Cuando pienso en el regalo perfecto para los chicos que nos rodean, para el día de las infancias o cualquier otro evento que merezca un presente, o simplemente para celebrar el día que transitamos, no puedo dejar de pensar que un libro sigue siendo el mejor objeto que puedo poner en sus manos. No sólo por el capital simbólico que representa para nosotros como adultos, donde de alguna manera sentimos que “hicimos nuestra parte”, sino porque desde lo afectivo es una llave que abre puertas.
Sin temor a ponernos románticos, hoy el libro es, además de un portador de historias, el camino privilegiado que le permite poner en funcionamiento la mayor cantidad de estrategias cognitivas para pasar a un lugar de mayor conocimiento. Ahora bien, sobre las líneas anteriores, ensayemos que ya no habría discusión y sólo nos sirven para establecer un marco en donde plantear lo siguiente: si acordamos que el mejor regalo es un libro, entonces, ¿cuál elegir?, ¿cómo hacerlo?
Lo primero que debemos hacer es preguntarnos qué queremos contarles a esos chicos que van a abrir un libro en estos días. En mi caso, sé qué es lo que quiero transmitir con mis regalos: una experiencia -lejos y cerca con las intenciones que se proponen los analistas de tendencias…- pero en planos ligeramente diferentes.
Quiero regalar un libro que apele a la emoción como eje principal. Porque las emociones que transitamos son las resultantes y las generadoras de las elecciones que hacemos y, por supuesto, de la manera en que nos relacionamos con cada uno de los sucesos que nos toca vivir.
Es entonces imperioso empezar a tomar en serio la necesidad de educarnos en emociones, no con una bajada de línea sobre las buenas y las malas, ya que la caja de herramientas que nos permitirá relacionarnos con el mundo se verá más completa cuanto el repertorio allí representado pueda ofrecer mayores variedades. Distinguir entre tristeza y enojo, alegría y euforia, implica un nivel de complejidad que no se construye en un día.
El repertorio de emociones que cada uno de nosotros tenemos es heredero de aquellas primeras construcciones afectivas que se fueron modelando a medida en que fuimos creciendo y sirven para que la inteligencia cognitiva pueda apoyarse en la inteligencia social que, como señala Ángel Riviere en su Teoría de la mente, “es antes” que la inteligencia lógico-matemática o física. De allí la dificultad de los niños en comprender y realizar actividades intelectuales desprendidos de motivaciones e intenciones.
En resumen, debemos ayudar a construir una inteligencia social, para armar una base de apoyo para la inteligencia lógico-matemática, entre otras. Los andamios sobre las que debemos trabajar están mediados por las emociones y su variedad al poder utilizarlas para desplegar diferentes estrategias de acercamiento al objeto de aprendizaje, apelando a las motivaciones para asirlas y hacerlas propias.
Cuando leemos historias o libros de no ficción que tratan estos temas estamos haciendo un llamado a la capacidad emotiva (no para neutralizarla, sino para canalizarla). De manera que es recomendable utilizar esta carga a favor, en pos de favorecer una autoestima positiva, mayor autoconfianza y una perspectiva que les permita tomar decisiones con autonomía.
Sin duda, el trabajo con estas modalidades redundará en beneficios intra e interpersonales (con uno mismo y con los otros) en un mundo que, de manera hostil, cada vez más trabaja para minar la construcción de una identidad positiva, sobre todo para aquellos que no responden a los moldes hegemónicos.
La idea es encontrar en los libros, como música de fondo, un principio que contradiga la “Historia del patito feo”. En este cuento de Hans Christian Andersen, todos aquellos que hostigaban al patito feo cuando era un “pato feo”, se arrepienten cuando él se convierte en cisne, entonces lo admiran y le quieren. Pero, ¿qué sucedería si el patito nunca, nunca, nunca…se convirtiera en cisne? Traduciendo: los niños que de grandes no midan más de 1,75mts, cuyos cuerpos no dan o darán la talla que los modelos de revistas proponen, ¿deben esperar a convertirse en cisnes para sentirse contentos con ellos mismos? ¿Qué pasa con las enfermedades alimentarias que se relacionan casi directamente con la distorsión de la imagen corporal en función de un espejo que devuelve una “foto” que no se acepta...?
Creo fervientemente que estas cuestiones tienen que ver con la construcción de una identidad y estima positiva, cualquiera sea el peso, la altura, el color de los ojos y el género elegido. Estas cuestiones se forjan en la niñez y, como casi todo, se vincula con las historias que nos cuentan, que contamos y hacemos propias.
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