La cubierta es negra y el título rojo marca las palabras que quiebran, que irrumpen en ese campo oscuro. Resalta. “Finalmente voy a ponerle el nombre que es. Voy a titular GUERRA”, dice Ana Arzoumanian y cumple. En muchos de sus libros anteriores la guerra y la violencia aparecían como telón de fondo, pero no como actor central. Ahora sí: con esa determinación escribió La guerra es un verbo, publicado por La Cebra.
Se trata de una serie de artículos en los que reflexiona sobre qué es una guerra, pero no desde lo geopolítico y ni siquiera desde lo histórico, sino desde lo cultural y enlazado con la memoria, la identidad, el exilio, la lengua, el dolor, los cuerpos, la empatía. Todo se entremezcla en el fragor de las armas y al final resuena una pregunta: ¿cuándo termina una guerra?
El punto de partida fue la guerra de seis semanas que enfrentó a Armenia y Azerbaiyán entre octubre y noviembre de 2020. Arzoumanian cuenta que en ese momento se vivió entre los armenios de la diáspora argentina una especie de euforia que le generaba pavor: “Quedé perpleja, no podía entender cómo se respondía. Porque lo que se decía oficialmente era que Azerbaiyán había invadido Armenia y entonces había que responder con una guerra. Teniendo en cuenta la situación económica de Armenia, no podía entender cómo se le responde a un país como Azerbaiyán, con una economía fuerte y amparado por otras potencias.”
-¿Cuál fue tu respuesta ante esa perplejidad?
-Empecé a ver qué pasaba con esta idea que tiene lo armenio de lo guerrero, de la lucha y del fervor violento. Ahí aparecieron cosas y me di cuenta de que hay una noción de muerte en occidente que es distinta a la que tiene Armenia y el Cáucaso o que tiene Medio Oriente, según las religiones, según su concepción vital. Lo que para nosotros en occidente es una amenaza a la vida, esta situación mortífera, para ellos no.
-Una frase muy famosa en Armenia es: “La muerte inconsciente es muerte. La muerte consciente, inmortalidad”.
-Ese es el centro neurálgico de toda la cuestión, eso armó la historia de Armenia. Es a partir de una lucha en los años 400 cuando aparece esta frase frente a la disyuntiva entre doblegarse al mundo musulmán y vivir un tiempo pacífico, o definirnos como cristianos y enfrentarnos a una lucha en la que podemos morir y quedar arrasados. La opción fue la segunda, con esta frase que quedó tan constitutiva, que se volvió a utilizar en la primera guerra de Nagorno Karabaj (1988-94). Hoy está acuñada en un monumento en los patios de la Catedral Armenia en Buenos Aires. Darme cuenta de eso, enfrentarme con eso, me tranquilizó. Me di cuenta de que hay una razón de ser, no es tan loco que toda esa gente vaya a morir y se entiende desde esa mentalidad, desde esa cosmovisión. Desde acá es inentendible. Después pude entender por qué la diáspora armenia en Argentina tenía ese fervor de “venceremos”. Se renovaba una idea de enfrentamiento que viene con una parálisis que llega desde el genocidio. Nosotros, los armenios en la diáspora, somos los herederos de una aniquilación en todo sentido, no sólo por los familiares que fueron muertos, sino una aniquilación vital. Cualquier violencia que aparezca como reacción puede ser interpretada como que ahora es el momento de responder a aquello ante lo cual fuimos víctimas absolutas y totales.
-Cuando hablás de guerra te centrás en Armenia, ¿qué tan extrapolable es lo que analizás a cualquier otro tipo de conflicto?
-Creo que hay herramientas en el libro que son utilizadas en relación a la guerra entre Armenia y Azerbaiyán, pero también pueden utilizarse en relación a otras. En general se cree al analizar una guerra que se está frente una situación política, entonces el análisis es histórico o geopolítico. Pero lo que se desdeña muchas veces es lo que decía Benedict Anderson en relación a las naciones: que son imaginadas. La nación como ente imaginado tiene que ser interpretado desde la manera en que esa nación se imagina a sí misma. No puedo analizar sólo en una situación de guerra la cuestión histórica o geopolítica si no entiendo esa manera en que ese pueblo se imagina a sí mismo. Eso lo hace a través de sus producciones artísticas: del himno, de la música que escucha, de la poesía o de los relatos que escribe, de su cultura textil. En esa cultura, en esa forma de imaginarse, podemos encontrar elementos más pacíficos, más agresivos. Qué nos estamos diciendo a nosotros mismos desde el cuento que nos contamos y el cuento que les contamos a nuestros hijos y a la gente porvenir. Está tan adherido que no nos damos cuenta. Cuando estamos en el colegio, en el momento de izar la bandera, uno lo hace automáticamente y cree que en ese automatismo se perdió la contundencia. Pero no, aún ahí hay una transmisión afectiva. En la imaginación aparece la compasión, la ternura, pero también el rencor, el odio. Entonces me parece que el texto sirve para intentar comprender otras situaciones de conflicto.
-Este análisis no lo hacés desde la geopolítica, sino desde un punto de vista literario.
-Literario, sí, pero puede ser del cancionero, de la cultura en sí, cómo la cultura da signos teniendo en cuenta lo que se considera que es una nación. Entonces me preguntaba cómo hacemos para analizar este punto que parece desdeñado. Yo sentía que la guerra era una irrupción violenta incontrolable, que se había dado un descontrol geográfico o político, y en ese descontrol aparecía un elemento violento que lo tomaba por las astas y lo multiplicaba. Y sin embargo, en este análisis de la imaginación pude observar que no es tan descontrolado, que ya hay elementos que anuncian modelos o formas que son vitales y que finalmente también son formas de muerte. De todas maneras hay que pensar que la violencia no es vencida, siempre aparece. Lo humano tiene este lado violento en su forma. Freud lo había desmenuzado bastante en el porqué de las guerras. Pero la idea sería contenerlo, para eso Freud hablaba de la cultura, pero sabemos que no. Si analizamos lo que pasó en la Europa central del siglo XX, en una de las regiones más cultas de Europa surge algo innombrable.
-Aún así la cultura termina sirviendo al menos para testimoniar. Hablás de eso cuando decís que “el sobreviviente toma al mundo civilizado como testigo y da a ver” todo eso que vivió. ¿Qué puede hacer la cultura para testimoniar en el marco de un conflicto?
-Yo creo que en tiempos de guerra sucede una gran anestesia de los afectos. Si yo recuerdo que el otro es una persona, que tiene toda su humanidad, ¿cómo hago para matarlo? Tengo que estar imbuida de una gran carga de insensibilidad para poder hacerlo. Entonces el trabajo de los poetas, de los escritores, de la gente de la cultura es descargar la insensibilidad y volver a hacer sensible lo anestesiado. Desanestesiar. De la anestesia no se sale de cualquier forma, tampoco en términos médicos: quien sale de la anestesia tiene que estar controlado. Entonces el trabajo del escritor es desanestesiar pero también acompañar en ese momento de desazón para volver a entrar a una zona sensible. Yo lo tomo como responsabilidad y también como vocación. Quizás porque vengo de una familia, tanto abuelos como padres, dos generaciones, que para poder llevárselas bien con el día a día tuvieron que anestesiarse, olvidar, bloquear el pasado, la familia que dejaron, la tierra que dejaron, el cuerpo y los amores que tenían. Los hijos que dejaron, los que olvidaron. También hay que decir esto, no se habla de esto en las familias, que algunos adultos para escaparse tuvieron que dejar a los hijos y no se sabe quién los tiene, qué pasó, si murieron. Todo eso necesita de un gran cúmulo de anestesia para poder salir. La tercera generación, en el caso del genocidio armenio, abre esto para que se pueda decir, para que podamos volver a sentir.
-Decís que “toda cultura aspira a los estigmas gloriosos de sus propias heridas” y que “el sufrimiento (la guerra) constituye el sentido de la legitimación social”. ¿Las sociedades necesitan una guerra o una experiencia dolorosa compartida para crear una identidad? ¿La guerra es de alguna forma necesaria?
-De alguna forma sí. Cuando los otros elementos de la constitución van decayendo o son muy débiles, la guerra es un gran elemento de cohesión. Es un gran dador de sentido cuando no hay ningún sentido de la vida, por ejemplo, cuando económicamente la nación está quebrada o su cohesión social está desarmada, aparece entonces un enemigo externo que le da cohesión, sentido de vida. Es un sentido de muerte, pero también es un sentido de vida porque conglomera. Aparece el orgullo nacional que va llenando también el corazón de la gente. Claro que cuando esto desaparece, cuando la guerra cae, otra vez surge el sinsentido. Cuando la guerra va dejando su lugar y aparece un acuerdo de paz y todavía no hay elementos de cohesión importantes como el social, económico o el político, la guerra puede aparecer otra vez como fantasma muy cercano, otra vez como elemento de salvación. Y ahí está la locura total porque lo que salva, mata.
-A modo de autodefinición, decís “yo escribo para desenterrar”. Toda producción cultural sirve como redención después de una guerra, para recuperar la memoria y regenerar al pueblo ¿Lo ves así?
-Sí para el escritor. Pero la cuestión es qué modo de recepción tiene esa escritura, si hay lector posible para esa escritura. No es sólo el escribir sobre la guerra, en ensayo o poesía o lo que fuere, sino si la sociedad está dispuesta a recibir eso. No sé si la sociedad está siempre dispuesta. Para eso tienen que darse varias condiciones, tiene que haber una política que le asegure la calma a la población y entonces sí aparece la escritura recibida en un colectivo que entiende que eso le puede dar cierta paz. Sólo con escribir no alcanza, la escritura la completa el lector. Si no se lee, no es escritura. Por eso hay que crear al lector. Sin el lector, lo que yo haya escrito no vale absolutamente nada.
-Un personaje tuyo de un libro anterior se pregunta para qué sirve la memoria, ¿qué le responderías?
-Tendría que servir para pacificar. Pero todavía me sigo haciendo esa pregunta y no tengo respuesta. Quisiera que fuera un elemento que cambiara las cosas. Creo que sirve para ponerle nombre a las cosas. Nombre y funciones, nombres que son lugares. Como quien dice “vamos a poner las cosas en su lugar”. Y creo que la memoria pone las cosas en su lugar cuando pone los nombres.
-Termina una guerra y hay producción cultural que tiene que ver con la memoria, con la identidad, con poner las cosas en su lugar. Aparecen las consecuencias de la guerra. ¿Entonces las guerras terminan en algún momento?
-Es una buena pregunta. Una psicoanalista israelí dice que la Shoá tuvo un efecto radioactivo en el sentido de que no importa que hayan pasado generaciones o que el elemento que produjo eso haya estado lejos de las personas, la radiación sigue acumulando lo negativo. Y yo creo que la guerra también tiene ese efecto de radiación como elemento físico y metafórico, que va irradiando todo su odio, su rencor. Uno cree que es una cuestión sólo geopolítica. Eso está bien, pero la guerra no es sólo el tratado de paz, sino que también nos habla de los afectos ¿Cómo se para al odio? Uno diría con amor ¿Cómo aparece el amor? Esa no es una cuestión política o histórica sino que requiere de otra manera de vivir, que ese tratado de las emociones como una geometría, como decía Espinoza, se vaya abriendo y que vayan apareciendo otros afectos. La guerra no termina cuando termina la guerra porque los efectos emocionales siguen por generaciones, aún generaciones que no estén viviendo en el mismo territorio. La guerra no es sólo el territorio que está frente al conflicto: es por generaciones, más allá del lugar y de la lengua.
“La guerra es un verbo” (fragmento)
Solemos creer que los hechos bélicos son situaciones que lindan con el destino, con cierto sino trágico fuera del devenir de la voluntad y el deseo de las personas. Como las guerras son acontecimientos disruptivos que aparecen en escena rompiendo la cronología regular, espacial y temporal del sujeto provocando traumas; como, además, son causante de la muerte de muchas personas, solemos adjudicar ese fin de la vida con un designio de los dioses, de las furias o de los ajusticiados.
Sin embargo, la guerra es un hecho de la cultura. No me refiero a las guerras culturales o las guerras en la cultura sino al teatro de operaciones mismo como fenómeno cultural con sus modalidades técnicas, legales, estéticas. La guerra está al límite con la noción de ciudad, civilización, ciudadanía. Tiene lugar en el borde, en el margen. Pero sus actores son sujetos que se forman con las reglas de cultura de una “polis” determinada.
Si la violencia institucionalizada en la ley conforma las reglas de convivencia en el derecho de una nación, aquella mediación “fuera de la ley”, aquella que adviene de un grupo militarizado puede considerarse una violación al derecho, pero no por eso deja de pertenecer a la cultura. La resolución de conflictos puede realizarse a través de medios no violentos, en la esfera del mutuo entendimiento o sea, del lenguaje. Lenguaje que es la célula constitutiva de la política. O por medios violentos, allí donde el lenguaje falla, donde la representación de soluciones imaginables a los objetivos humanos se desbarata.
A la pregunta de si se puede matar surge como respuesta el mandamiento “No matarás”. Sin embargo, por más sagrado que sea el hombre y su vida, alega Walter Benjamin, no lo son sus condiciones o su vida corporal que sus semejantes convierten en precaria. Porque lo humano no es para nada idéntico a la mera vida del hombre, ni a la mera vida que posee, ni a la unicidad de su persona corporal.
No hablo de violencia legítima o ilegítima, sino en esa tesis según la cual la violencia sería un dato natural dado. La máquina mitológica tiene engranajes que no paran de reproducit bienes deseables o descartables. Trabajo de la cultura que hace de los sujetos instrumentos a reinar. Una técnica, un conjunto de dispositivos que disciplinan las palabras, las imágenes, delimitan los afectos que estos provocan, deben provocar. La vinculación es emotiva, no sólo racional.
De modo que el esquema de poder, su pedagogía militar, jurídica, pero también civil, construye un tipo de sujeto, un “guerrero”, un “luchador”, un “reivindicador”. Así se escribe el “hasta la victoria” a modo de religión cuyo día después es siempre el de la resurrección, es decir, un tiempo sagrado donde el cuerpo muerto renace como cuerpo y reina. Como si el día después no fuera una cuestión de poder, de un poder nuevamente institucionalizable. De la impotencia de la víctima a la transformación de los sacrificios en gozos, el relato se apodera adiestrando una identidad; identidad que es siempre narrativa.
Quién es Ana Arzoumanian
♦ Nació en Buenos Aires en 1962. Es abogada, se formó en psicoanálisis y actualmente es docente de la Universidad de Tres de Febrero.
♦ Ha publicado 18 libros, incluyendo poesía, ensayo y novela. Entre los más importantes se cuentan Del vodka hecho con moras, Káukasos, Infieles y Las mil y una noches peronistas. La guerra es un verbo es el último.
♦ Ha traducido libros en francés y armenio y dos de sus obras han sido adaptadas al teatro.
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