Gabriela Margall vio una foto en Pinterest y se le ocurrió la novela que habría querido leer para atravesar la pandemia

La escritora argentina, referente de la literatura histórico-romántica, publicó “Una vida en Oxford”. Salud mental, familias en crisis y amor en un libro que se propuso ser amable.

La escritora argentina Gabriela Margall.

“Si hay una historia que querés leer, entonces tenés que escribirla”, pensó la escritora argentina Gabriela Margall en pleno aislamiento por la pandemia de COVID-19, mientras el dolor y la angustia empezaba a hacerse sentir mundialmente. Un poco antes y a través de una red social, la referente del género histórico-romántico ya había dado con una imagen en la que no pudo parar de pensar: una pareja, invierno, amor, el contacto y la calidez del sentimiento genuino.

En Una vida en Oxford, su nueva novela —y segunda de narrativa contemporánea, luego de El secreto de Jane Austen—, Margall reúne elementos que le sugirió esa imagen que tanto la impactó. En un relato que define como “amable” frente a lo desconocido de una pandemia, la nueva novela combina deseos escondidos, un amor secreto y proyectos posibles.

¿Qué hacer cuando te enamorás de tu jefe? ¿Huir o quedarse a vivir la historia de amor? El libro narra la historia de Celeste, una argentina que decide mudarse a Inglaterra y consigue trabajo como niñera de Boy, que perdió hace poco a su madre. Jack, su padre, es un autor atractivo, respetado, premiado, que cautivará a Celeste, mientras ella sana sus procesos.

La autora de La institutriz, Lo que no se nombra y Huellas en el desierto, entre otras, también pone el foco en la ansiedad y los trastornos que quedaron más a la vista desde la pandemia. “La salud mental es un tema muy cercano a mí porque desde hace años sufro ansiedad”, cuenta Margall y agrega: “Le presté a la protagonista algunos de mis síntomas”. Publicado recientemente, Gabriela Margall escribió el libro que quería leer. En el espacio Cómo lo escribí de Infobae Leamos cuenta cómo fue construir esta historia, que publicó Ediciones B.

Cómo escribí “Una vida en Oxford”

No soy la primera autora que escribe un libro porque quería leerlo. A esta altura, es casi un cliché decirlo. Fue en los primeros meses del aislamiento obligatorio del año 2020. Buscaba leer algo amable, no ingenuo, pero sí algo que no ofreciera más angustia que la que me rodeaba y rodeaba al mundo de manera literal.

Empecé a reunir los elementos para una novela: personajes, lugares, historia, un poco a la ligera, sin pensar que iba a ser algo. Juntaba imágenes en Pinterest, ese lugar que fue mi refugio durante la pandemia (y antes y después, soy medio adicta a Pinterest). Una foto en especial me llamó la atención: una pareja en un bar, con una luz dorada, vistos a través de una ventana, un día de invierno. Esa fotografía me acompañaría todo el tiempo de escritura de la novela.

Eran ideas, jugaba a escribir algo, pero nada concreto. Era un momento complejo en el que planificar algo para la semana siguiente parecía una utopía. Pero un día a fines de mayo, eso que acosaba desde afuera se volvió cercano. Recibí un mensaje de Gilda Manso, amiga y colega escritora. Era el mensaje que nadie quería recibir: Gilda había dado positivo de Covid-19 y estaba internada.

Gabriela Margall (Gentileza Ediciones B)

El Covid ya no era eso que acechaba afuera, ahora era algo que estaba cerca de la gente que quería. Así que mientras volvía loca a Gilda preguntándole qué necesitaba cada cinco minutos, el futuro se acomodó de repente y entendí esa urgencia que tiene la vida en general: el tiempo que tenemos en este mundo es limitado, si hay una historia que querés leer, entonces tenés que escribirla.

Primero, establecí que quería escribir una novela amable con el lector. Mayo del 2020 no era el momento de hacer dóciles experimentos literarios como había sido La institutriz, mi novela anterior. Trabajé mucho con clichés en esta novela, incluso retomé la idea de la niñera o la institutriz como “institución inglesa”.

Hay que esquivar los clichés, lo sabemos. Pero si son deliberados, si sabemos que estamos jugando con ellos, entonces creo que se pueden usar sin culpa. Eso es lo que me digo, al menos. Los lugares comunes son lugares conocidos y como la pandemia nos catapultó a un lugar totalmente desconocido, no tuve problema en usarlos. Al menos por esta vez.

Trabajé con una vida soñada más que con una vida real, una especie de universo paralelo y anterior a la pandemia. Quería que fuera un lugar mítico, una Inglaterra inexistente, y una ciudad más reconocible e ideal. Abandoné Londres de inmediato por ser muy grande para mis pretensiones. Me fui a Oxford, nombre que alberga en su interior muchas fantasías, incluso de lo que en ese momento se llamaba la “vacuna de Oxford” y luego sería la vacuna AstraZeneca. Voy a señalar que no conozco Oxford, ni Inglaterra en general, y me importó muy poco en ese momento.

Por supuesto, me han preguntado cómo es que escribí sobre Oxford sin conocerla. Respondo: de la misma manera que escribo sobre Buenos Aires en 1810, ciudad que tampoco conozco. Incluso ese desconocimiento iba bien a mis propósitos: necesitaba un lugar soñado y accesible, fácil de reconocer y de imaginar. Asumí que los lectores tenían una idea de Oxford, sumé la mía y trabajé con ella.

Quizá el elemento más cercano a la realidad de la novela sea la descripción de la ansiedad de la protagonista. La pandemia y el aislamiento sacaron a la luz los trastornos de ansiedad. Pero casi de inmediato se silenciaron. No es fácil llamar la atención sobre temas de salud mental y explicarle a alguien que, así como uno puede ser hipertenso y no estar al borde de la muerte, uno puede tener problemas de salud mental y no estar al borde del loquero.

La salud mental es un tema muy cercano a mí porque desde hace años sufro ansiedad, no tengo problema en decirlo. Pero no siempre es fácil que otros entiendan qué implica esa ansiedad, cuándo y cómo se manifiesta, qué ocurre y las consecuencias físicas que tienen estos trastornos.

Le presté a la protagonista algunos de mis síntomas (no todos, ella es mucho más sociable que yo) y creé sesiones de terapia que eran al mismo tiempo una forma de entender a la protagonista y un modo de continuar con la narración. Las sesiones de terapia de Celeste con la doctora Rogers han gustado mucho. Hay lectores que ya han sacado turno con ella. No creo que sea casual. Como dice Celeste, los argentinos resolvemos todo con terapia.

El elemento final que terminó de definir la novela fueron los personajes. Quería escribir sobre una familia en crisis. Los Stanford son ideales, casi clichés (creo que es evidente la tendencia) y tienen una de mis cualidades favoritas: la lealtad. Cada miembro de la familia tiene sus peleas, sus problemas, sus celos, pero son leales entre sí.

Los terminé de definir cuando se me vino a la cabeza esa imagen de los documentales de animales: una manada de leones, sentados en perfecta tranquilidad, sabiendo que son los reyes del lugar, y que poco puede lastimarlos, cada uno con sus heridas y achaques y con la vista fija en los miembros más jóvenes de la familia.

Oxford es el escenario que, sin conocerlo, Margall eligió para su última novela (Instagram/oxford_uni)

Así nació Una vida en Oxford, la historia de los Stanford, una familia inglesa que debió proteger a Boy y a Jack, su padre, cuando éste perdiera a su esposa en un accidente, once años atrás. También es la historia de Celeste, una niñera que cuida de Boy, un adolescente de dieciséis años que ya no la necesita. Celeste, una argentina que ha cortado lazos con su país de origen, pero eso no significa que el pasado se pueda borrar. Así que cuando comienza a experimentar ataques de ansiedad, decide comenzar terapia y desandar sus tristezas, movida por esa urgencia que tiene la vida en general.

“Un vida en Oxford” (Fragmento)

Capítulo 1

El barrio de Summertown en Oxford es un pequeño oasis en una ciudad atiborrada de estudiantes y turistas. Ubicado entre los ríos Támesis y Cherwell, la zona no contiene arquitecturas espectaculares ni el atractivo eufórico de estudiantes universitarios. Las casas más antiguas son del siglo XIX y nacieron de un cambio casi revolucionario: permitir que los académicos vivieran fuera de los edificios de la universidad. De este modo, Summertown tiene el orgullo de poder escribir en sus guías turísticas que allí se encuentra una de las casas en las que vivió J. R. R. Tolkien. En enero del 2016 los escritores residentes en Summertown tenían un promedio de diez años y presentaban a sus maestros escritos sobre sus familias; los actores que interpretaban a Shakespeare rondaban los dieciséis años, y los artistas más singulares trabajaban en papel y con los dedos.

En ese encantador barrio del suburbio de Oxford, en la calle Hamilton Road, vivía Celeste, una niñera cuya vida no era mala, aunque no era suya. ¿O sí lo era? Desde la Navidad la respuesta que se le presentaba en la mente era que tenía una vida prestada.

En el cruce de Banbury Road y South Parade había un edificio de arquitectura moderna con oficinas llamado Prama House. Celeste lo conocía de memoria porque hacía meses que miraba la placa que informaba los horarios de atención y el nombre de los profesionales que allí trabajaban en el Psych Health Centre. Había pasado varias veces por el lugar, pero nunca se había decidido a pedir una cita. Se convencía de que no la necesitaba, de que la sensación de tristeza pasaría.

Pero no pasaba, la tristeza crecía.

La cita la hizo a principios de enero, con toda la depresión que le sigue a las fiestas, a través de palabras mecánicas que le respondió a la amable secretaria que tomaba sus datos.

Esperaba el llamado de la doctora Rogers abrazada a su bolso con desesperación. La necesidad de huir crecía en ella como si fuese una loba atraída por el bosque. Cuando escuchó su nombre, se puso de pie con el corazón acelerado. La voz era cálida y le impidió escapar. Miró a la mujer que la llamaba y susurró un “sí” en español. La mujer alzó la mano para saludarla y luego le señaló que ingresara al consultorio. Celeste se desprendió de su último deseo de huir y aceptó la convocatoria. Se sentó en la silla que encontró frente al escritorio, todavía abrazada a su bolso.

—Bien, Celeste —dijo la doctora Rogers—. ¿Dije correctamente tu nombre?

—La última “e” se pronuncia.

La doctora sonrió.

—Mi nombre es Bisi Rogers, la gente lo menciona de muchísimas maneras. Es de origen yoruba. Mi madre es de Nigeria y quiso conservar algo de sus raíces en mi nombre. ¿Celeste es de procedencia italiana?

—No, es español —murmuró ella con la boca seca—. Es un color: azul claro. En inglés no hay un nombre para ese color.

—Es un bello nombre. ¿Tiene algún significado especial?

—No. No creo.

—Bien, Celeste, vamos a comenzar con algunas cuestiones formales. Lo que digamos aquí está protegido por el secreto profesional, y no puede ser revelado a menos que considere que hay una probabilidad real de daño a ti misma o a terceros. Soy médica y psicóloga y en el centro trabajamos con varios hospitales del NHS, de modo que si necesitas algún tipo de ayuda podemos brindártela. Tenemos contacto con Alcohólicos Anónimos, grupos de adicciones a las drogas y refugios para mujeres que sufren violencia doméstica. También contamos con el asesoramiento de un grupo de abogados que ofrece orientación gratuita.

—No estoy aquí por eso —interrumpió Celeste.

—Ni yo sugiero que lo estés —le dijo la doctora con amabilidad—. Solo quiero asegurarme de que sepas que no solo soy yo la que puede ayudarte, sino que hay una comunidad de profesionales disponibles.

Celeste tuvo que morderse los labios para no dejar caer las lágrimas. Sintió de nuevo esa impostura que la agobiaba, que esa no era su comunidad, que era prestada.

—Es probable que quieras respuestas —continuó la doctora—, pero es casi seguro que te ofrezca más preguntas de las que ya tienes. Mi objetivo es ayudarte a encontrar una forma de avanzar sobre ellas. Trabajo de manera bastante libre: hablo, pregunto, voy por cualquier sendero que nos permita encontrar cosas interesantes. No puedo asegurarte que encontraremos una solución inmediata, pero podemos trabajar en ella y salir adelante. ¿Entiendes?

—Sí.

—Dime, entonces, ¿por qué quieres llorar?

Celeste dejó caer las lágrimas que retenía. Se las secó con los dedos y volvieron a brotar.

—Desde hace unos meses lloro sin parar.

—¿Tienes alguna explicación?

—Me siento vacía. Como si fuera un florero y pudiera verme por dentro. Dijiste que había una comunidad que podía ayudarme y no es cierto, no es mi comunidad.

—Eres italiana —dijo la doctora con los ojos en sus papeles.

—Soy argentina.

La doctora Rogers la miró.

—La ficha dice italiana.

—El pasaporte y la ciudadanía son italianos. Pero nací y viví en Argentina hasta que llegué a Inglaterra hace once años.

—¿Elegiste Inglaterra por alguna razón en especial?

—Sabía el idioma. Soy profesora de inglés; quiero decir, podía trabajar de eso.

Los trastornos de ansiedad son parte de la trama de la novela (Getty)

Había muchas razones más, pero Celeste no podía hablar sin hacer un esfuerzo enorme, como si tuviera que empujar a las palabras para que salieran de su boca.

—¿Viniste a vivir a Oxford de inmediato?

—Estuve un poco menos de un año en Londres. La ciudad es hermosa, pero hay muchísima gente y me agobiaba. Me gusta la tranquilidad. Enseguida empecé a buscar otros lugares.

—¿Entonces elegiste Oxford?

—No fue una elección específica. Trabajaba con niños en un centro de idiomas en Londres y uno de los directores me sugirió para un trabajo particular aquí. Fui aceptada después de varias pruebas hace diez años.

Celeste escuchó sus palabras. La doctora, como si le leyera la mente, las repitió en voz alta:

¿Llevas diez años aquí y crees que no es tu comunidad?

—Eso parece —dijo ella con el poco aire que le quedaba en los pulmones.

—Entiendo. Como dije, mi madre llegó de Nigeria hace años. No es extraño que inmigrantes sientan que no pertenecen. De hecho, es normal que así sea: es una comunidad nueva, con costumbres distintas. Es una sensación comprensible. ¿Tienes contacto con otros argentinos?

—No.

—¿No te interesa?

—No lo necesito.

La doctora no comentó nada. Su silencio tuvo el efecto de dejar que las palabras flotaran en el aire y se volvieran más pesadas y sofocantes. Celeste hacía un esfuerzo doloroso por contener sus lágrimas. Tanto que sus palabras salían duras y sin emoción cada vez que las pronunciaba.

—¿Tienes familia en Argentina?

—No.

Si te pidiera que nombraras dónde está tu hogar, ¿qué dirías?

Quién es Gabriela Margall

♦ Nació en Buenos Aires en 1977.

♦ Es escritora, historiadora y profesora de Historia graduada de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

♦ Es autora de Lo que no se nombra, La princesa de las Pampas, La Dama de los Espejos, El secreto de Jane Austen, Ese ancho río entre nosotros, Huellas en el desierto y La institutriz, entre otras novelas.

♦ En el año 2018 publicó junto a Gilda Manso La historia argentina contada por mujeres, colección en tres volúmenes que recupera la voz femenina en la reconstrucción del pasado argentino.

♦ Desde 2006 escribe y publica novelas histórico-románticas, conjugando la investigación sobre mujeres y vida cotidiana con personajes de ficción.

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