Desde la publicación en 2013 de su primer libro, Llévame a cualquier lugar, la reconocida y jovencísima autora española Alice Kellen ya lleva publicados un total de 16 libros. Tan prolífica como exitosa, esta escritora nacida en Valencia en 1989 parece haber encontrado la receta para un éxito que, novela tras novela, no para de crecer.
A pesar de ser leída y publicada en todo el mundo, poco se sabe de Alice Kellen, que desde sus comienzos optó por publicar con otro nombre para no mezclar su vida privada con su vida laboral. Su seudónimo, según aclaró, salió a partir de mezclar la alucinante novela de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, con el apellido la novelista irlandesa Marian Keyes.
Tú y yo, invencibles es una novela autoconclusiva (la autora suele escribir libros en serie) que narra el amor entre Juliette y Lucas, dos jóvenes que se conocen en los albores de la movida madrileña. Este fue un movimiento contracultural surgido en Madrid durante los primeros años de la Transición de la España posfranquista, con referentes como el cineasta Pedro Almodóvar o la artista musical Alaska, a quienes Kellen cita en su libro.
Juliette es una chica que dejó de “confiar en los hombres cuando tenía nueve años” y que vive en un barrio acomodado junto a su abuela, aunque quiere “empezar a volar sola”. Lucas, por su parte, vive en Vallecas, se gana la vida como puede trabajando en un taller de autos y por las tardes toca en una banda.
Una noche de 1978, en pleno estallido de la movida madrileña, los caminos de estos jóvenes tan distintos terminarán por cruzarse. La atracción, el deseo y el amor terminarán por hacerles olvidar sus diferencias, uniéndolos en un amor radiactivo que lo arrolla todo a su paso mientras los dos se vuelven inseparables. Atrapados entre el éxito y el fracaso, la luz y la oscuridad, el perdón y el orgullo, los personajes de Alice Kellen harán que el lector no deje de preguntarse, hasta el final, si existe algo así como el amor eterno.
Así empieza “Tú y yo, invencibles”:
Dejé de confiar en los hombres cuando tenía nueve años. Mi padre me prometió que iría a recogerme el fin de semana para que pasase con él unos días en Francia. Pero no apareció. Mi madre, a la que ya había empezado a llamar Susana, me dijo que había tenido problemas en el trabajo. Yo sabía que eso era mentira porque rara vez trabajaba; era el típico hombre que siempre estaba metido en nuevos negocios que fracasaban casi antes de empezar. ¿Conoces a esas personas que gozan más de la idea de tener algo que de disfrutarlo cuando finalmente lo consiguen? Pues ese era mi padre; como su familia era rica, podía permitirse ser idiota. Meses más tarde, cuando llegó la Navidad y ya tenía la maleta preparada para pasar esos días en Francia, llamó y anuló el viaje. No recuerdo qué excusa puso en esa ocasión, pero sí que jamás volví a esperar nada de él.
«Puedes joderme una vez, pero no voy a dejar que me jodas una segunda». Me grabé esa regla a fuego en mi manual de supervivencia.
Hasta que conocí a Lucas, tenía las ideas claras.
Había crecido en el seno de una familia acomodada. Vivíamos en el ático que mis abuelos tenían en la calle Hortaleza, en pleno centro de Madrid. Era un edificio que hacía esquina y el portero se llamaba Roberto; recuerdo con nostalgia la galería de arte que había al lado, porque siempre me quedaba mirando los cuadros del escaparate, preguntándome quién los habría pintado y, sobre todo, qué era lo que quería expresar. Aquel lugar era un buen punto de partida. Toda historia tiene un comienzo y la mía es esta: mi madre se creyó muy rebelde a los dieciséis, se fugó con un francés cinco años mayor que ella que conoció en el club de golf al que iba con mis abuelos y se quedó embarazada. Tardó menos de un año en regresar a casa, en el verano de 1956. Ella no estaba preparada para ser mi madre y probablemente yo tampoco lo estaba para ser su hija, así que se llegó al acuerdo de que me criase la interna que vivió con nosotros hasta que dejé de ser una niña. Y todos fuimos felices y comimos perdices.
O ese sería el final si la historia hubiese terminado ahí.
Pero crecí. A mi madre siempre la vi como a una hermana mayor y me acostumbré a llamarla por su nombre de pila: Susana. Mis abuelos eran generosos conmigo. Él siempre olía a puro caro. Y ella era una de esas mujeres que pese a la edad se mantenía asombrosamente bien.
Yo heredé su belleza.
Creo que empecé a darme cuenta a los trece años. Fui al quiosco a comprar un paquete de tabaco y el dependiente me dijo que no tenía edad para fumar. Me incliné y se lo pedí «por favor».
Entonces me miró las tetas, sacó una cajetilla y me la tendió.
No lo hice adrede. No quería que se fijase en mi escote. No pretendí que mi súplica sonase cautivadora ni nada por el estilo.
Pero los hombres tienden a confundir la amabilidad con la seducción. En realidad, los hombres tienden a confundirlo todo.
Ponles delante una manzana y un melocotón, aprieta los pechos para dejarles ver de más y a los cinco minutos pregúntales qué tienes en las manos y gritarán: «¡Sandías!, ¡sandías!».
Fueron ellos los que originaron que me diese cuenta de ciertos cambios. En el colegio nunca había sido popular ni tenía muchas amigas. Era espigada, flaca y tenía las palas un poco grandes y separadas. Los chicos del barrio me llamaban Julie el espagueti; muchos años después, disfrutaba paseando delante de ellos con el vestido más corto que tenía para verlos desear algo que nunca podrían tener. El caso es que, cuando empecé a ir al instituto, estaba cambiada. Ese verano supuso un antes y un después. Pronto me di cuenta de que mi altura ya no era un problema, mi cuerpo escuálido se volvió más curvilíneo y dejé de tener un rostro redondeado propio de la niñez. Se me marcaron los pómulos, me depilé las cejas por primera vez y me dejé flequillo.
Ya no era invisible.
No me gustaba especialmente ir a clase, pero las cosas mejoraron. Hice un par de amigas, Anabel y Laura, y también empecé a interesarme por los hombres. La mayoría de los chicos con los que salíamos por las tardes me parecían inmaduros y poco interesantes, pero durante una fiesta de cumpleaños dejé que Mateo me tocase los pechos por encima de la camiseta mientras nos estábamos liando. Unos meses más tarde, me acosté con Raúl cuando sus padres se fueron de fin de semana y dejaron la casa libre. No me pareció especialmente placentero, más bien todo lo contrario. Y cuando me miró con una expresión de satisfacción en su rostro ocurrieron dos cosas: la primera es que me sentí bien por haber conseguido despertar deseo en él, y la segunda es que lo odié.
El odio es un sentimiento muy infravalorado. La gente siempre lo asocia a cosas negativas, pero ¿qué pasa con todo el poder que palpita dentro de esa palabra? Existen dos formas de canalizarlo; si dejas que se te meta dentro es dañino, pero si solo permites que te envuelva puede convertirse en gasolina. Y provocar que el mundo estalle en llamas de vez en cuando está bien, sobre todo si eres tú quien controla el fuego y tiene la cerilla en la mano. El odio puede ser una chispa, un desencadenante, un relámpago.
Y también la manera de mantenerte a salvo.
En el caso de los hombres, fue así. Creo que el odio fue la razón por la que, durante mucho tiempo, pensé que jamás podría enamorarme. La psicóloga a la que acudí años después solía decir que el desprecio y la ausencia de mi padre era una cicatriz en mi piel; por lo visto, me empeñaba en escribir encima de esa señal. «Tienes que dejar que siga curándose al sol y pensar en otro nuevo lugar donde poder empezar desde cero».
Creo que en parte lo conseguí. Pude empezar a trazar una vida sobre la carne lisa e intacta, pero en el fondo nunca dejé de mirar de reojo la maldita cicatriz.
No debería haberme importado tanto. Es decir, mi madre no era apenas mi madre, pero al menos estaba cerca, aunque cada dos por tres se ausentase de casa con su novio de turno. No solían durarle más de unos meses y siempre regresaba. Lo hacía como si nunca se hubiese ido. Me levantaba un miércoles cualquiera y, después de semanas sin verla, me la encontraba en el salón con el cabello suelto y ahuecado en un intento de imitar a Farrah Fawcett y preparando pan tostado con chocolate. Creo que adopté de ella la costumbre de ser un ave migratoria: alguien me dijo una vez que a pesar de volar lejos siempre vuelven al nido. La cuestión era que Susana estaba, aunque fuese a medias, como cuando el semáforo parpadea en ámbar. Mi abuelo Miguel hubiese sido el color rojo; siempre firme. No recuerdo haberlo visto sonreír excepto cuando Franco salía en la televisión. Mi abuela Margarita era el verde, la persona que más quería del mundo y la única que me conocía.
Margarita había sido la hija mayor de un doctor y su noviazgo con mi abuelo fue fugaz antes de la boda, como si ambas familias tuviesen prisa por unir sus apellidos. Una vez le pregunté si se había enamorado y, en lugar de responder un «sí» firme, me contestó que existían muchos tipos de amor:
—Está el sosegado, el puro, el amistoso, el...
—Yo quiero el intenso —la interrumpí.
Mi abuela sonrió y colocó bien las flores frescas que la chica del servicio acababa de poner en el jarrón que presidía la mesa.
Siempre hacía eso: ir detrás de los demás y dar el último toque; movía las tazas unos centímetros, alisaba arrugas de las cortinas que no existían, cazaba motas de polvo con la yema de sus dedos o separaba las flores. A mí me daba la impresión de que se aburría y necesitaba hacer algo.
—El intenso es el más peligroso.
—¿Cómo fue el tuyo?
—Mmm, amable.
Yo tenía quince años y mi abuelo había muerto a principios del invierno que estábamos a punto de dejar atrás. Margarita llevaba un sobrio vestido negro de luto que apenas se distinguía de los otros tantos que solía usar. En eso no nos parecíamos. A mí me encantaba la moda. Estuve insistiendo durante meses hasta que me dejaron comprarme un pantalón corto, y me fascinaban los estampados de flores de la época que llegarían algo más tarde, las minifaldas de pana, los cinturones marcando la silueta de la mujer, la explosión de los tonos naranjas y ácidos o los pantalones ajustados en la zona de la cintura y acampanados.
Pensé que la palabra «amable» parecía muy gris para hablar de amor, aunque el rictus serio en el rostro de mi abuela me advirtió de que no era un tema sobre el que le gustase profundizar. Ese día comprendí que mis abuelos nunca habían estado enamorados. Y, sin embargo, rara vez discutían. Eran justo eso: amables el uno con el otro, aunque nunca fue una relación igualitaria; él traía el dinero a casa y él tenía la última palabra. Cuando ella quería conseguir algo, como que asistiesen a la boda de unos amigos a la que a él no le apetecía ir o que cambiasen el destino de las vacaciones de ese verano, tenía que hacerlo mediante una sutil pero efectiva manipulación: pedía al servicio que esa noche preparase su estofado favorito, sacaba la cubertería cara, se ponía un vestido elegante y su mejor perfume. Luego decía cosas como «Miguel, ¿qué tal te ha ido en el trabajo?, ¿un día duro?». Él se desahogaba como un niño y ella escuchaba, asentía y le añadía más salsa a su plato mientras comentaba: «no deberías trabajar tanto» o «eres un hombre demasiado bueno».
Y cuando mi abuelo estaba relajado y lleno, ella daba la estocada final: «Por cierto, me gustaría ir a la boda de los Romero. Tengo un tocado que llevo meses queriendo estrenar y a ti te vendría bien relajarte un poco». Y él se quedaba confuso por un instante, como preguntándose en qué momento la conversación había dejado de ir sobre su propio ombligo, y luego asentía con la cabeza: «Está bien, iremos a esa boda».
Me prometí que jamás tendría que preparar el terreno para decir lo que me apeteciese. No dejaría que un hombre tuviese el control de mi vida ni tampoco de mi dinero. No pediría permiso a nadie para coger lo que me correspondía: mi libertad.
Para la abuela Margarita la libertad llegó de forma inesperada tras la muerte del abuelo. ¿Y qué hacer cuando tienes las manos llenas de algo que casi desconoces? Susana no aparecía apenas por casa porque había empezado a salir con un empresario que vivía en Ópera; así que, esa época que pasamos a solas, convertimos el ático en un refugio para las dos. Corría el año 1971 y, juntas, vimos a Karina actuar en Eurovisión con un bonito vestido de color azul cielo; cogimos la costumbre de preparar limonada y degustarla mientras escuchábamos la radionovela Simplemente María, y la boda entre Julio Iglesias e Isabel Preysler nos amenizó el frío mes de enero. Mi abuela me daba diez pesetas para que baja se al quiosco y le comprase la revista Hola; hacía tiempo que yo había dejado de leer la Lily porque me resultaba infantil, pero de vez en cuando aún la miraba de reojo y con cierta resignación.
Igual que miraba la galería de arte que estaba al lado del portal de nuestro edificio.
Casi todos los cuadros eran bodegones o retratos. También había muchas obras paisajistas: un bosque de altos abetos por los que se colaba la luz del sol, un mar en calma que sobrevolaban las gaviotas o una casa de madera en mitad de un prado lleno de trigo y salpicado de trazos ocres y amarillos. Pero ninguno de esos llamaba mi atención como un pequeño lienzo que estaba en una esquina, casi escondido tras otros dos. Era un cuadro muy oscuro y simulaba la noche de Madrid en una pintoresca terraza de la ciudad; no era el tipo de obra que la gente del barrio compraba habitualmente para colgar en sus salones, lo que explicaría que llevase más de un año allí sin venderse.
Siempre ralentizaba mis pasos cuando llegaba hasta él para poder mirarlo un poco más antes de dirigirme al portal. Luego Roberto me abría la puerta dándome los buenos días y yo le llevaba a mi abuela la revista y la veía leer mientras se tomaba una infusión de manzanilla.
Y así pasamos aquel año, que fue el germen del cambio que estaba por llegar cuando empezase el instituto; mi abuela y yo redescubriéndonos entre charlas llenas de frivolidades y profundidades, lo mismo daba. Ella escuchaba atentamente cada vez que soñaba despierta y le hablaba de viajes y de moda y de hacer cosas temerarias.
—Me recuerdas a tu madre cuando tenía tu edad.
Reconozco que eso me molestó, aunque no se lo discutí.
Quería a Susana, la quería como se quiere a esa hermana mayor con la que a veces discutes porque usa el secador demasiado tiempo, a pesar de que sabes que la reconciliación no tardará en llegar. Pero no quería ser como ella. No quería ser débil. Ni estar triste tan a menudo. Ni necesitar a un hombre para sentirme completa.
Pues eso, que hasta que conocí a Lucas tenía las ideas claras.
Me sentía como un pájaro que volaba libre hacia su destino.
Pero entonces apareció una flecha de la nada y, ¡pum!, se clavó hasta el fondo en el pequeño corazón.
Ya no hubo manera de sacarla de ahí.
Quién es Alice Kellen
♦ Nació en Valencia, España, en 1989.
♦ Es escritora de literatura romántica, tanto juvenil como para adultos.
♦ Es autora de las novelas Sigue lloviendo, El día que dejó de nevar en Alaska, Llévame a cualquier lugar, El chico que dibujaba constelaciones, Nosotros en la luna y Las alas de Sophie, entre otras.
♦ No se sabe mucho de la vida personal de la autora, ni siquiera su nombre real, ya que prefiere mantener separada su vida privada de su vida profesional. Su seudónimo lo eligió por Alicia en el país de las maravillas y la novelista irlandesa Marian Keyes.
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