Fue en 1826 y en Francia cuando Joseph Nicephore Niepce logró imprimir en una piedra luces y sombras de lo que veía desde la ventana de su estudio capturadas mediante una caja con una materia sensible. Físico, litógrafo, inventor y científico aficionado, utilizó para sus experimentos materiales como betún de judea, placas de metal, aceite de espliego, aceite de petróleo, agua y muchas (muchísimas) horas de luz. Porque finalmente se trata de luces y sombras, modos del gris, del blanco imposible a veces, del negro más profundo: la fotografía captura ese instante, esa mirada, ese objeto en su estar en el mundo en ese preciso momento. Y entonces, la sensación.
Pero el mundo también es cada mundo, el universo de cada artista que sale al encuentro de ese click que narrará. Entonces click y una vida, una lucha, un tiempo histórico, una emoción sin palabras. La fotografía es evento puro, contingencia, dice Roland Barthes.
En épocas de selfie irracionales, en momentos donde para retener un dato, una idea o un teléfono vamos y, click, foto con el celu, el arte del fotógrafo presenta otros desafíos. De la muestra a la web, y después al libro, la fotografía es expresión, poesía y narrativa también, y sin palabras.
Reunimos en esta nota algunos libros de fotógrafos y fotógrafas sensibles, de ojos chispeantes y curiosidad provocadora. Por supuesto que hay otros (muchísimos). Solo se trata de empezar a mirar. Y, una vez ahí, de seguir mirando.
Buscando el blanco
Adriana Lestido es mundialmente conocida a partir de su foto Madre e hija, de 1982. El encuentro con esa imagen es famoso: era el 25 de noviembre de ese año, Lestido estaba en una marcha en la que Blanca Freitas, la mujer de la foto, junto con su hija de cuatro años, reclamaba la aparición con vida de Avelino Freitas, hermano de Blanca y tío de la niña.
La chiquita estaba junto a su mamá y lloraba. Lestido veía la escena de cerca, pero no se animaba a retratar esa intimidad. Era su primera semana como reportera gráfica para el diario La Voz y le dio pudor disparar la cámara en el momento del llanto. Pero cuando la mamá alzó a la nena, vino la imagen y entonces click. La foto fue tapa del diario al día siguiente y allí comenzó su viaje por el mundo: libros, muestras, museos. Hoy es patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes. Madre e hija cuenta una época, un momento de la historia nacional, un estado del mundo. Vértigo del presente frente al tiempo que vendrá.
“El trabajo de un artista es como el trabajo de un maestro, como el trabajo de un enfermero. Estar al servicio de algo que va más allá de él. No es expresar la propia individualidad. Sino que es justamente la experiencia de uno (...) la herramienta sobre la que uno se basa para que baje algo que va más allá y que pueda resonar como propio en quien lo recibe”, dice Lestido en un documental de canal Encuentro.
Una de sus primeras series de fotos fue la del Hospital Infanto-Juvenil publicada en 1988 después de dos años de documentar en el lugar. “Yo podría haber sido uno de esos chicos”, dice Lestido. Luego vinieron otros libros: Mujeres presas (2001), Madres e hijas (2003), Lo Que Se Ve (antología de un muestra retrospectiva y libro imperdible, de 2012), Antártida negra (2017) y Antártida negra-Los diarios, editado por Tusquets (2017).
Su libro más reciente se titula Metrópolis (ediciones Lariviere) y fue idea del editor Juan Forn, que en el prólogo cuenta: “A fines de 2018, el cineasta Fernando Spiner estaba haciendo una película con un personaje que era una fotógrafa en Buenos Aires a principios de los noventa y le preguntó a Adriana Lestido si aceptaba que se usaran fotos suyas de esa época que no hubieran aparecido ni en sus libros ni en sus muestras”.
Lestido estaba por irse a Islandia por tercera vez en dos años, en su declarada búsqueda del blanco absoluto, después de su experiencia en la Antártida “negra”. Antes de partir al invierno ártico quería pasar unos últimos días en su casita en la costa atlántica, así que se sumergió en su archivo y, después de encontrar una carpeta en la que decía “Metrópolis ‘90s”, partió a la costa con ese material en la mochila.
“Permítanme extrapolar brevemente –sigue Forn. Muy al principio de los noventa, en los primeros tiempos de gloria de Página/12, el diario empezó a sacar un suplemento semanal sobre la ciudad, llamado ‘Metrópolis’. Cada semana cubría un barrio distinto. Lestido hacía las fotos, la contratapa era un gran dibujo panorámico que hacía Rep (de ahí salió su hermoso libro Y Rep hizo los barrios). Lestido estaba haciendo en esa época su formidable laburo sobre mujeres presas, tenía la cabeza puesta ahí: la actitud perfecta, según el zen, para callejear por distintos barrios con su cámara entretanto. Así hizo esas fotos. Y así las guardó después de que las usaron en el diario: casi sin mirarlas dos veces. Pasaron casi treinta años hasta que Spiner la mandó a encontrarlas sin proponérselo”, dice Forn y sigue contando maravillosamente (maravillado también) el derrotero de estas fotos. ¿Qué ciudad vio Lestido en esos años de que terminarían con furia y caceroleos en una realidad que a veces acecha desde el recuerdo?
“No me puse a analizar mucho las diferencias entre la ciudad de hoy y la ciudad de entonces (las describe muy bien Juan en el prólogo)”, responde Lestido por mail algunas preguntas que le envío para esta nota. “Pero lo que sí es para mí más notable es el cambio de Puerto Madero, una zona que era hermosa y que yo transitaba mucho, deambulando por los canales, los terrenos baldíos, los bellos edificios antiguos abandonados, las veredas de chapa, la costa del río... Era una zona con mucho encanto. Yo solía ir a una parrilla, ‘El Rey de la Entraña’, donde se comía riquísimo pero lo mejor eran las mesas sobre el piso de tierra, con la sombra de las parras. En su lugar hay hoy un edificio de infinitos pisos, como 40 o más...”, dice.
Y continúa: “Ese Puerto Madero que amaba ya no existe. Tampoco había tantas rejas en las casas, se fumaba en los bares... Los ‘90 fueron claramente un tiempo de transición hacia lo que es la ciudad hoy. Especie de despedida. La última foto es del ‘99, la hice el día de las elecciones y está tomada desde el muelle del río, se ve el perfil de la ciudad, ya transformada en lo que es hoy”.
Entretanto, Lestido había viajado a la Antártida en busca del blanco. Pero no lo encontró. “Fuiste en busca del blanco y de la luz y encontraste el negro: decepción y oportunidad, ¿qué encontraste en la oscuridad?”, pregunto en el mail que responde veloz, sintética y a la vez generosa.
“Lo que encontré en la oscuridad es más bien personal y tiene que ver en realidad con lo que motivó la necesidad de ir a la Antártida. Toda pulsión creativa nace de una zona interna oscura y con suerte algo se devela con la expresión. Lo que sí puedo decir es que no siempre lo que uno espera es lo mejor. Íbamos a ir a la base Esperanza, una hermosa base anual con todas las comodidades, y terminamos en Decepción, en una base muy elemental, de verano, totalmente incomunicados (sólo podíamos hacer un llamado por radio por semana) y que como es zona volcánica el calor derrite la nieve y la tierra permanece negra, pero en el fondo fue una bendición. Yo quería conectar con los cuatro elementos, con lo más básico, y ahí estaba todo. El hielo sobre el fuego, el agua, el aire, la tierra. Y estar en un lugar tan duro me ayudó a estar en sintonía con el espíritu de la Antártida. Lugar extremo, peligroso, impredecible, cambiante por naturaleza (puede estar despejado y a los 5 minutos totalmente cubierto con vientos atroces). No queda más que aprender a honrar la impermanencia y la incertidumbre. Es un aprendizaje de vida, en esencia”.
Pocos días antes del comienzo de la cuarentena de 2020, y siguiendo la pista del blanco total, Adriana viajó a Islandia. El viaje era por veinte días, pero se quedó tres meses. De esa estadía en la luz surge un proyecto que aún está en progreso y que tiene el formato película.
“De lo que todavía no es prefiero no hablar, nunca lo hago”, dice: “Cada trabajo es en sí mismo y lo que diga el autor no sólo es en el fondo irrelevante sino que condiciona un poco la mirada. Es mejor que el que mira se apropie de la imagen, que pueda resonar internamente con la mayor libertad”. Que así sea.
Viaje al interior del aislamiento
Marañas de objetos domésticos, platos mal apilados en la pileta, camas con bollos de sábanas y mantas, tumultos de intimidad y vida cotidiana. Y hay más: el inodoro sucio, la familia fuera de foco o de ángulo y (des)luciendo joggings mal combinados con pulóveres gruesos, mantas, chinelas gastadas. El correr de las páginas de Jufré (Editorial La Luminosa), del fotógrafo Diego Wisniacki, nos coloca en el hartazgo del encierro de cuarentena, en la felicidad gastada de lo cotidiano también. Colores contrastados y, en ciertos toques, chillones; tomas que exceden el límite del mismo libro. La escena que recorta cada foto más allá de sus bordes materiales.
“A Diego el encierro le trajo un regalo, aunque no empezó bien la cosa. El descalabro que significó esta pandemia para el mundo entero, por supuesto que se sintió, y fuerte en casa. Empezamos desde nuestra trinchera familiar a ver qué corno hacíamos con esta locura inédita que se nos presentaba. Y así pasaron los días, las semanas y los meses. (…) Diego empezó a documentarlo todo y siguió y siguió… no paró nunca. Creo que esa fue su forma de salvarse. También encontró su lugar en la casa, un escritorio búnker desde donde trabajó y se lanzó por primera vez a una complicidad con él mismo. Fue hermoso ver como agarro el hilo del ovillo que lo llevaría cada vez más a quien es él”, dice Carola Besasso, que convive con el artista y es a la vez modelo (involuntaria pero no tanto) de algunas tomas.
El libro cuenta también un estado de la familia, de la vida en esos días casi irreales, en algunos casos, incluso, las imágenes transmiten un olor particular, de casa, de cocina, de camas destendidas. Colores osados. Una cucaracha muerta. Papá Noel que se va. La intimidad con su desprolijidad y su desorden anti Instagram. Las fotos dialogan y se contraponen a un lado y otro de cada apertura de página.
“La editora vio algo distinto en las fotos, la posibilidad de contar algo, de poner al lector a jugar con las imágenes, a tener una experiencia de lectura personal. Yo saqué las fotos, el libro es un objeto distinto,” dice Wisniacki, feliz y sorprendido por la potencia que su viaje interior despliega ahora en 108 páginas sin una palabra. Un libro para mirar y mirar, divertido y atroz.
Poética desde el archivo
“Las cabezas erguidas, las naricitas respingonas, las boquitas fruncidas de las señoras emergen de las pieles de zorro acurrucadas como gatitos alrededor de los cogotes, reposando hocico y patitas muertas sobre los torsos percherones que amamantaron a una generación de señoritos de la Sociedad Rural. Atrás de los tules de sus sombreritos á la page los ojos atrapados como moscas. También enzorrada esa otra señorita en un departamento del barrio de Belgrano, sentada sola en un sofá, con la mano apoyada sobre el cuero del asiento, medio invitando medio hastiada. Entre queriendo quedarse o salir. Ella posa, no como las otras agarradas desprevenidas por el lente de la cámara. ¿Quién está del otro lado? ¿Quién manipula la máquina de sacar fotos? Un varón, seguro. Padre, novio o prometido”. Así presenta Selva Almada en el prólogo el libro de Francisco Medail, Fotografías 1930-1943 (Asunción Casa Editora), una investigación en torno al archivo y la historiografía del arte.
El libro de Medail tiene un referente imprescindible para poder ser leído en su espesor que es Robert Frank (1924-2019), fotógrafo de origen suizo que en los años 50 recorrió Estados Unidos para hacer 28 mil fotos y publicar 83 en un libro fundacional del fotoperiodismo y aledaños, llamado The Americans.
Frank muestra en esta serie el contraste – que Medail también encontró en fotos del Archivo General de la Nación– entre el optimismo reinante de esa época y las diferencias raciales y de clases de la sociedad: la luz esplendorosa de una época sospechosamente optimista, de posguerra, y las sombras de una intimidad de desigualdades. Hipócritas años infames y una serie de imágenes que habilita nuevas preguntas: ¿Hay un modo de época de contar la época? ¿Qué se ve en esas naricitas respingonas y boquitas fruncidas? ¿Y qué ocultan?
Fotografías 1930-1943 es una provocación historiográfica. “El proyecto tuvo su punto de partida en algunas imágenes encontradas en la calle, pero luego fue necesario acudir al AGN para tener mayor material de la época para tener más margen en el relato que quería construir”, explica Medail. Las fotos cambian al integrar un libro.
Dice el especialista: “La estructura interna del libro y el orden de las imágenes siguen como referencia a The Americans, de Frank. Esa fue la propuesta de Asunción Casa Editora al convocarme a publicar el proyecto. Son 83 imágenes divididas en cuatro capítulos, cada uno de los cuales comienza con una foto donde aparece una bandera (en el caso de Frank, de USA, en este caso, de Argentina)”, dice Medail, artista y curador especializado en fotografía.
Además hay otro juego posible: “El libro propone un anacronismo visual: construye un relato de época con una estética imposible para ese entonces”. En otras palabras: el trabajo de edición y curaduría permite armar un relato de los años 30 a partir de una estética fotográfica similar a aquella que tuvo su origen y apogeo a partir de los años 50″.
“De allí que surgen varias preguntas: ¿Es posible que esa estética haya existido años antes en Argentina? ¿Por qué esas imágenes no tuvieron la relevancia que luego tuvieron las que produjeron Frank y sus discípulos 20 años después? ¿De qué modo se construye la historia del arte y qué lugar ocupan los países del sur global en este relato? Por otra parte, hay otro gesto anacrónico en términos históricos: evocar a los años 30 para repensar el momento histórico que estamos viviendo actualmente, es decir, volver al retorno conservador de la Década Infame para encontrar resonancias con nuestro presente”, sigue el curador. Naricitas respingonas que en su silencio son elocuentes por demás.
La sensación
“Los Otros no es un libro de retratos, no es un libro de viajes, ni de fotos de calle. Es, sin embargo y sin planearlo, todo eso junto”, dice Juan Bello, en el prólogo a su libro, Los otros, editado por La Luminosa.
Bello viaja por trabajo y en esos viajes empuña la cámara y observa a las otras personas que (no) viajan con él. Testigo mudo, fisgón, voyeur. Que no solo mira a otras personas, sino que también puede detener la mirada y el tiempo en un plano, un rincón, la vista desde un ventanal de habitación anónima de hotel urbano, y proyectar esa inefable sensación.
“Rutinas de desayunos, cenas y días en soledad y silencio. Rituales de despegues, aterrizajes y esperas. Una pausa forzada por la distancia en la que me entregué a días de caminatas sin rumbo y a espiar personas, escenas y dramas”, dice Bello, pero mejor hacer silencio y que sus imágenes cuenten lo que el voyeur pueda observar.
A todo color, pero sin escandalizar, las fotos de Juan Bello presentan geometrías, objetos abandonados, personajes en gestos imposibles, cotidianeidad también.
Particular absoluto, contingencia soberana, dice Barthes. Y también dice que las imágenes son el regreso de lo muerto, la actualización de lo que no está más. Jugando con el fuera de foco y esos primeros planos sugestivos, Bello pone la distancia justa y el ojo en el exacto punto del extrañamiento para habilitar en el lector un tiempo colgado del tiempo, para mirar y mirar.
Hallazgos increíbles, coincidencias asombrosas
Las fotos, de Inés Ulanovsky (Paisanita editora) es una crónica ilustrada de la relación de la autora (fotógrafa, archivista, cronista), con su objeto de trabajo: las fotos, propias y encontradas en archivos, cajones o encuentros casuales. Aventuras de la imagen y la luz.
Una frase de Roland Barthes inaugura la serie: “La fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”. Y justamente se trata de lo irrepetible, ese momento click en que se reunieron él y ella en ese lugar, o el momento click en que ella lo retrató sin saber que después no se volverían a ver y así.
Se trata de seguir el hilo de las fotos hacia atrás, hacia el origen, para contar, por ejemplo, cómo la propia Ulanovsky fotografió a quien fue su marido un tiempo antes de conocerlo o como un hijo de desaparecido pudo rearmar algo de la historia de su padre a partir de un retrato publicado en el diario (una foto perdida) y otras historias de perdidos y encontrados a partir del disparo de la cámara lúcida, que ve más allá de quien la empuña y narra.
Ulanovsky trae a sus relatos episodios increíbles (y reales) de su trabajo con el archivo de la Asociación de Reporteros Gráficos de Argentina (ARGRA), y su vínculo también con “Negativos encontrados”, un grupo de Facebook que contacta personas y fotos. Entonces, una historia como ésta: “Katherine Jagodnik Chab almorzaba con su familia cuando vio en el celular un nuevo posteo del Facebook de ‘Negativos encontrados’. Se había unido a ese grupo que rescataba las fotos que otros habían descartado o perdido. Un retrato antiguo la atrajo especialmente”.
“Una pareja y sus tres hijos miran a cámara y sonríen. Después de observarla durante un rato se dio cuenta. La nena era su abuela Martha y la señora elegante era Victoria, su bisabuela. Katherine les mostró a sus padres y a su abuela la pantalla del celular y ellos la miraron sin entender cómo esas fotos habían llegado ahí. Cuando Katherine les explicó que pertenecía a un grupo que se ocupaba de rescatar fotos ajenas, entendieron menos. Todo querían saber quién había tirado y quién había encontrado esa foto, objeto inequívoco del patrimonio de la familia Chab. Katherine mandó un mensaje haciendo esas preguntas a ‘Negativos encontrados’”. Y la crónica continúa.
“Cuando escribe, Inés Ulanovsky parece estar leyendo fotografías: deliberadamente lacónica, es realista en cuanto no se va en metáforas que opaquen la desnudez del objeto (o es fiel a esos fotógrafos de redacción que sueñan con que las notas sean cortas para que su obra se luzca más grande). Cuando fotografía o elige fotografías, deja sin palabras, precisamente porque lo que muestra cuenta una historia que parece hablar hasta por los codos”, dice María Moreno en la contratapa del libro.
Las fotos es un libro de crónicas de misterio en el que los enigmas se resuelven con una foto. Fotos como prueba, como testimonio, como talismán de amor. Porque, como dijo Susan Sontag, (y esto es la cita final del libro) las fotografías son quizá el más misterioso de todos los objetos.
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