La comparación entre Borges y los griegos respecto de los límites y los laberintos surge naturalmente de la sistemática y repetida exploración de estos temas, tanto en la literatura de Borges como en la mitología, la física, la geometría y la filosofía de los griegos.
La extensión de este ensayo implicará muchos recortes, en Borges y en los autores griegos abordados, pero creemos que será suficiente para tener una comprensión del tema y para excitar la curiosidad de quienes decidan persistir en la investigación.
El Paraíso perdido
La Historia siempre comienza en un Paraíso, porque nuestra conciencia no soporta la falta de causa. Siendo meramente causas, los Paraísos nunca existieron, no hay Paraísos que no se hayan perdido. Son solamente una causa, un punto de partida, un “primer motor inmóvil”.
El Paraíso de los griegos se llama Mekone. Allí los hombres viven con los Dioses. Los hombres no tienen que trabajar y son inmortales, su muerte es como un sueño del cual despiertan. Hablan con los Dioses y poseen el lenguaje del espíritu, igual que Adán. El espíritu es infinito, no tiene límites y abarca la realidad, igual que el lenguaje en que se expresa.
Pero los Dioses deciden separarse de los hombres, que pierden entonces el acceso al espíritu y al lenguaje del espíritu, a la infinitud y a la eternidad. Prometeo, el titán amigo de los hombres, les lleva como consuelo el fuego, el intelecto. Desde entonces los hombres poseen la razón, una grosera copia del espíritu.
Entre animales y Dioses
Desde entonces nosotros, los hombres, tenemos que enfrentar la infinitud del espacio y la eternidad del tiempo con la razón. Pero el intelecto es incapaz de tal cometido. El intelecto sólo puede representar. Representar es elegir una parcialidad que llamamos objeto y convertir ese objeto en imagen o en concepto. Es obvio que toda parcialidad tiene límites.
De modo que somos un ser intermedio entre los animales y los Dioses. Los animales no tienen intelecto y no pueden comprender ni siquiera parcialmente, se rigen por el instinto, por el deseo. Nosotros sí podemos abarcar partes del universo, que llamamos objetos, y entenderlas con la razón; pero solamente los Dioses pueden abordar la infinitud y la eternidad.
Nuestro “universo” tiene límites y no abarca el verdadero universo eterno e infinito. Por eso los griegos llamaron caos a todo aquello que está fuera de la razón, fuera de los límites, y cosmos al orden de los límites generados por la razón o por la suposición.
Borges, entre los límites y la eternidad
“Everness”, poema publicado en El otro, el mismo
Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en Su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.
Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando todavía.
Y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria, el universo;
no tienen fin sus arduos corredores
y las puertas se cierran a tu paso;
sólo del otro lado del ocaso
verás los Arquetipos y Esplendores.
En este célebre poema Borges hace un contraste sobrecogedor respecto de nuestros límites y la eternidad.
Declara en primer término que no existe el olvido en la memoria de Dios, su memoria es eterna. El olvido es el límite de la memoria, pero Borges nos habla de una “memoria profética”, una memoria de Dios que abarca la eternidad, el futuro y el pasado. El tiempo es una “categoría de la conciencia”, de la razón, pero para el espíritu no hay tiempo.
El autor afirma que nuestra razón sólo puede representar “miles de reflejos” que están “entre dos crepúsculos”, nuestra representación es necesariamente limitada en el tiempo “entre dos crepúsculos” y es inexistente como la imagen de los espejos.
Inmediatamente nos dice que vivimos ilusionados creyendo en un “universo”, una totalidad sometida a una única ley, pero en realidad vivimos en lo “diverso”, en la confusión caótica. Finalmente recurriendo a la reminiscencia platónica nos advierte que sólo en otro mundo – “después del ocaso”- es posible regresar al mundo de las ideas, de los “Arquetipos y Esplendores”.
De modo que igual que los griegos, Borges nos advierte que la infinitud y la eternidad no son concebibles ni imaginables por el intelecto, que sólo entiende con límites que solamente existen para sí.
El intento de volver a comunicarse con los Dioses
Cuando comienza el pensamiento organizado de los griegos, cuando el logos, la razón, reemplaza a la doxa, la opinión, la primera reacción es la negación de la trágica pérdida del espíritu. Por tanto, se niega la existencia de los límites.
Parménides de Elea, una ciudad de la Magna Grecia, reafirma el Ser como tal, sin movimiento, sin tiempo, sin espacio, sin límites. Su obra se ha perdido y sólo se conservan fragmentos que citan autores posteriores. Vivió aproximadamente en el siglo V a.C. y habría visitado Atenas. Muchos filósofos de los más importantes se refieren a él: Platón, que tiene un diálogo con su nombre, y Aristóteles.
El poema “De Natura” comienza con un viaje en un carro celestial que lo lleva hasta la puerta de la diosa Diké, la justicia, que será su mentora. La diosa indica signos sobre lo que es: un conjunto de predicados del ente inengendrado, indestructible, inmóvil.
Existe además un argumento sobre la ilusión del movimiento que él llama generación y corrupción. Lo que es no fue, ni será, puesto que es enteramente ahora. El ente es íntegro, no tiene partes. Es lo que es. En definitiva, la existencia que conlleva el tiempo y el espacio, la generación y la extinción, los límites, es pura ilusión. Todo está inmóvil y solamente es. Nada “existe”.
Su discípulo Zenón de Elea, según Platón acompañante de Parménides en el legendario viaje a Atenas, desarrolló paradojas matemáticas que demuestran la inexistencia del movimiento y en consecuencia, del espacio y del tiempo.
La más conocida es la de Aquiles y la tortuga. Otras son la paradoja de la Flecha y la de la Dicotomía, que con similares argumentos obtienen idéntico resultado. La infinita divisibilidad de una recta demuestra que el movimiento es falso.
Aunque salgamos un momento de los griegos y de Borges, vale la pena recordar a los cabalistas de la Edad Media, como Luria y Abulaffia y tantos otros: para ellos las letras de la Torá simbolizaban cifras. Mediante complejas operaciones matemáticas se podía descifrar el sagrado nombre de Dios. Entonces el espíritu seguía estando entre nosotros, solamente que escondido, cifrado aguardaba nuestro encuentro. No necesitábamos los límites.
Borges alude a este verdadero “capricho de la razón” en su poema “El Gólem”, también incluido en el libro El otro, el mismo. Dice:
“Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de ‘rosa’ está la rosa
y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron (…)
Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.(…)
El poema evoca el estado espiritual en que el lenguaje contiene al objeto, adonde no hay ob–jectum, no hay ente fuera de la conciencia. Se refiere al Paraíso, del cual fuimos expulsados por el pecado de Adán adonde el lenguaje contenía al objeto. Pero los cabalistas creen que el Nombre –el espíritu– está entre nosotros y que se lo puede descifrar en las letras de la Torá.
El “candor del hombre” que “no tiene fin” refiere a la negación de la pérdida del espíritu, a la creencia de que podemos nuevamente comunicarnos con Dios conociendo su Nombre, porque como dijo Cratilo, “el nombre es arquetipo de la cosa”.
Aceptar no es rendirse
Finalmente los griegos aceptaron la pérdida y comenzaron a explorar la forma de ser de nuestro limitado conocimiento, un conocimiento ceñido y parcial que no refiere la verdad, siempre caótica, eterna e infinita, inconcebible para nuestra estrecha razón, para nuestro lenguaje de la representación. Y que vivimos en un cosmos artificial, creado con límites inexistentes por nuestra conciencia que no puede entender sin ellos.
Nos referiremos en primer término, a Thales de Mileto, uno de los Siete Sabios de Grecia y al desarrollo de la geometría, que es la parte de las Matemáticas que estudia las idealizaciones del espacio, en términos de las propiedades y medidas de las figuras geométricas.
La geometría no estudia el espacio real en sí mismo, sino objetos ideales (también conocidos como objetos matemáticos o geométricos), sus propiedades, relaciones y teorías, construidos por abstracción de cualidades del espacio real. Y eso son las formas geométricas, la ley que reposa oculta en los objetos naturales y que podemos “abstraer”, la ley que une lo diferente y lo vuelve comprensible y sujeto a las limitaciones de la razón.
El único modo de someter la caótica realidad a una única ley es extraer, abstraer de las formas reales, que son todas distintas, aquello que tienen en común. En efecto, las formas y cuerpos de la geometría; puntos, rectas, triángulos, cuadriláteros, todos los polígonos y poliedros, círculos, esferas, etc. están contenidas en las formas irregulares de la naturaleza y son su lenguaje, la ley que permite entenderlas.
Por tanto, la naturaleza aparentemente caótica está sometida a un orden geométrico; no es un caos, es un cosmos, tiene un lenguaje, se puede entender porque está sometida a una única ley.
Más tarde, Anaximandro, según Teofrasto discípulo de Thales, entendió el principio o primer principio como una masa primordial infinita e ilimitada: apeiron. Apeiron es sin límites o indefinido; en griego peirar es fin, límite. Pero de esta masa sin límites, deriva la existencia de un cosmos, un orden dinámico que se destruye y se reconstruye con límites.
Se le atribuye a Anaximandro la siguiente sentencia: “De donde las cosas tienen su origen, allí ocurre su destrucción como está ordenado. Porque se hacen justicia y se compensan unos a otros por su injusticia según el orden del tiempo”.
De modo que hay un cosmos que muere y renace según la Justicia, Diké, que en este caso representa el orden, la compensación, el equilibrio dinámico. Tanto el caos, el apeiron, como el cosmos, están siempre presentes.
Posteriormente, Heráclito de Éfeso, llamado el Oscuro, sostiene –en la interpretación más aceptada– que “todo cambia”, “panta rei”, con la conocida metáfora del río. Con lo cual no habría cosmos posible, o es inasible para nosotros. Hay un orden inalcanzable, que él designa como el fuego, el rayo, “to keraunos”, y otras veces como el logos. Con lo cual habría un orden, pero se rige por leyes que no podemos conocer, nuestro conocimiento es impotente ante el cambio frenético de la naturaleza.
Así se va desarrollando en los presocráticos un dualismo, que afirma la existencia de un cosmos real, eterno e infinito, inalcanzable por nuestra razón, y otro cosmos inventado por nosotros, artificial, falso, creado sobre el supuesto de límites inexistentes.
Platón separa el mundo perfecto de las Ideas, o mundo de las Formas, de nuestro conocimiento imperfecto, que es una “reminiscencia” o “anamnesis” que nos ha quedado de esas Ideas, sin las cuáles no existiría el mundo sensible en el que vivimos, mero recuerdo. De nuevo hay cosmos inasible para la razón, que sólo puede recordarlo y una realidad caótica a la cual es necesario poner límites para entender.
Aristóteles desarrolla la dualidad en este mundo, distinguiendo la esencia de la existencia, la materia de la forma, la sustancia del accidente y el acto de la potencia. Con esto evita un mundo suprasensible, pero cuando explica el movimiento, sólo puede atribuir el origen al conocido “primer motor inmóvil”. De modo que, para existir, el dualismo de este mundo requiere una contradicción en los términos, una afirmación inexplicable y caótica, un Ser tan misterioso como las Ideas platónicas, como el Paraíso de Mekone o el de los hebreos.
Y así estamos nuevamente ante un cosmos que no nos ha sido dado conocer, porque no podemos asir la infinitud ni la eternidad. Y ante un conocimiento necesariamente limitado de la realidad, porque nuestro intelecto requiere límites.
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