¿Qué queda hoy de aquella Buenos Aires que, a fines de la década del 40 y principios de los 50, recorría incansablemente el sociólogo y filósofo argentino Juan José Sebreli en los albores de su juventud? ¿Queda algo, además, de lo que en aquel entonces se leía, se escuchaba y se veía?
Con el fin de rescatar -y preservar- ese pasado inmediato que comprende el último siglo, Sebreli, próximo a cumplir 92 años, publicó Entre Buenos Aires y Madrid, una serie de diálogos llevados a cabo por Zoom durante la pandemia junto al escritor argentino Blas Matamoro, exiliado en España desde la última dictadura.
En esta entrevista con Infobae Leamos, Sebreli habló sobre su nuevo libro y la importancia de trabajar el pasado para pensar el presente; su sexagenaria amistad con Matamoro; los cambios que sufrió Buenos Aires -y el mundo- a lo largo de sus casi 100 años de vida; la fundación del Frente de Liberación Homosexual y la actualidad de la militancia LGBT+. Bienvenidos al Museo Sebreliano de la Memoria y el Chisme.
Seis décadas de una amistad intermitente
En 1971, Sebreli y Matamoro participaron, junto con otros escritores e intelectuales de la época como Manuel Puig, Néstor Perlongher, Héctor Anabitarte y Juan José Hernández, en la fundación del Frente de Liberación Homosexual (FLH), el primer grupo en defensa de los derechos de esa comunidad. Pero para rastrear la amistad entre Sebreli y Matamoro hay que ir todavía un poco más atrás en el tiempo.
Al comienzo de Entre Buenos Aires y Madrid, en un apartado en el que cada uno de los escritores presenta al otro, Matamoro cuenta: “Conocí a Juan José Sebreli en 1965, cuando yo era un escritor inédito, o sea nada y nadie, y él ya era el ensayista más leído de la Argentina.
Desde entonces hemos sido amigos en la cercanía y la distancia, lo cual no deja de invocar un milagro, dada la aquilatada costumbre sebreliana de llevarse mal con todo el mundo. Lo histórico de este encuentro es que debo de ser la única persona en el mundo con la que Sebreli no se ha peleado”.
“Se hacen doscientas películas por año, con plata que le sacan a la gente común para hacer bodrios espantosos que no ve nadie”
Desde entonces, ambos escritores mantuvieron una amistad estrecha que, de todos modos, no tardaría en verse afectada por el complicado contexto político del país. En 1976, tan solo seis meses después del inicio de la última dictadura, Matamoro tuvo que exiliarse en Madrid, España, donde todavía reside junto a su esposo, a causa de la censura de Olimpo, uno de sus libros.
En una charla con Infobae en su departamento en el barrio porteño de Recoleta, Sebreli cuenta: “Nos veíamos todos los días hasta que, de pronto, surgió esta separación. Desde entonces nos vimos solo las tres o cuatro veces que viajé a Madrid y en las pocas ocasiones en las que él volvió de visita a Buenos Aires. Nos escribimos todos los meses durante algunos años, y ahora pasamos de las cartas a lo virtual. Pero a mí no me gusta el Zoom, no me gusta para nada”.
¿Todo pasado fue mejor?
Tanto en Entre Buenos Aires y Madrid como a lo largo de la entrevista, Sebreli se muestra algo reticente a la modernidad y sus productos culturales, que desestima por no estar a la altura de todo aquello que prosperó entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.
“Las novelas que leo, la música que escucho y las películas que veo son ajenas a esta nueva generación. No es que no las frecuenten: ¡ni las conocen!”, dice Sebreli, que nombra a Marcel Proust, Thomas Mann y Fiodor Dostoievski como algunos de sus primeros grandes amores literarios.
¿A qué le atribuye, entonces, el hecho de que semejantes figuras hayan sido relegadas en los tiempos que corren y no susciten ningún interés en los jóvenes? “A la tecnificación, al mal que han producido las redes sociales”, responde con rapidez. Después de pensar algunos segundos, agrega: “No niego las bondades de las redes sociales, como pasa con la música, por ejemplo. Gracias a la tecnificación globalizada podemos conocer música de otras épocas, algo antes impensado. Pero a su vez esa disponibilidad excesiva genera una pérdida de interés. El tradicionalismo y la mantención del pasado están en tensión con la modernización y los procesos globalizantes”.
Así como con la música y la literatura, Sebreli arremete contra la actualidad de la industria cinematográfica, según se explaya en su último libro: “Hoy el cine me parece malo, salvo excepciones excelentes como las películas de Lucrecia Martel. Se hacen doscientas películas por año, con plata que le sacan a la gente común para hacer bodrios espantosos que no ve nadie. Las dan en el cine Gaumont donde solo entran lúmpenes a dormir la siesta, porque la entrada es barata”. Sin embargo, según su costumbre de buscar la excepción a la regla, agrega: “Entre toda esa basura hay alguna perla. No puedo hacer un racconto exhaustivo y general porque, a lo mejor, soy injusto con obras fundamentales”.
Cambia, todo cambia
Cuando Blas Matamoro, antes del exilio, le contó a su amigo Sebreli que estaba por irse a vivir a Madrid, este le respondió: “Pero, ¿cómo se te ocurre? Es la ciudad más fea del mundo”. La Madrid que Sebreli conocía no era la que, años más tarde, terminaría siendo. Matamoro, huyendo de la dictadura argentina, llegó a mediados de 1976, solo meses después de la muerte del dictador español Francisco Franco, un punto de inflexión para la ciudad y el país.
“¡Qué suerte haber nacido en Buenos Aires, vivir en una ciudad que se parece a Europa y no en esta ciudad que se parece a Catamarca!”, recuerda decirle Sebreli a Matamoro antes de su partida a Madrid. Pero al volver, ya caído el franquismo, se encontró con una ciudad completamente cambiada. “Era una ciudad europea. De pronto me encontré con un París más pequeño. Es una muestra de lo que puede lograr la política en la vida cotidiana y en la vida de las ciudades”, escribe en el libro.
Buenos Aires, como era de esperar, también se transformó radicalmente a lo largo del último siglo. Desde sus fachadas (“la peor arquitectura de Buenos Aires se hizo en los años del peronismo”), hasta la forma de habitarla (“No se vivía en conventillos: era en casas con metros cuadrados que hoy quisiera tener”), la principal ciudad de Argentina viene siendo víctima de una “destrucción total” que arremetió contra sus más destacados cafés, cines, teatros y librerías.
“Antes había una docena de librerías francesas. Hoy no queda ninguna. Teníamos la librería Galatea, que todos los meses traía los libros y Les Temps Modernes donde, bueno, es otra curiosidad: ¡el peso argentino valía entonces más que el franco francés!”, comenta mientras remarca el traspaso del francés al inglés como “lengua culta”, algo que comenzó luego de la Segunda Guerra Mundial y que acabó con palabras y expresiones hasta entonces usuales como “flâneur”, “eso es pour la galerie”, “tuve un rendezvous”, o “s’il vous plait”.
Plazas, cines, chongos y teteras
Entre los tantísimos cambios fundamentales que sufrió Buenos Aires en las últimas décadas, Sebreli destaca cuánto se transformaron los lugares de socialización gay que, desde comienzos del siglo XX, prosperaron a pesar de -o a causa de- una sociedad represiva en la que todavía “no existía una palabra para ‘homosexual’”.
“De la homosexualidad no se hablaba, era algo ignorado por completo. Ni siquiera existía una palabra. En los diarios más cultos, como La Prensa y La Nación, solo aparecían en las noticias policiales, los llamaban ‘amorales’”, explica.
De todos modos, en contra de lo que podría esperarse después de los derechos obtenidos por la comunidad LGBT+ en los últimos años, se atreve a sostener que antes “había oportunidades para la homosexualidad, tal vez más que hoy.
“Yo no tengo nada que ver con los transexuales. Los respeto mucho y quiero su libertad, pero no voy a estar con ellos en una marcha ni nada por el estilo”
“Buenos Aires era una ciudad muy homoerótica. Había sexo en todas partes: en los trenes, en las teteras famosas, que existían también en Londres y en Nueva York. Uno podía tener sexo fugaz desde las seis de la mañana, cuando los obreros y los empleados iban al trabajo. Estaban el Jardín Zoológico, los baños en las estaciones del ferrocarril o los cafés, el teatro independiente, los cineclubs, los bares, el subterráneo, hasta el paraíso del Colón. Todos eran lugares donde podías encontrar muchos homosexuales. Hoy tenés que estar haciendo un enlace, un encuentro virtual, que a veces son un peligro total”, dice.
Al hablar de las teteras (lugares donde los homosexuales podían tener sexo casual y anónimo, generalmente baños públicos), Sebreli recuerda el teatro Avenida (“una tetera desaforada”), el cine Ideal de Suipacha y Lavalle, el “cine rasca” que había en Placa Once, y el Éclair, hoy conocido como cine Lorca, “la tetera clásica por excelencia, ¡hasta le dediqué un poema en uno de mis libros!”, recuerda con una sonrisa entre el orgullo y la nostalgia.
La sonrisa, sin embargo, se borra de un chispazo: “Todo eso ya no existe”, se anima a afirmar. Al comentarle que, más que desaparecer, hoy por hoy las teteras se reconfiguraron y, a pesar de haber perdido la plusvalía de la clandestinidad, algo de esa tradición persiste en las nuevas generaciones de gays, Sebreli se queda pensando y, lejos de tomar su opinión como una certeza, se deja llevar por la curiosidad. “¿Dónde están hoy las teteras? ¿Cómo se reconfiguraron?”, pregunta y, entre risas, aclara: “Aunque yo ya ni frecuento la calle por razones de salud, ¡menos voy a frecuentar las teteras!”.
Otro de los cambios que el sociólogo destaca es el concepto de “chongo”, palabra que en su juventud refería a los hombres toscos y masculinos con los que los homosexuales de ese entonces tenían relaciones. “El chongo, cuyo origen es misterioso, se pierde en la niebla del tiempo. El término ya existía a fines del siglo XIX o comienzos del XX. Solía referirse a hombres de clase baja, aunque hoy eso casi desapareció. Había algo de lo insólito, esa era su gracia: chongo era el tipo que uno conocía en la calle, que te miraba y… Pero de un día para el otro surgió algo sorprendente: de repente esa palabra la empezaron a usar las mujeres”, comenta.
Según explica, con el asombro sociológico de quien observa sin juzgar, con el tiempo se dio una inversión de las costumbres entre heterosexuales y gays: “Los homosexuales vivían una vida secreta con parejas breves y fugaces. Eso hoy se ha impuesto entre los heterosexuales. Es decir, en el momento en que los homosexuales, como novedad, adoptan la costumbre del matrimonio tradicional —que antes no existía porque no se podía—, los heterosexuales adoptan las costumbres homosexuales. Lo había pensado y nunca me animé a decirlo porque me parecía muy audaz”.
¿Puede haber algo más allá de la utopía?
Cuando el grupo de escritores que terminaría siendo el Frente de Liberación Homosexual se juntó por primera vez en la casa de Blas Matamoro en el barrio porteño de Once, algo como la actual Ley de Matrimonio Igualitario, sancionada en 2010, no estaba ni siquiera en el reino de lo imaginable. Aspiraban, eso sí, a erradicar las distintas leyes, edictos y costumbres que, directa o indirectamente, penalizaban la mera existencia de la homosexualidad.
Eso podría explicar por qué Sebreli opina que “hoy en día la militancia LGBT+, más que activa, debería estar dormida”. Satisfecho, agrega: “Yo creo que los movimientos sexuales tienen menos importancia de la que tenían en mi época, básicamente porque se logró lo principal. ¡Hasta se consiguieron cosas que ni se nos ocurrían! Blas, por ejemplo, hoy está casado”.
Para su generación, la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo representó la integración completa de la homosexualidad en la sociedad: el fin de la lucha. Todo lo que vino después ya era inefable, como la Ley de Identidad de Género (“Yo no tengo nada que ver con los transexuales. Los respeto mucho y quiero su libertad, pero no voy a estar con ellos en una marcha ni nada por el estilo”) o el actual debate por el lenguaje inclusivo (“Estoy totalmente en contra. Son cuatro o cinco locas de los grupitos esos que no tienen nada que ver con los verdaderos grupos feministas como con los que yo he estado”).
Cómo sacarle el polvo al chisme y el cuero al mundo entero
Sin más preámbulos, un pequeño fragmento de Entre Buenos Aires y Madrid que demuestra que rememorar el pasado no tiene por qué ser algo solemne, más cuando en una conversación entre viejos amigos, como lo son Juan José Sebreli y Blas Matamoro, aflora el chisme con tanta facilidad:
JJS: (Sobre Victoria Ocampo) ¿Por qué no se fue a vivir a París? Ella hubiera podido vivir ahí en esa época. París estaba en su mejor momento. Prefirió ir a encerrarse en una quinta de San Isidro, que entonces no era una mansión, como lo es ahora, sino una casa de campo. Fue astuta: se dio cuenta de que iba a ser una gran dama en Buenos Aires y no en París. Por eso no le gustaba Proust. Todo ese grupo era algo homofóbico, a pesar de que estaba lleno de homosexuales alrededor, empezando por Pepe Bianco, Silvina Ocampo, Manuel Mujica Láinez, Enrique Pezzoni, entre otros. La prueba de la homofobia es el libro que escribe sobre D. H. Lawrence: dice que no era homosexual, sino que no tenía relaciones con mujeres porque era muy espiritual y no creía en el amor carnal. Negar que era homosexual y que estaba enamorado de un príncipe árabe ya es demasiado.
BM: Además, negar que su hermana era lesbiana.
JJS: Victoria Ocampo estaba rodeada de homosexuales. Pero ella y Borges fueron homofóbicos.
BM: Borges era sexofóbico en general. Tenía fobia al sexo, eso se ve en su literatura y es perfectamente legítimo que un hombre tenga fobias. En el caso de Victoria, yo pienso que es una cuestión de familias que dicen: “De esto no se habla en público porque se van a enterar los Proust y los Sebreli”. Al final eso se sabe, como decían las vecinas de mi infancia. Al final se sabe la cama de a tres que hacían Adolfo Bioy Casares con Silvina Ocampo y con la sobrina de Silvina, Genca Victorica, la hija menor de Pancha, que por esa época tendría 16 años. En el viaje de bodas de Adolfito con Silvina fue esta chica, y fue amante de los dos, pero de eso no se hablaba.
JJS: Hacían lo mismo que Sartre y Simone de Beauvoir con los discípulos de la escuela secundaria que se acostaban con ellos, Arlette o la fracasada actriz de teatro, Olga Kosakiewicz, también menores de edad. Sartre y Simone de Beauvoir eran seres completamente libres, como los del grupo de Bloomsbury en Londres, cosa que nunca fue del todo el grupo Sur, al que no obstante hay que reivindicar porque era menos pacato que la Buenos Aires de entonces.
“Un agnóstico del futuro”
Hacia el final de su último libro, Sebreli se pregunta: “¿Qué quedará de Buenos Aires después de la pandemia y de las sucesivas crisis si, de tan frecuentes, pasan a ser estructuras? ¿Se reconstruirá alguna vez todo esto? Tengo mis dudas. Lo más probable es que yo no lo vea, porque esto da para largo”.
Al recibir esa misma pregunta durante la entrevista, erguido en un sillón bajo un retrato de sí mismo, se detiene a rumiar un pensamiento que, a último momento, parece preferir guardarse. Finalmente, dice: “Eso no lo voy a contestar porque creo que no se puede hacer. Yo soy un agnóstico del futuro, creo que el futuro inmediato no se puede saber porque están las mismas posibilidades de que vayamos a una mayor globalización como de que terminemos en un nacionalismo atroz”.
Aunque personalmente opte por la globalización, teme que la pandemia incline la balanza hacia los nacionalismos alrededor del mundo, por lo que, con sus 91 años, Sebreli insta a continuar una lucha cuyos frutos, sin embargo, no cree que llegará a disfrutar. Hacia el final de Entre Buenos Aires y Madrid, escribe: “El siglo XXI sigue siendo un matadero, y no sé si dejará de serlo. Hay que estar en contra de los optimistas, que son ilusos, pero hay que ser optimistas en la voluntad, en el sentido de luchar por lo que nos pueda llevar al bien, pero ser realistas respecto a los hechos. El mundo actual es más parecido al infierno, y luchamos por un paraíso que no veremos”.
SEGUIR LEYENDO: