Un himno que cantemos todos

En los actos escolares una grabación sustituye al piano en vivo de otras épocas y muchas veces ni se canta. Más que del cambio tecnológico, nostalgia de un modelo de país por el que se ponía el alma.

Ustedes eran muy chicos pero yo tuve una maestra de música de esas que dirigían el coro y tocaban el piano y este año la extrañé en el acto del 17 de agosto de mi nieto. Por nostalgia, claro, pero no de la niñez sino de un modelo de país.

Eran mediados de lo años 70, yo iba a una escuela pública de Villa Crespo, en la Capital Federal, una escuela del montón. La señorita (no me acuerdo el nombre, no quiero inventar) era flaca, con el cabello teñido, armado con spray. Nos dividía en agudos y graves, nos enseñaba cuecas, zambas y las canciones que íbamos a cantar en los actos. Como el spray no le había endurecido las ideas, nos explicaba las letras; por ejemplo, que “azulunala” (la del color del cielo) no quería decir nada, y tampoco “a su lunala”, Pero sí “azul un ala”. La metáfora: el águila guerrera, el ala.

Esas cosas.

José de San Martín. Hubo actos por el día de su muerte. (OADM)

La extrañé hoy, decía, porque no estaba. Ni ella, ni ninguna o ningún profesor equivalente. El acto -en otra escuela pública de la Capital, una de esas con renombre y alumnos prestigiosos- empezó por supuesto con la bandera de ceremonia y el himno. Pero sin profe de música: alguien apretó un botón, empezó a sonar la melodía y una voz muy afinada -y que podía alcanzar tonos que los comunes mortales no- cantó el himno.

Los grandes lo seguíamos y algunos de los chicos. De manera dispar. De a ratos; total, una voz en los parlantes se hacía cargo.

Después vino el Himno a San Martín, el de la letra difícil.. “Yerga el Ande...”, que otra vez entonaba una voz hermosa. Los chicos, ni idea. Mudos. De los grandes sólo cantábamos aquellos que ya más que viejos somos antiguos, los que alguna vez tuvimos actos con piano.

Domingo F. Sarmiento. Partido por la grieta.

Algo parecido -pero no igual- pasó en otros actos cuando llegaba el turno del Himno a Sarmiento. El gobierno porteño había decidido que había que cantarlo en cada acto, como un homenaje. Pero como el sanjuanino está partido por la grieta, quienes están de acuerdo o más o menos de acuerdo con el PRO lo cantan y quienes están del lado K, no. Salvo los antiguos, claro que cantamos todo.

Faltaba la maestra que tocaba el piano ahí de verdad, que podía esperarnos si veníamos lentos, que podía alcanzarnos si nos había apurado y que subía un poco el volumen de su voz si nos habíamos ido demasiado lejos con la melodía. La grabación disimula todos los problemas, los musicales y los políticos: cerramos la boca y podemos ser espectadores en vez de participantes en estos actos. Pero algo perdimos en el camino.

No es nostalgia de la niñez, decía. Es que un himno es algo que suena bien en la interpretación de un profesional pero que cobra sentido en la multitud. Cuando se canta a los gritos, desafinado, todos a destiempo y con el alma. Algo como lo que pasa en la cancha cuando se corean las partes que no tienen letra, por ponerle corazón a esos acordes.

Un proyecto de país decía, porque esa canción solía ser el máximo exponente de “una que sepamos todos” pero, sobre todo, porque un montón de voces tirando para el mismo lado son difíciles de callar. En cambio, para acabar con una bella pista que sale de un dispositivo alcanza con el roce de un dedo.

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