“Lo difícil es escribir, no escribir bien. En los talleres literarios se puede aprender a escribir bien, pero no a escribir. Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida”, dijo alguna vez el autor argentino César Aira.
Para aquellas personas que lo conocen, puede resultar raro que sea justamente Aira, tal vez uno de los escritores vivos más prolíficos del mundo, quien afirme que escribir es difícil. Con más de cien libros en su haber, el autor y traductor nacido en Coronel Pringles en 1949 viene publicando casi sin parar desde 1975, a veces incluso con el exagerado número de 6 o 7 libros por año.
En los dos años que van de esta década, marcados por un retundo cambio de cadencia obligado por la pandemia, Aira ya lleva publicados más de una decena de títulos. El panadero, editado por Mansalva, es el tercer libro del autor lanzado en 2022, después de la novela corta El jardinero, el escultor y el fugitivo, y el ensayo El crítico - La prosopopeya.
Sin embargo, Aira no se considera a sí mismo un escritor prolífico. En una de sus escasas entrevistas, esta vez con La Voz de Asturias, aclaró: “En realidad, yo escribo muy poco. Nunca más de una página por día. Y la pienso mucho, me lleva como una hora porque le doy mil vueltas a cada frase. Todos los días una y, al cabo de un año tengo 300 páginas, que son tres novelitas mías. Dicen que soy muy prolífico. ¿Muy prolífico? Debo de ser el escritor que menos escribe en Argentina”.
Prolífico o no, César Aira es, hoy por hoy, uno de los escritores fundamentales de la literatura latinoamericana de las últimas décadas. Tanto que, cada año, su apellido reflota como uno de los posibles candidatos al Premio Nobel de Literatura, algo que él mismo lo ponga en duda: “El Nobel no me lo van a dar nunca, esos premios hay que justificarlos”.
Aunque nunca se sabe. Por suerte, según parece, todavía hay Aira para rato.
Así empieza “El panadero”, de César Aira
Esa vez algo me trajo a la mente un dato que había leído cuando era chico: una mariposa macho podía oler a una hembra de su especie a una distancia de kilómetros, a través de bosques espesos, ríos, montañas, y sobre todo, más que cualquier accidente geográfico, a través de la maraña inclasificable de olores, entre los que su sentido del olfato tendría que irse abriendo paso como por un laberinto de mil puertas. Aquella información que no sé de qué enciclopedia infantil saqué no lo decía, por respeto a la inocencia de sus pequeños lectores, pero era obvio que esa portentosa hazaña de los sentidos tenía por fin el apareamiento. La mariposa, eso lo sabía yo sin que nadie me lo dijera, era el órgano sexual que desprendía una oruga al morir, para asegurar la supervivencia de la especie. De ahí que estuviera dotada de un olfato extrafino, ya que toda su función en la brevísima vida que se le concedía era reproducirse. Los bailoteos en el aire, los besos a las flores, el colorido y el polvillo iridiscente eran todos adornos que distraían a los demás pero no a ella, urgida como estaba para realizar la única tarea que la justificaba.
Esa existencia segunda como sexo desprendido de un ser que había madurado dolorosamente para producirlo y lanzarlo al mundo, le daba a la mariposa su halo de irrealidad, de fata morgana, asociado a las flores que también eran órganos sexuales. Frente a este enfoque poético estaba la ciencia que sacaba a la luz los secretos de los seres vivos, sus ardides ingeniosos o los desarrollos prodigiosos de un órgano o una capacidad, siempre con el objetivo irrenunciable de la reproducción.
No me abandonaba la idea de ese olfato hipersensible capaz de atravesar la distancia y las barreras que la distancia contenía. Alcé la vista, midiendo el espacio como si me viera ante ese desafío. Las mujeres chinas que daban su caminata a esa hora, empolvadas y perfumadas, los perros hediondos, los árboles cargados de los sudores de sus resinas, todos los aromas arremolinados haciendo obstáculo, y allá abajo la avenida Asamblea como una pista de carreras cubierta de autos, motos y los colectivos con los escapes humeantes, todo un hervor en el aire. ¿Sería cierto? ¿Quién lo decía? La ciencia suele dictar con prepotencia sus hallazgos y barrer las dudas bajo la alfombra. No creo que un naturalista de antaño, como me habría gustado serlo, pudiera haber encontrado ese comportamiento reproductivo de la mariposa. ¿Cómo iba a poder? Sólo imaginárselo. En cambio el lepidopterólogo moderno, con aparatos digitalizados y miscroscopios de distancia, dejaba que los datos vinieran a él en una pantalla.
¿Cómo? Yo también debía recurrir a la imaginación, como el naturalista antiguo, con el que me identificaba. El pensamiento inevitablemente me llevaba a esa especie de nostalgia dolorosa adolescente por las cosas que uno ignora, que sabe que son innumerables, aventuras interesantes de la Enciclopedia, que quedarán por siempre fuera de su alcance. En el caso de los pequeños seres vivientes, algunos tan pequeños que se confundían con una célula, o directamente eran una célula, lo único que debían saber era cómo reproducirse, y eso lo sabían muy bien. Les bastaba con eso. A juzgar por lo de la mariposa, esos mecanismos de apareamiento eran complicados, sutiles, requerían habilidades que parecían superpoderes, toda la vida de un estudioso con asistentes y costosos aparatos no alcanzaba, o alcanzaba justo justo, para elucidar cómo lo hacía un bichito de medio centímetro. ¿Cuántos años de pruebas y cuantos millones habían sido necesarios para poder asegurar que la mariposa macho realmente podía oler a la hembra a kilómetros de distancia? Y eso era apenas el preliminar del apareamiento, apenas la localización de la pareja. Después venía el acto en sí, que requería otros tantos o más años de estudio, y más millones en subsidios provistos por las improbables instituciones interesadas en la vida de las mariposas.
La tarde declinaba. Los ciclistas empezaban a encender las lucecitas blancas de los manubrios. La sombra se espesaba en las matas, los pimpollos del extenso rosedal exhalaban el último brillo rosado. Era hora de volver.
Quién es César Aira
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1949.
♦ Es escritor y traductor.
♦ Ha publicado más de cien libros, principalmente novelas cortas, como Moreira, Cómo me hice monja, La mendiga, Yo era una mujer casada, Pinceladas musicales y Lugones.
♦ Ganó numerosos galardones, como el Premio Konex a las Letras en 1994 y 2004, el Roger Caillois en 2014, el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en 2016 y el premio Formentor en 2021, entre otros.
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