Un poco le tiemblan las rodillas a un periodista -a esta, por lo menos- cuando le toca hablar con Salman Rushdie. Es un escritor, claro, como tantos, escribe en inglés, como muchísimos, nació en la India pero ahora vive en Estados Unidos, nada tan excepcional. Pero, sobre todo, Salman Rushdie es el autor al que en 1988 el fundamentalismo islámico condenó a muerte. La condena pedía que cualquier musulmán que se lo cruzara en el mundo lo liquidara. Cuando fuera. Pasó muchos años escondido, el peligro parecía haber quedado atrás, hasta este viernes, cuando le dieron un cuchillazo en el cuello en Estados Unidos. Nada de eso se veía en su cara el día en que hablamos.
Era diciembre de 2020, la pandemia mandaba en el mundo, Rushdie ya había estado enfermo y eso sí era un tema. A través de la pantalla se veía su casa y a él, un hombre cálido, simpático, tranquilo. No parecía asustado.
¿Por qué el el ayatolá Ruhollah Jomeiní, líder religioso de Irán, mandó a matarlo? Por una novela, claro: Los versos satánicos. Que se inspira en el profeta Mahoma, usa un poco de realismo mágico e inventa una supuesta “inspiración satánica” que habría confundido a Mahoma. Blasfemo, le dijeron. Él se pasó la vida diciendo que era justamente lo contrario. Pero se tuvo que guardar. Vivir custodiado. El mundo todo como amenaza. Lo podía matar cualquiera, en cualquier momento.
Rushdie se volvió un emblema de la libertad de expresión. Faltaba mucho para las Torres Gemelas, mucho para que los talibanes se impusieran en Afganistán y controlaran cualquier idea, cualquier música, cualquier imagen. Faltaban años para que se viralizaran videos con decapitaciones. Antes del atentado asesino a la revista Charlie Hebdo por publicar caricaturas de Mahoma. Antes de que nos dijeran que, como el Islam era la religión de gran parte de los que limpiaban pisos en Europa, no había que hacer chistes ni caricaturas ni críticas.
La entrevista, entonces, era online. Se trataba de una serie de diálogos que organizó la editorial Planeta para la Feria del Libro de Guadalajara, que ese año era virtual. Rushdie iba a charlar con el español Javier Cercas; a esta periodista le tocaba coordinar.
Nos conectamos antes de la grabación para un ensayo: Rushdie fue puntual, sencillo. Otra vez: tranquilo. En el momento de la charla se veía detrás de él un amplio living, algún cuadro, una biblioteca.
“Nadie se puede prever los efectos que tiene un libro”, dijo en esa charla Javier Cercas. “Estoy seguro de que Salman no previó lo que iba a pasar con Los versos satánicos”. Y también dijo algo que le cabía a Rushdie: “Un escritor cobarde se ha equivocado de oficio”. El hombre que miraba desde Londres asintió. Seguro que él no se había equivocado.
“Por supuesto que Salman Rushdie sabía que estaba tocando un tema delicado”, dijo también Cercas. Porque se puede ser valiente pero no negarse a ver. Rushdie nada, tranquilo. Con esa tranquilidad que lo hacía rechazar a los guardaespaldas.
“Si abordás la literatura con miedo, simplemente no lo hagas”, dijo con una sonrisa que se volvió una risotada. “¡No lo hagas! No necesitamos libros con miedo!” Con un inglés suave, dijo que libros que hoy son obras maestras, en su tiempo causaron reacciones. Un ejemplo: Madame Bovary. “Flaubert fue atacado violentamente por escribir ese libro”. Dio una vuelta retórica y se alejó de Los versos satánicos. Habló de la valentía de ir al fondo al escribir, no quiso ponerse en el lugar de la víctima ni el del héroe.
“No soy especialmente valiente en mi vida cotidiana”, dijo en esa charla Rushdie, para incredulidad de sus interlocutores. Y se rascó la cabeza pelada. No soy valiente en la vida, pero en la página, decía, no hay opción. “Tenés que hacer lo que tenés que hacer”.
Detrás de él se veía, sobre una mesa ratona, una pila de libros grandes o manuscritos. Vida de intelectual, no de cuchillos, se podría decir, pensando en esa dicotomía que le gustaba a Jorge Luis Borges. (Pienso en uno de los versos del argentino, “El íntimo cuchillo en la garganta”, y me da un escalofrío”).
En la charla de 2020 hablamos de cancelación, como si su condena fuera una forma extrema de esta práctica. Rushdie bromeó, “Javier y yo estamos demasiado viejos para cancelar”. Dijo que lo suyo no era sólo entretener, aunque entretener le parecía una función importantísima. Hablaba como alguien que está seguro de que el peligro ya pasó.
Le preocupaba la pandemia, lo alegraba ya haber tenido corona y contar con antivirus, creía que si había aprendido algo de la pandemia -como si no lo hubiera aprendido antes- era que no hacía falta ser tan sociable. “No necesitamos correr con todos todo el tiempo, las personas que queremos son pocas”, dijo riendo otra vez.
Cuando terminamos, saludó afable en cámara y nos quedamos; no tenía apuro, quería charlar con Cercas, le agradecía sus palabras, le prometía una charla cuerpo a cuerpo, cuando cediera el virus.
Esta nota se escribe a las 14.45 hora argentina, horas después de conocer el atentado contra Salman Rushdie y antes de saber cuál fue la verdadera motivación del agresor. Casi pongo “la verdadera motivación del asesino” pero no, todavía no, ojalá que no. Fuerza, Salman, nos vemos en la próxima Feria. O en cualquier parte.
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