Conocí a Philippe Lançon en París hace más de quince años. Era entonces un todavía joven periodista francés, inquieto, sagaz, incisivo e increíblemente informado y leído, que hablaba perfectamente el castellano gracias a sus muchas estancias profesionales y personales en América Latina, Cuba incluida. Fue en esa ocasión cuando Phillipe me entrevistó por primera vez y, sin imaginarlo ninguno de los dos, establecimos el inicio de algo así como una costumbre: yo publicaba un libro, y él me entrevistaba para Liberation, el diario para el cual escribía.
Unos años después llegó la segunda entrevista, luego unos encuentros informales en La Habana que sedimentaron nuestra relación y, en los albores de 2015, la nefasta noticia: un comando terrorista, a gritos de “Alá es el más grande”, había atacado la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, con el saldo de doce muertos (incluido el muy conocido caricaturista Georges Wolinski, que semanas atrás me había visitado en mi casa de Mantilla) y once heridos, entre los que, horrorizado, encontré el nombre de mi ya amigo Philippe Lançon.
El motivo del atentado creo que lo recordará todo el mundo: la publicación en Charlie Hebdo de unas caricaturas de Mahoma, un gesto habitual en una revista de su perfil y línea editorial. También, espero, sea recordada la reacción universal de rechazo que el acto provocó, bajo la consigna de Je suis Charlie.
“Compartir su dolor, creo que también nos tornará más humanos y, espero, más fundamentalistas en la necesaria postura de oponernos a cualquier fundamentalismo”
Para Philippe Lançon comenzó esa mañana del 7 de enero de 2015 su segunda vida. No solo porque salió vivo del ataque sino porque su existencia ya sería diferente para el resto de los días que, por fortuna aunque dolorosamente, ha podido gastar. La entrada en esa otra vida es la que el periodista se atrevió a narrar en El colgajo (Anagrama, 2019, edición original de Gallimard en el 2018, con el título de Le Lambeau) su estremecedor relato del proceso físico y psicológico que desde entonces ha atravesado como consecuencia del proyectil que le destruyó la mandíbula.
Muchos somos los que hemos leído ya El colgajo y varios los meses que distan de mi propia lectura, pero vuelvo al texto en este espacio porque la narración del calvario mental y físico que atravesó este ser humano es como una rémora que desde entonces me persigue y que, tal vez, necesite de este ejercicio para realizar algún tipo de exorcismo liberador.
Sin duda el hecho de haber conocido personalmente al autor del libro y de haber tenido incluso la ocasión de verlo y escucharlo después del ataque, cuando aun recorría los quirófanos y psicólogos empeñados en su reparación facial e intelectual, afectó mi apropiación de uno de los documentos más impactantes que he leído en mi vida. Por supuesto, también la condición de relato de una realidad vivida y sufrida, ponen más carga emocional y dan más sentido político y filosófico a la lectura.
La historia que recoge El colgajo comienza casi como un cuento de hadas. Philippe Lançon cuenta su asistencia con una amiga a una representación teatral y nos habla de su relación con la crítica y con la escritura periodística a las que se dedicaba. Es la crónica de un momento de una vida que va desenvolviéndose por los cauces de una normalidad construida con decisiones propias, oportunidades aprovechadas, encuentros buscados o fortuitos. Una vida que podía marcar una línea de desarrollo más o menos recta. Una vida cuyo rumbo de pronto se quiebra y va a caer en otra dimensión (otro planeta, dice el autor), espeluznante y tal vez hasta absurda. Un punto de giro altamente dramático, como el que persiguen los guionistas de cine.
Entonces, desde entonces, lo que fue ya no es. Y el protagonista de esta tragedia casi lo presintió. Mientras veía la representación de Noche de Reyes de Shakespeare, la velada de Reyes de 2015, en la oscuridad de la sala, aun sin saber si haría la reseña del espectáculo, asegura haber hecho una anotación en su libreta de notas. “Las últimas palabras que anoté esa noche, a oscuras y de cualquier manera, son de Shakespeare –recuerda Lançon -: ‘Nada de lo que es, es’.”… Solo que, en realidad, nunca hizo esa anotación que, además, Shakespeare no escribió en su comedia. ¿Tuvo el periodista una premonición? Él mismo no logra saberlo. Pero, a partir de ese instante el libro nos relata lo que desde el momento del atentado es, ha sido, comenzó a ser. Y levanta el telón para dar paso al horror.
Tal vez lo más atendible de El colgajo y sus lacerantes efectos (sentimentales, políticos, etc.) radica en la capacidad impresionante del escritor de mostrar todas sus intimidades mientras descubre para sí mismo y para sus posibles lectores las consecuencias humanas, individuales, de lo que pueden provocar los fanatismos, las intolerancias, la creencia en verdades absolutas. Pocas obras como esta, que parte de la narración de una experiencia personal (traumatismo aparte o incluido), consiguen alcanzar semejante capacidad de denuncia y, a la vez, inducirnos a la solidaridad con un ser humano convertido en representativo de muchos seres humanos, víctimas de la sinrazón revestida de alta razón.
“Bajar con Philippe Lançon a los infiernos en que habitó por largos meses nos hará entender mejor el valor de la vida”
El detallado recorrido por un proceso de más de un año de entradas y salidas de los quirófanos, de ansiedades y depresiones, del sufrimiento de dolores punzantes y la pérdida de la capacidad de comunicación oral, de las reacciones que el evento provoca en seres cercanos y en especialistas y personal médico, colocan en un plano tan próximo y visceral el trance vivido por Lançon que cualquier reacción estética terminará siendo absorbida por la inmensidad del drama al cual ha sido lanzado un individuo que pudo ser cualquiera de nosotros, porque no hay razón para la ruleta rusa de la sinrazón.
Leer El colgajo es un ejercicio difícil pero estimo que necesario, por cuanto tiene de aleccionador. Bajar con Philippe Lançon a los infiernos en que habitó por largos meses nos hará entender mejor el valor de la vida. Compartir su dolor, creo que también nos tornará más humanos y, espero, más fundamentalistas en la necesaria postura de oponernos a cualquier fundamentalismo, del orden y origen que sea. Nos hará valorar más aun el precio de la libertad, esa libertad a la que Philippe Lançon se acercó del modo en que siempre se sintió más libre y pleno: escribiendo.
Epílogo necesario
Un año después del atentado, cuando aun atravesaba el largo período de reconstrucciones de su rostro y dentadura, Philippe Lançon se mantuvo fiel a nuestra costumbre y, enterado de que yo estaría en París, fue a entrevistarme. Era una decisión importante: sería la primera entrevista que haría desde que fuera herido en el atentado. Esa tarde, conmovido, pude ver las muchas huellas que las heridas habían dejado en su cara, escuchar su voz filtrándose con dificultad por el colgajo adherido a su boca, casi sentir un poco de sus muchos dolores…
Pero hace apenas un año, en otra visita a la capital francesa, Philippe me volvió a procurar pues quería publicarme un perfil, y encontré a un hombre con el rostro casi completamente reparado, ya con posibilidades de expresarse con normalidad y fluidez y que, gracias a su enorme fuerza de voluntad, me confesó sentirse feliz con lo bueno que le ha dado su nueva vida: amores, hijos, celebridad literaria gracias al resonante éxito de su demoledor testimonio, El colgajo. Ahora, lo que ya no es, es de otra forma, quizás incluso más apreciada por la existencia de todo lo que fue.
“El colgajo” (fragmento)
Cuando no se la espera, ¿cuánto tiempo hace falta para sentir que la muerte llega? No es sólo la imaginación que se ve superada por el acontecimiento; son las sensaciones mismas. Oí otros ruidos bajos y secos, nada que ver con las atronadoras detonaciones del cine, no, sino unos petardos sordos y sin eco, y por un instante creí… Pero ¿qué creí exactamente? Si escribo una frase como: “por un instante creí que teníamos una visita imprevista, incluso absolutamente indeseable”, enseguida me daría por corregirla de acuerdo con una gramática que no existe. Uniría todas estas proposiciones y, al mismo tiempo, las alejaría lo bastante como para que no aparecieran en la misma frase, ni en la misma página, ni en el mismo libro, ni en el mismo mundo.
Seguramente me había sumido ya, como los demás, en un universo en el que todo sucede de una forma tan violenta que está como atenuado, al ralentí, pues a la conciencia no le queda ya otro modo de percibir el instante que la destruye. También pensé, no sé por qué, que quizás eran unos chavales, aunque pensé no es la palabra, no fue más que una sucesión de visiones breves que se desvanecieron enseguida. Oí que una mujer gritaba: “¡Pero qué…?”, luego otra voz femenina que gritó: “¡Ah!”, y aún otra voz que soltó un grito de rabia, más estridente, más agresivo, una especie de “Aaaaaah”, pero ésta puedo reconocerla, era la voz de Elsa Cayat. Para mí, su grito significaba simplemente: “¡Pero qué diablos quieren estos idioooootas?” La segunda sílaba se propagó de una habitación a la otra. Había en ella tanta rabia como pavor, pero contenía además muchísima libertad. Tal vez sea el único momento de mi vida en el que esta palabra, libertad, fue más que una palabra: una sensación.
Quién es Philippe Lançon
Nació en Vanves, Altos del Sena, Francia, en 1963.
♦ Es periodista y escritor.
♦ Se especializó en Literatura.
♦ Trabajó en el diario Liberation y en la revista Charlie Hebdo.
♦ Antes de El colgajo publicó dos novelas: Les Îles -”Las islas”- (Lattés) y L’Élan -”El impulso”- (Gallimard).
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