En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es el argentino Fabio Lacolla, psicólogo y también bajista de rock. Como trabajador de la salud mental, Lacolla no sólo da clases en la Universidad de Buenos Aires, sino que también se ocupó de asistir desde su disciplina a equipos de médicos y enfermeros durante la pandemia de coronavirus, así como a sus pacientes. Esa experiencia disruptiva lo puso a escribir su sexto libro.
El derecho a lo torcido es, según explica su autor, una reivindicación de los permisos que cada individuo se da, sobre todo en los momentos más difíciles. Para Lacolla, “a la felicidad se llega por la banquina”, después de permitirse la duda, el error, la frustración, la desesperación, la angustia, el dolor que se apoya en el pecho como si fuera la pata de un mamut.
En defensa de todos esos derechos, y también de algunos como contradecirse o decir “no sé” en épocas en las que se espera que siempre, absolutamente siempre, esté todo bien, es que llevó a cabo esta obra editada por el sello Galerna.
Cómo escribí “El derecho a lo torcido”
El derecho a lo torcido es mi sexto libro y el primero que escribí sin pensarlo. No fui yo, Sr. Juez, fue mi cuerpo apresado por un inconsciente narrativo. Lo empecé a escribir en las playas de Valeria del Mar y lo terminé a los pies de las sierras de Villa General Belgrano, en la provincia de Córdoba. Sólo tenía el título y una vaga idea desarrollada por Mark Fisher en un pequeño texto llamado Bueno para nada, donde dice que en definitiva la angustia tiene que ver con el capitalismo. Sabía que la felicidad nunca ha hecho feliz a nadie, que lo único ético era la realización del deseo y que el problema del bienestar tenía que ver con los permisos que uno se daba aun en los momentos más turbulentos.
Para escribir el libro tuve que torcerme, contorsionándome bajo las formas de la angustia, la tristeza y el duelo. No la pasé bien. Silencié mi cuerpo para escribir sobre el llanto y me puse una pata de elefante en mi pecho para hablar del dolor.
Uno nunca escribe solo. Escribe junto a su familia, sus fantasmas internos y los zumbidos insistentes de la letra. Este libro en particular fue escrito adentro de una pecera. Roxana, mi compañera desde hace 26 años, me miraba escribir como quien mira un axolote que mira sin ver. Su voz, en ocasiones, me recordaba que volviera a pestañar. Claro, era la primera vez que un libro tenía control sobre mí. Honestamente, yo no sé quién escribió a quién.
Después de escribirlo necesité del silencio que antecede a la catarsis, esa dulce explosión que vuelve a poner la casa en orden. Una tarde de sol, dando un paseo por la ruta, olvidé dejar la pecera en casa y me la llevé conmigo. Mientras manejaba, Roxana me ofrece un mate al tiempo que me pregunta “¿seguís escribiendo?”. “Sí, disculpame, creo que este libro tiene vida propia”, le respondí. El derecho a lo torcido era, en ese momento, el Hotel Overlook de la película El resplandor. Suele suponerse al escritor en modo Hemingway con una libreta tomando tragos frente al malecón, sin embargo, la escritura está llena de vida cotidiana y de olor a sopa.
Uno carga combustible en dos estaciones: la infancia y la adolescencia; y aprovechando que en los inicios de la pandemia nos convertimos en seres regresivos, me fui a los 12 años para hablar de la muerte de mi tío de 34 y a los 20 para contar la muerte de mi madre a sus 42. Recordé por qué me hacía echar de los colegios de la primaria para ejercer el derecho de irme a otra parte en los momentos donde tenía la sensación de estar usando un pulóver de lana mojado arriba del cuero. Para escribir sobre la angustia me puse triste y me resbalé para adentro, porque la angustia es como una mosca que entra por la ventana de tu casa y que mientras da vueltas por el living sólo hay que esperar y no resistirse al padecimiento. A la angustia se la aloja amorosamente. Para hablar de la tempestad y la deformidad de los cuerpos recorrí las propias imperfecciones que yo sufrí en mi adolescencia.
Estar torcido, lejos de ser una debilidad, es una fortaleza. Digo en el libro que la perfección te debilita, porque en todo lo acabado no hay lugar para un otro, como esas personas que en una primera cita te dicen “a mí ya nada me sorprende” que traducido quiere decir “en mi vida no hay lugar para nadie más que yo”, y eso lejos de ser una frase que tiene la intención de fortalecerse ante el otro, no deja de ser pura defensa.
La felicidad está en el ir yendo y no en llegar, nos dicen que para ser felices tenemos que repetir ciertos patrones que se abrazan al optimismo militante. Nada de eso. A la felicidad, en todo caso, se llega por la banquina. Este libro es un pase libre para el equívoco, la errancia y la duda.
Como trabajador de la salud mental durante la pandemia trabajé, no sólo desde mi casa con la atención online, sino recorriendo los hospitales del conurbano, más precisamente en el partido de La Matanza, acompañando y conteniendo al personal de salud en un programa de la Subsecretaria de Salud Mental de la Provincia llamado “Cuidar a los que cuidan”.
Una vez una médica residente de una unidad de terapia intensiva me dijo que trabajar ahí era como nadar entre tiburones, que la muerte estaba acechando todo el tiempo y que ni siquiera ellos estaban a salvo. Fue difícil encontrar las palabras para nombrar el derecho a la desesperación y a la impotencia, no sólo de los familiares de los fallecidos, sino también del equipo de salud que íbamos acompañando y asistiendo. También eso me llevo a este libro, y escribí sobre el derecho a poder llorar con todo el cuerpo. La cara es el dique del llanto, se afloja la cara, se afloja el cuerpo. No hay que dejar de llorar sino terminar de hacerlo. Dice Alfredo Moffatt que el llanto es el clonazepam de los pobres.
Mis pacientes hablaban del encierro y se interrogaban sobre el futuro, de cómo la distancia se había metido en los huesos de la vida cotidiana. La pandemia puso en evidencia en qué situación se encontraban los vínculos amorosos develando lo que ya estaba girando en el aire. Las parejas no se separaban por la pandemia, sino que esa situación ponía de manifiesto la fortaleza o la debilidad de esa historia de amor romántico. Muchas relaciones, aún en crisis, pudieron surfear el estar juntos porque en definitiva lo que determina la continuidad de un vínculo es desde dónde se sostiene. Los pacientes se resistían a la tristeza del distanciamiento, sin ejercer el derecho a decir que no o simplemente a dudar.
Muchos de nosotros creímos que la felicidad nos estaba quedando cada vez más lejos sin detenernos a pensar que eso que entendíamos por felicidad no era sino una obligación que nos perseguía desde la más tierna infancia. La salud mental pasa factura cuando los deseos se ningunean, la idea de permiso debería partir de uno y no del deseo de otro que sube o baja la barrera a su criterio.
La idea de que “todo tiene que estar bien” no es otra cosa que sobreadaptarse a la mirada del otro. Padecemos al no darnos permiso para desviarnos de la mirada acusatoria que la sociedad impone, pero insisto, tenemos el derecho a la deformidad, a la imperfección y a no saber qué decir.
Escribir este libro también fue revelador conceptualmente, ya que nacieron ideas como el Inconsciente Colectivo Virtual en tanto limitador arquetípico de la virtualidad y el posfuturo, que contiene el aspecto más patológico de la esperanza y el más deseante de la ilusión.
Ejercer el derecho a lo torcido en los umbrales de este siglo es vivir sin ataduras y es –casi– una obligación. Torcernos nos permite ver más allá de las conservas culturales, de la vida en común y de las pasiones que habitan nuestro cotidiano. ¿Cuál sería entonces el límite de lo torcido?
Lo torcido no es deliberado, sino que encuentra el límite un milímetro antes de quebrarse. No es lo mismo torcerse que quebrarse, una torcedura es el estiramiento de un ligamento, algo que liga y que une, una acción que pierde su potencia. Lo torcido hace el amor con el viento teniendo a mano la capacidad de enderezarse, El derecho a lo torcido se aleja de lo retorcido, de lo complejo del dilema. Lo retorcido es una bicicleta fija que sólo hace que nos consumamos por dentro, pero sin ir a ningún lado.
“El derecho a lo torcido” (fragmento)
Tenemos derecho a estar tristes, a la imperfección, a quedarnos una temporada al costado de la ruta viendo cómo pasan los autos. Derecho a decir que no, a mostrar la panza y pelear con la heteronorma. Podemos autopercibirnos deformes, horribles, intrascendentes.
Tenemos derecho a no quedar atrapados en las redes, a valorar lo que nos sale mal porque de ahí aprendemos. La angustia y el silencio son intimidades que hablan de nuestra sensibilidad y que hay que defender. Todos podemos escribir, cantar y bailar horrible. Ir tras un premio nos termina debilitando, así como también nos apaga el éxito o el capitalismo envenenado.
Partimos del derecho a la diferencia y a la distancia y no del límite ni del impedimento. No deberíamos ampararnos en la cantidad, en el número, en la generalidad ni en la universalidad, sino en la diferencia de valor. Tenemos derecho a dudar, a equivocarnos y a tomar el colectivo en la vereda de enfrente. La sexualidad es la que inventamos y no la que consumimos. Asumamos el derecho a la desconfianza de los que piensan bien, a la crítica de lo que no nos gusta. Escribe Hobbes: “Y dado que la condición del hombre es una condición de guerra de todos contra todos, en la que cada cual está gobernado por su propia razón, sin que haya nada que pueda servirle de ayuda para preservar su vida contra sus enemigos, se sigue que en una tal condición todo hombre tiene derecho a todo, incluso al cuerpo de los demás” (Hobbes, 1979).
Hoy nos gusta esto y mañana nos gusta otra cosa... el derecho a la contradicción; de hecho, ya mismo podrías prender un fósforo y quemar este libro en la terraza de tu casa.
(...)
El deseo es un caballo sin montura, a veces tiene estrecha conexión con el jinete, pero otras, galopa hacia un no-destino creyendo que en esa cabalgada estaría saciando una especie de necesidad. En el Museo Reina Sofía hay un cuadro de José Antonio Estirado que se llama Caballo galopando en el ocaso. Se trata de un caballo amarillo sobre un fondo rojo que galopa a gran velocidad hacia el ocaso. Ocaso no sólo como crepúsculo, sino también como el final de algo. Por eso dicen que satisfacer un deseo es una forma de morir, algo así como tener un orgasmo.
El problema es la autopista por donde circulan los deseos, una ruta que carece de señalización en la que el deseo que más se mantiene en movimiento es el que más late. ¿Será que los deseos empiezan a latir cuando cerramos los ojos? Del choque de deseos nace el poema, pero también nace el límite. Lo torcido no es deliberado, sino que encuentra el límite un milímetro antes de quebrarse. El índice de padecimiento que se tiene con la propia vida, seguramente determine dónde saber frenar. El deseo del otro es la tiza que traza el propio deseo, no es impune... suele pagar los platos rotos.
(...)
Enderezar el deseo del otro es una escalada inútil, ya que pretender que una acción nos haga más o menos felices intenta domar ese desear. Decía que el deseo es un caballo sin montura, pero no por eso es imposible de domar; Eros y Tánatos tienen métodos diferentes para lograr esa doma y no siempre les resulta exitosa. Mientras las fuerzas de Eros conducen al amor, las de Tánatos nos ofrecen un city tour por el inframundo. Hay algo que nos posee y esas son nuestras posesiones; la necesidad, por ser limitada, nos modera, en cambio el deseo, por ser infinito, nos aliena (Rey, 1990).
El otro tiene un deseo que disfruta de mirarse el ombligo, no hay nada que uno pueda hacer para despertar el mínimo interés. Narcisista es aquella persona que cree que con un acto o un simple gesto puede distraer el deseo del otro y, en tal caso, si eso sucediera, amigues míos... se trataría de una trampa. Las libertades también son colectivas y generan un muro de contención sostenido en la ética, ahí es donde lo torcido debería poner el freno. Torcido no es avanzar con los ojos cerrados sin tener en cuenta qué hay más allá de uno, el derecho a lo torcido es amar la imperfección y no responder a los patrones establecidos que presionan —en silencio— como una pata de elefante. Los elefantes, esa metáfora para la vida que, por su forma de moverse, por la manera de morir y también por su voluminosidad, nos enseñan cómo lo mínimo tiene forma de grandeza.
Quién es Fabio Lacolla
♦ Nació en Buenos Aires. Es psicólogo, bajista de rock y profesor de la Facultad de Psicología de la UBA.
♦ Ha publicado los libros Estar en Banda. Psicología del músico de rock, Amores tóxicos y El ensayo amoroso, entre otros libros.
♦ El derecho a lo torcido es su último libro.
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