En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es Javier Porta Fouz, licenciado en Comunicación Social y, desde hace seis años, director artístico del Bafici, el prestigioso festival de cine independiente de Buenos Aires. Porta Fouz publicó Buenos Aires sin mapa, un libro que continúa una colección editada por el sello español Serie Gong cuyo primer título es sobre Sevilla.
En el caso de la Buenos Aires que mira y después cuenta Porta Fouz, su centro no está en los barrios más frecuentemente recorridos por las guías de turismo y por el público masivo, sino en rincones menos “prime time”. A esos rincones, que conoce pero que para escribir vuelve a caminar, se aproxima Porta Fouz en su libro.
“Una mirada alejada de la obsesión por las postales más repetidas” se autodefine el libro, que no sólo está escrito a través de caminatas sino que invita a sus lectores a redescubrir (o a descubrir para quienes aún no hayan experimentado esos rincones) el territorio porteño.
Cómo escribí “Buenos Aires sin mapa”
“La mejor manera de dejar de fumar es dejar de fumar”. Esa frase se escuchaba en Los paranoicos de Gabriel Medina, una de las mejores películas argentinas del siglo XXI; después revisaré todo el siglo XX para poder, acaso, extender el alcance del elogio. La mejor manera de dejar de fumar es dejar de fumar, el movimiento se demuestra andando, la mejor manera de escribir un libro es escribirlo. O algo así –qué sé yo si era así– me dije al principio, cuando acepté la propuesta de Álvaro Arroba, de la editorial Serie Gong, de escribir un libro sobre Buenos Aires, todo acordado sobre un paquete de alfajor, o por lo menos yo me lo acuerdo así.
Las coordenadas de escritura fueron entre escasas y nulas y la libertad fue grande, más allá de que el título debía ser Buenos Aires sin mapa porque era el segundo de una serie que la editorial había comenzado con Sevilla, claro, sin mapa. Pero a mí me gustan los mapas así que lo hice con mapas, y hablando de mapas, incluso de la historia de los mapas. Y diseñé un mapa mental que limitara el alcance de lo entendido por Buenos Aires o por mi Buenos Aires.
El libro no es sobre toda Buenos Aires, obviamente es sobre mi Buenos Aires, querido o querida. La Buenos Aires más allá, o mejor dicho, o con mayor precisión, más acá de Palermo, Chacarita, Colegiales, Villa Crespo y otras… y Coghlan… ¡Coghlan! vaya nombre. Esa Buenos Aires, tal vez más globalizada, más internacionalizada, más de “cafés de especialidad” –jamás había escrito ese término hasta este momento– no es lo mío. Las vidrieras con reclamos en inglés tampoco son lo mío, por lo menos acá en este sur.
Lo mío es la Buenos Aires de acá, la que no se aleja demasiado del “centro”, o más bien del monolito del kilómetro cero. El monolito, ese horrible adefesio que está en la plaza Mariano Moreno, fue muy útil como principio organizador del libro. Me habían dado demasiada libertad para escribir así que el cero, ese cero, fue un bienvenido principio rector, un metro o kilómetro patrón. El principio organizador, o más bien el organizador al principio.
Los números: confieso –no confieso, digo orgulloso– que me gustan los números. Y para poder escribir con mayores horizontes necesitaba un organizador mejor que el cero, aún mejor que el cero. Ansiaba la división en capítulos. Cuarenta y ocho capítulos: 48 es divisible por sí mismo y por 1, vaya mérito compartido con todos los demás. Pero el 48 también es divisible por 2, por 4, por 6, por 8, por 12, por 16 y por 24. Un número generoso, un número hermoso. Un número que coincide con la cantidad de barrios de Buenos Aires, que no son cien sino cuarenta y ocho. Ideal, cuarenta y ocho capítulos para cuarenta y ocho barrios de los que no iba a mencionar más que un puñado. Un número que, además, iba a ser mi edad al terminar el libro (y ahora, en agosto de 2022).
Entre los libros de mi biblioteca hay libros de mapas, claro, y también libros de números. Dos de ellos: El reino de los números de Isaac Asimov y El hombre que calculaba de Malba Tahan. Con esos dos en la biblioteca y bien asentados en mis obsesiones y con El Buenos Aires de antaño de Luis Cánepa –que salió en 1936, a cuatro siglos de la primera fundación de la ciudad– al lado de mi computadora, escribí el libro. El primer tercio entre el invierno y principios de la primavera de 2021 y los otros dos tercios, sobre el final de ese año y en los dos primeros meses de este. Casi todos los capítulos fueron escritos a la mañana, en algunos escasos momentos de gran ritmo a razón de uno por jornada. Cuando digo a la mañana digo realmente a la mañana, entre las cinco y las ocho, en la mejor hora del día, sobre todo en verano. Las horas habitables, las horas con todo por delante.
Cuando el libro tenía todo por delante, y también cuando tenía dos tercios por delante, o solo un tercio o incluso menos, caminé mucho. Ahora sigo caminando mucho. Pero durante la escritura del libro caminé muchas veces porque el libro me lo pedía: me pedía chequear, profundizar las impresiones sobre alguna calle, alguna esquina, volver a observar lo mirado, volver a encontrarme con lo observado, sacar nuevas fotografías. Y también, claro, caminar porque es la forma en la que mejor se sostiene mi forma de vida en Buenos Aires, o mi forma de escribir sobre Buenos Aires, o al menos para Buenos Aires sin mapa.
“Buenos Aires sin mapa” (fragmento)
La isla de los bombones
Hace dos décadas y media, casi tres, vimos la conversión de unos cuantos bares tradicionales en unos adefesios vidriados, ostentosos, luminosos, espaciosos y a veces también ruidosos y enojosos que se dieron en llamar «pizza café», con una oferta gastronómica extensa, grande, interminable, de muchos ítems y poca grandeza. Todo era más o menos aceptable en el mejor de los casos, más o menos caro, más o menos mediocre, una medianía con ocasional mármol, alguna madera y sin recovecos, con un diseño que quería dar la idea de flamante pero que ya sabíamos que era viejo y que estaba destinado al olvido, sobre todo por no tener personalidad, por haber desterrado de sus horizontes la opción de lo memorable, por haber vaciado de espíritu y de espíritus cada rincón.
Los lugares sacrificados en el altar de estos metros cúbicos sin gracia en los que se gastaban muchos litros de líquido limpiavidrios estaban, además, en esquinas clave de la ciudad. No todos los pizza café siguen y lo cierto es que están más en retirada que en auge, pero el daño hecho no se ha resarcido. De hecho, en lugares como la confitería London de avenida de Mayo ahora es mejor evitar las poco agraciadas medialunas y otros productos que mejor olvidar, firmados por una cadena de pizza café.
En esta nueva era el consumidor busca otra cosa —siempre busca otra cosa, ¿no?— y los pizza café tienen menos recursos y ya no pueden disponer de un equipo con pizzeros, cocineros y pasteleros y entonces la nueva tendencia perniciosa de estos locales es ofrecer productos de cadenas «conocidas», de esas con logotipos profesionales, en ocasiones pastelería de colores chocantes y helados pasados de emulsionante. Salvo alguna excepción —las hubo, las hay, quizás las haya—, los pizza café son lugares para evitar. Además de haber reducido el número de buenos bares singulares y buenas pizzerías singulares, los pizza café nos aportaron un temor particular: el miedo a «modernizaciones» de ese tenor (graso) en cuanta porción de la ciudad quedara sin «remodelar». Un temor a más «reconversiones», a mayores pérdidas de identidad, a esa homogeneización tan contraria al espíritu de una ciudad como Buenos Aires.
La pequeña chocolatería Chiazza prepara sus productos en Barracas —barrio del sur— y tiene cuatro locales de venta y ninguno de ellos está en el norte de la ciudad. En el más cercano al monolito del kilómetro cero, en la avenida Entre Ríos 347, hubo un cierre por remodelación en julio de 2021. Fueron cerca de tres semanas en las que temí por la isla de los bombones. Así he decidido bautizar a este elemento del mobiliario del local, lo más visible, el punto focal de atención del pequeño comercio: una mesa con una mampara de vidrios gruesos que alberga bombones diversos, muchos bombones relucientes.
En pocos otros lugares la posibilidad de visión de tantos bombones es así de generosa: se puede caminar alrededor de la isla de los bombones, modesto pero orgulloso monumento a los dulces, entrañable extravagancia barrial, tentación al alcance de la mirada cercana. Hay muchos otros productos de Chiazza como por ejemplo las «chiambuezzas» (frambuesas bañadas en chocolate). Y hay otro que no sé si mencionar aquí: por más que estas líneas sean leídas por poca gente, siempre acecha el riesgo de que uno de esos pocos lectores tenga la capacidad de amplificación del mensaje y que este producto en cuestión obtenga una demanda mayor y sus creadores caigan en la tentación de hacerlo de manera menos amorosa, más desdeñosa, menos singular.
Por eso, mientras cavilo sobre lo pertinente de esta reve lación, propongo caminar otra vez desde la plaza, desde el Congreso, desde la esquina de Hipólito Yrigoyen y Entre Ríos, pero en esta ocasión por Entre Ríos hacia el sur. En la intersección noroeste está el muy notable edificio que era de la Asociación Española de Socorros Mutuos, con su gran cúpula, y en diagonal está el edificio de los ascensores sueltos, al que los adolescentes del barrio, en los ochenta, intentábamos colarnos con el objetivo de viajar en ellos. En la misma cuadra de los ascensores sueltos hay un edificio firmado por J. Barboni (José J. Barboni) y A. Berrino (Agostino Berrino) que está primorosamente pintado de blanco y azul, que brilla especialmente al sol del atardecer y tiene una indicación de su año de construcción en números romanos con un error: la fecha 1909 en números romanos debió ser MCMIX, pero figura MDCCCCIX.
Cruzando Moreno, en la esquina, está el café-bar-restaurant El Encuentro, que supo ser el Café del Pelado cuando en 1911 se encontraron allí Carlos Gardel y José Razzano antes de ser los gigantes legendarios que serían después. En la misma cuadra, en la mano de enfrente, antes de llegar a la avenida Belgrano es en donde podrán encontrar, además de la isla de los bombones, los alfajores de Chiazza: dos tapas oscuras rellenas de dulce de leche, todo bañado en chocolate con leche o en chocolate blanco. Chocolate de verdad, en un alfajor que no siempre tiene el mismo grosor en su cobertura, un alfajor que hace de la singularidad su bandera y que —rareza de rarezas— nos da más y mejor de lo que promete la imagen del envase. El autor de Buenos Aires sin mapa afirma que este es el mejor alfajor del país de los alfajores y que los brillos de sus envoltorios se justifican con creces. Una afirmación, claro, tal vez singular o insular, que pueden acercarse a comprobar en las orillas de la isla de los bombones.
Quién es Javier Porta Fouz
♦ Nació en Buenos Aires en 1973.
♦ Es licenciado en Ciencias de la Comunicación Social y, desde 2016, el director artístico del Bafici, el festival de cine independiente de la Ciudad. Fue director de la revista El Amante, especializada en cine, así como programador del festival que ahora dirige.
♦ Publicó los libros Buenos Aires sin mapa, Estudio crítico sobre El aura y El libro de oro del helado argentino.
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