entre hermanos, el amor entre hombres que se puede construir o destruir, según las circunstancias. Y en el medio del círculo, una serie de preguntas que toca y raspa a todas las hermandades posibles: ¿por qué de una misma casa, con la misma familia y crianza, un hermano puede salir por la puerta de adelante y otro por la de atrás y otro por la ventana del altillo? ¿Cómo es posible que puedan moldearse en una misma casa dos o más personas radicalmente opuestas? ¿Qué común armaron esas diferencias mientras vivieron juntos? ¿Son tan opuestos como se autoperciben?

En el bellísimo Crónica de mi familia, el escritor italiano Vasco Pratolini, narra las vicisitudes entre dos hermanos separados de bebés por las bombas, el hambre, la destrucción sistemática de la Gran Guerra. La ley primera toma y abre y comparte la pregunta por las diferencias en la misma sangre, pero ubicada en hermandades bajo un mismo techo.

El segundo círculo es el de las drogas. O el de las adicciones. No el círculo del reviente, de la noche, de la apertura de las puertas de la percepción, de la fiesta o del romanticismo del lado B de la vida normada. En todo caso, no solo eso. La ley primera es el galpón con el cartel de vendo o alquilo sobre el nombre del boliche que estuvo de moda; las paredes despintadas, los fierros oxidados, los techos enmohecidos. Un espacio enorme, oscuro, hundido en la memoria de cuerpos agotados, limados, heridos, vaciados de lenguaje. Es el post reviente, con los autos y cuerpos abollados, con los coletazos de la adicción. Las drogas sin fiesta, o peor, la fiesta de la droga desesperada que sigue sonando como farsa.

En los dos primeros círculos que dibujé sobre la hoja, estaba claro qué tenía o quería contar. Durante muchos, demasiados años supe que iba a escribir una historia de hermanos bajo las circunstancias de las adicciones. Un paisaje que me atraía, donde tenía una o varias palabras para soltar y dejar perder en sus rutas ballardianas.

"Biografía y ficción", de Damián
"Biografía y ficción", de Damián Huergo, se publicó en 2019.

Empecé a escribir la historia de diferentes formas: con personajes sin costura, por territorios que no existen, con un lenguaje que -por más que lo trabajase con artesanía- no lograba que se transformara en una voz, una voz propia, como suelen recomendar los maestros. El conflicto más complejo o, al menos, el que se me volvió más complejo para entrar y ensanchar y romper y volver a formar, fue el tercero: cómo escribir, cómo narrar esta historia de hermanos, qué lenguaje crear. En otras palabras, cómo contar esa historia que tenía clavada en el cuerpo, este árbol que crecía en el medio de la calle y no me dejaba avanzar con otras ficciones.

En mi anterior libro había encontrado una especie de tono, de método, de forma, para darle una vuelta a la tan bastardeada literatura del yo. El libro se llama Biografía y ficción y, desde el título, hace una declaración de principios. Emmanuel Carrère, uno de los autores que más flameó la bandera del yo en su obra, en el pacto de escritura que tiene con los lectores dice: nada de lo que cuento en mis libros es inventado, todo lo que vas a leer sucedió. En cambio, el género ByF dice: todo lo que te voy a contar es verdad y todo lo que te voy a contar es mentira. La palabra, el yo, transformado en un monstruo de dos cabezas que agita, flamea, saliva, escupe, besa con una sola lengua.

De la literatura del yo me interesa el pacto con el lector. La voz y escucha cómplice, cercana, íntima, rodeada de silencio. En épocas de tanto ruido y furia, la prosa del yo te permite recrear cierta atmósfera de intimidad y cofradía. Por el contrario, de la literatura del yo no me interesa la mera confesionalidad, la exhibición de un gran problema, la confusión de mezclar una anécdota con literatura; en otras palabras, que el tema sea un pozo donde se estanca el artefacto narrativo.

La ley primera se puede leer en clave ByF, en clave familiar, en clave ensayística. Incluso, también, puede ser leído en clave policial. Hay un detective, más sensible que salvaje, que busca resolver un enigma o dos: la hermandad y la adicción en particular. No es el único. Todos los personajes son detectives salvajes y desesperados, en oposición a la frialdad deductiva y la racionalidad de los detectives del policial problema, y en oposición también a la dureza y el cinismo de los detectives del noir.

Pero sobre todo la novela debe leerse como una ficción. La ley primera no es la historia del autor y su hermano. Es una historia de hermanos, con las preguntas y dudas y afectos y cruces que el narrador genera. Una ficción de hermanos como cualquiera otra, como la del autor, como la mía, como la tuya.

La novela de Huergo tiene
La novela de Huergo tiene un título inspirado en el "Martín Fierro" de José Hernández.

“La ley primera” (fragmento)

La única fecha redondeada con birome azul, en el calendario de 1993 pegado en la heladera, era el 27 de mayo. Alrededor de la mesa de algarrobo que ocupaba casi toda la cocina, ese día, estaban sentados Pulga, Murdok y Pablo: amigos desde la escuela primaria de Sebastián, mi hermano mayor. En el medio de la mesa, escoltada por tazas de café, había una radio portátil Spica. Era de mi abuela Tita, y solo la veíamos, a la radio, cuando ella la llevaba pegada a la oreja. El resto de las horas, la ocultaba debajo de la almohada donde apoyaba la cabeza para dormir o simular que lo estaba haciendo.

En las últimas semanas a Tita le habían desaparecido dos radios. Todos los integrantes de mi familia sospechamos de Sebastián. Después de cumplir los dieciocho, en simultáneo a que mi papá le cortara el cordón umbilical de la mensualidad, en la casa empezaron a desaparecer diferentes objetos de valor: anillos, herramientas, cricket del auto, una campera de jean horrible que usaba mi mamá y otras cosas que solo percibimos cuando las buscábamos. Nadie acusaba a mi hermano ni se desviaba de los límites estéticos del rumor. El silencio no nacía por temor a su posible reacción, sino para que la lengua performática no convirtiera lo dicho en realidad.

Tita, como si estuviera en el barco que la trajo desde Yugoslavia, empezó a dormir con la billetera y la radio a menos de un metro de distancia. Sin embargo, para nuestra sorpresa, durante esa semana de mayo que marcaba el calendario, Sebastián la convenció de que se la prestara. Tu radio trae suerte, le dijo. Y mi abuela, suave como una piedra que lleva siglos erosionándose en la orilla del mar, no pudo resistir al ruego de su primer nieto.

La Spica estaba muda en el medio de la mesa. Los cuatro amigos la miraban de costado, desconfiados. Los Fantásticos, como les decía mi papá, tenían el pelo largo, pero ninguno lo llevaba igual al otro. El de Pablo era lacio y tenía un flequillo recto como cortado con cúter. El de Pulga, negro y ondulado. El de Murdok recordaba al pajonal de un gallinero. Y Sebastián, mi hermano, llevaba una especie de trenza mohicana que le había enseñado a hacer Erica, nuestra única hermana, la del medio. Los Fantásticos, cuando andaban juntos, parecían una de esas bandas que buscan fusionar distintos estilos y espantan al hacer sonar el primer acorde.

El único de los cuatro que llevaba el pelo por debajo de la cintura era Pablo. Mientras hablaba, metía los dedos entre el pelo castaño: los movía hacia abajo semejante a un peine. Solo dejó de tocarse el pelo cuando notó que la radio estaba apagada. Sin abrir la boca, la levantó con ambas manos; con cuidado pasó la perilla de off a on.

Quién es Damián Huergo

♦ Nació en Longchamps, Buenos Aires, en 1983.

♦ Es sociólogo, periodista y escritor. Trabaja como docente en escuelas secundarias y en formación docente.

♦ Publicó los libros Ida, Un verano, Biografía y Ficción y La Ley Primera. En 2019 obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.

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