Quizás el momento más incómodo de mi visita a Emiratos Árabes Unidos fue cuando pregunté por Salman Rushdie. A decir verdad, fue el único momento incómodo: los emiratíes son grandes anfitriones y es muy fácil pasarla bien aún en un lugar tan diferente.
Sin embargo, mencioné a Rushdie y... bueno.
No era una pregunta caprichosa: con otros periodistas estábamos cubriendo la Feria del Libro de Sharjah -el más “cultural” de los Emiratos- y nos habíamos sentado a conversar con su responsable, Ahmed bin Rakkad Al Ameri, un hombre agradable, que llevaba una de esas largas vestiduras blancas y convidaba con delicias varias a sus entrevistadores.
Seguro de estar al mando de uno de los emprendimientos más poderosos de la industria -Emiratos invierte fuerte en la industria editorial y su Feria del Libro es deslumbrante- el hombre subrayaba que se trataba de una Feria sin censura. Dicho así: SIN CENSURA.
Entonces esta cronista dijo el nombre. “¿Puede haber aquí libros de Salman Rushdie?”.
Un Ahhhhh cruzó la mesa: era la encargada de prensa, que movió el cuerpo hacia adelante como para intervenir. Pero el funcionario fue más rápido. Con la mano en el aire detuvo el avance de la mujer y con su más hermosa sonrisa dijo que no había ningún problema. “Ella puede preguntar lo que quiera”, le aclaró. Y nos dijo a los periodistas que en la Feria del Libro de Sharjah cabía todo menos la pornografía y la piratería. Dijo que si algún editor quería traer libros de Rushdie nadie se lo iba a impedir.
Un rato más tarde, esta cronista recorrió la Feria e hizo una búsqueda en su catálogo digital: parece que nadie había querido llevar a Sharjah -un emirato donde la ley suprema es la Sharia, la ley islámica- ningún libro del autor indio sobre el que pesa una fatwa que -no hay que olvidarlo- alcanza a sus editores y a sus traductores.
Eso, que nadie hubiera “querido” llevar libros de Rushdie a Emiratos, me recordó otro caso en que un editor se dio cuenta de que no quería publicar un libro que antes había anunciado que publicaría. No ocurrió bajo la ley islámica ni -hay que decirlo, no es un detalle- pesaba sobre nadie una condena a muerte.
En 2018 Antoine Gallimard -director de Gallimard, una editorial francesa de enorme prestigio- anunció que iba a publicar Bagatelas para una masacre, La escuela de los cadáveres y Los bellos paños. una serie de textos antisemitas que Louis-Ferdinand Céline escribió entre 1937 y 1941, en épocas de nazismo y Holocausto. A partir de posiciones políticas como las de Céline se torturó gente, se la expulsó, se la marcó con hierro, se la gaseó. ¿Mejor no conocerlas?
Así parece haberlo creído el gobierno francés, que discretamente invitó al editor a conversar. Cuando salió, Gallimard había cambiado de idea: “En nombre de mi libertad de editor y de mi sensibilidad a mi época, suspendo este proyecto”, anunció. No en nombre de Dios sino de la libertad -¡de la libertad!- se abstenía de publicar. El gobierno lo había hecho reflexionar.
La defensa irrestricta de la libertad sigue siendo una causa. Fue el propio Salman Rushdie quien, en una charla en la Universidad de Vermont en 2015, dijo: “Cuando alguien dice ‘creo en la libertad de expresión, PERO’, dejo de escuchar”. Hablaba del atentado a la revista francesa Charlie Hebdo -que también se había metido con el Islam- pero por supuesto también hablaba de sí mismo y -cómo no entenderlo así- de todos nosotros.
Por casa también sabemos de violencia. En Buenos Aires, en plena Primavera democrática -1984- una granada de gases lacrimógenos explotó en el Teatro San Martín cuando el italiano Dario Fo presentaba su Misterio bufo, una obra en la que se burla de temas cristianos.
Y los memoriosos recordarán cómo en 2004 la jueza Elena Liberatori ordenó cerrar una muestra del artista León Ferrari, en la que había imágenes francamente antirreligiosas. El entonces cardenal Jorge Bergoglio -hoy Papa Francisco- había calificado la muestra de “blasfema” y un grupo se había lanzado sobre unas obras y las había roto.
En 2018 -ayer nomás- en la bella, progre y culta feria de arte ARCO, de Madrid, fue retirada Presos políticos en la España contemporánea, una obra de Santiago Sierra que consistía en 24 retratos pixelados, entre los que había dirigentes independentistas catalanes entonces encarcelados por sedición.
En Sharjah, además, supe de otra sutil forma de censura. Para poder traducir los libros al árabe -un mercado muy grande- editores occidentales de lo más libres aceptaban quitar escenas de sexo de sus libros “cuando no son centrales”.
¿Qué es central en una novela? ¿Quién dice? Tiendo a pensar que libertad de expresión incluye la posibilidad de ofender: a veces las ideas de uno van más allá de las relaciones públicas.
Aunque simpatice son Rushdie y deplore el nazismo, tiendo a pensar que quien califica a un texto de peligroso ya está siendo peligroso: ¿desde qué virtud se predica? Que -esto es un lugar común- donde se empieza quemando libros se termina quemando gente. Que ya nos lo advirtió la gran María Elena Walsh: si nos indican qué ver, qué leer, qué pensar, vivimos en un Jardín de Infantes.
Y ya estamos grandecitos.
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