La pandemia –que desde hace más de dos años acosa al mundo y a la que se agregó una guerra y un clima global de catástrofe económica– hizo reflexionar sobre el modo en que vivimos. No es que antes no lo hiciéramos; pero en las últimas décadas el tono que tomó el pensamiento sobre cómo vivir fue el de la autoayuda, es decir, una serie de recetas para optimizar nuestro desempeño y, por lo tanto, nuestra adaptación a la sociedad vigente.
La autoayuda nos propone cambiar para que no cambie nada. En su libro Garantías de felicidad, Vanina Papalini realiza un excelente estudio sobre este tipo de libros y, en particular, analiza el tipo de sujeto que suponen. Una versión contemporánea del sujeto de la autoayuda es el personaje Santiago Noestudiénada, del humorista Ezequiel Campa, que habla en términos de “fluir”, “manada”, “biodecodificación”, etc., al mismo tiempo que cobra con su propia moneda de “intercambios energéticos” (en negro) y plantea que las “vibraciones” y las “visualizaciones” permiten que nuestros deseos se realicen.
Dicho de otra manera, este tipo de posición identifica la felicidad con un estado de plenitud, de ahí su semejanza con la imperturbabilidad oriental, a veces lindante con la desafectación. Curiosa paradoja: quien es feliz concluye en la apatía y su búsqueda más o menos personal lo deja identificado a un grupo de otros que repiten el mismo discurso estereotipado.
En esta dirección es que avanza el libro La felicidad paradójica del sociólogo francés Gilles Lipovetsky, en el que propone su idea de sociedad de hiperconsumo, en la cual la experiencia espiritual es una mercancía más: “El hiperconsumidor ya no está solo deseoso de bienestar material: aparece como demandante exponencial de confort psíquico, de armonía interior y plenitud subjetiva y de ello dan fe el florecimiento de las técnicas derivadas del Desarrollo Personal y el éxito de las doctrinas orientales, las nuevas felicidades, las guías de la felicidad y la sabiduría.”
La paradoja de que habla Lipovetsky es clara: nunca como hoy quizás estuvieron dadas las condiciones para una vida plena –porque vivimos en un mundo en que el ocio está desarrollado, se valida la búsqueda de intereses personales, etc.–, pero a nuestro alrededor proliferan los deprimidos. Somos muy infelices desde que vivimos pensando en ser felices.
Decía antes que la pandemia nos hizo pensar en el sentido de nuestras vidas y, por cierto, proliferaron en este tiempo las soluciones desesperadas de la autoayuda, en una suerte de paroxismo (con frases del estilo “Esto vino para enseñarnos algo”, “Vamos a salir mejores”, etc.) que progresivamente se fue agotando y hoy se reconoce a partir de la parodia. La pregunta por la felicidad permaneció y no se pudo responder con slogans motivacionales; esta es una idea importante: la felicidad es una pregunta, antes que una respuesta.
La pregunta por la felicidad tuvo diferentes elaboraciones a lo largo de la Historia. En Occidente, es una pregunta eminentemente filosófica, aunque a partir del siglo XX se volvió relevante para las diferentes perspectivas psicológicas –como un efecto de la “terapización” de la vida. Quisiera hacer un repaso de algunas consideraciones, desde un punto de vista general, para luego extraer ciertas conclusiones.
Por un lado, entre los antiguos, la felicidad era entrevista como un trabajo, como el resultado de un ejercicio sobre el propio temple, antes que un resultado. De la misma manera, la felicidad es una noción asociada a la ética y, por lo tanto, al desarrollo de la virtud. No es posible ser feliz sin una vida virtuosa y lejos está esta intención de ceder a placeres sin restricción. Un filósofo paradigmático para este planteo es Aristóteles y su libro la Ética Nicomaquea –cuyo título proviene del nombre del hijo del pensador de Estagira, Nicómaco; es decir, no es un detalle que esta reflexión sobre la felicidad esté enmarcada en una transmisión filiatoria.
Desde este punto de vista, me interesa subrayar que la felicidad es un Bien que está en múltiples acciones, que no escapa a frustraciones y esfuerzos, pero –sobre todo– se da en una vida dispuesta a ser vivida. Esto último es algo que la espiritualidad de este siglo XXI parece haber dejado de lado. Incluso entre filósofos posteriores a Aristóteles, como los del período romano, que pudieron tener quizá una visión más pesimista o escéptica respecto del lazo social, el precepto de que la vida debía ser vivida hasta la muerte –o bien como preparación para una muerte “humana”– permanece.
Esta última indicación no es secundaria, porque la pregunta por la felicidad va de la mano de la pregunta por cómo morir. Hoy en día pareciera que la relacionamos mucho más con inquietudes del estilo “cómo sufrir menos” o “cómo tener mayor gratificación”, pero desde su origen la pregunta por la felicidad –la pregunta que implica la felicidad– se relaciona mejor con la manera de tener una vida propiamente humana y, por lo tanto, que no haga que nuestra muerte sea como la de cualquier otro animal.
No es un aspecto de poca monta este matiz, en un momento histórico –el de pandemia que nos toca vivir (sí, nos toca vivirla y no solo atravesarla)– en que ha habido cadáveres apilados junto a las puertas de hospitales, sin sepultura o con tumbas improvisadas, sin ritos funerarios o despedidas de sus familiares. La pregunta por la felicidad nace del horror de la vida, no del anhelo de un estado de bienestar.
Esta última consideración me lleva a la máxima formulación moderna, me refiero a la ética kantiana y su planteo del llamado imperativo categórico que propone elevar a la propia acción a un criterio de universalidad. Para explicarlo con el más simple y trillado de los ejemplos, pensemos en qué ocurriría con el caso del robo: si todos robásemos, la propiedad quedaría anulada, por lo tanto, el robo se anularía a sí mismo y viviríamos en un estado en que la intrusión violenta en las cosas del otro no se podría juzgar y, por lo tanto, solo podría resolverse con más violencia. Por lo tanto, robar no podría ser un acto moral. El punto es qué clase de sujeto supone la ética de Kant, en la medida en que se espera que no se mueva por motivos afectivos sino por su obediencia a la ley.
En su libro Dialéctica de la ilustración Max Horkheimer y Theodor Adorno dijeron que podía no haber mucha distancia entre el sujeto kantiano y el que llevó a los campos de concentración. La racionalidad puede esconder su contrario perverso –para lo cual no hay más que pensar en la hipótesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal en su ensayo Eichmann en Jerusalén.
En esta misma dirección es que el psicoanalista Jacques Lacan planteó en su artículo Kant con Sade que la obra de este último puede ser una vía de realización de la propuesta del primero: ¿por qué no podría ser el Mal –como dice uno de los personajes sadeanos– el motor último de nuestro mundo administrado?
¿No es algo de esto lo que vimos ocurrir en este tiempo, cuando ni siquiera la peste del coronavirus hizo que el negocio de las patentes de vacunas, asociado a la industria de los laboratorios, pusiera el conocimiento al servicio de la salvación de vida? Adorno se preguntó alguna vez si era posible escribir poesía después de Auschwitz. A nosotros nos queda la pregunta sobre si es posible volver a ser felices después de una pandemia de este tenor.
“Volver a ser felices”, ¿como si antes lo hubiésemos sido? Claro que no. Más bien la apuesta actual es recuperar un nuevo sentido para la pregunta por la felicidad, para no recaer en un significado estereotipado y arrancarle a la autoayuda sus clichés basados en consignas homogéneas. En el ensayo Magia y felicidad de su libro Profanaciones, el filósofo italiano Giorgio Agamben recuerda una carta de Mozart a Bullinger en la que el primero escribe:
“Vivir bien y vivir felices son dos cosas distintas; y la segunda, sin alguna magia, no me ocurrirá por cierto. Para que esto suceda, debería ocurrir alguna cosa verdaderamente fuera de lo natural.”
¿En qué puede consistir la magia que lleva a la felicidad? ¿Se trata de algún tipo de acontecimiento “sobrenatural”, de esos que los nuevos filósofos new age relacionan con fluir, volverse uno con el universo, etc.? ¿La filosofía antigua habría confundido los dos modos de vida y, apenas, se habría conformado con el “vivir bien”? Kant, mucho más severo, ¿se habría confiado a una ética del deber, de resultado paradójico, cuyo efecto es el actual orden de perversión capitalista en el que nos volvemos objetos intercambiables e instrumentos de un goce ajeno?
Tal vez la magia no esté en el universo ni en la falsa espiritualidad contemporánea, sino en una redefinición de la felicidad, que nos permita verla menos como un derecho (no es raro escuchar personas que todavía dicen “Tengo derecho a ser feliz”) o un tipo de garantía o estado, que como un trabajo singular que desande todas las respuestas que se dieron hasta ahora, para reposicionar el término en nuestro horizonte.
La felicidad no se puede prometer, no se puede asegurar, no tiene respaldo, requiere de un acto imprevisible y, a veces, solo se reconoce de manera retrospectiva –al menos según la frase: “Éramos felices y no lo sabíamos”. Pienso que la magia de que habla la carta de Mozart se relaciona con este “no saber” que no es el de la ignorancia, sino con un modo de vida fiel a lo que puede ocurrir por fuera de la planificación, es decir, lo que puede ser recibido –no como milagro cósmico– sino como descentramiento de la propia personalidad, o sea, como renuncia narcisista.
Si es preciso recuperar la dimensión de la felicidad como orientación para la vida, el giro prospectivo requiere subrayar que nuestra vida actual no necesita ser buena, quizás alcance con vivir menos mal. La sociedad de control, de las exigencias, de imperativos de felicidad más severos que el kantiano –”Sé feliz”, “Vive”, “Disfruta”– cuyo efecto es el creciente diagnóstico de multitudes deprimidas y paranoicos temerosos y acosados por no tener ninguna originalidad, nos pone frente a la tarea de una deconstrucción de la idea de felicidad como prolegómeno indispensable para los tiempos que corren.
En la línea de la relación entre felicidad y promesa, mencionaré un último libro: La promesa de la felicidad, de Sara Ahmed. En este extenso ensayo, la autora plantea cómo de un tiempo a esta parte se miden escalas de felicidad en los distintos países, incluso se habla de “gestionar” felicidad y los gobiernos se preocupan por la cuestión. Por eso es tan importante deconstruir la noción y dejar de atribuirle un significado positivo para atender mejor a cómo funciona su expectativa en nuestras vidas.
Por un lado, Ahmed muestra cómo tendemos a asociar la felicidad con ciertos actos como si pudiéramos hacer algo para ser felices. En nuestras sociedades, cada quien es responsable de hacer todo lo posible para ocuparse de su felicidad. Al mismo tiempo, esta tiene una “naturaleza promisoria”: somos felices al cabo de un camino, por efecto un fin alcanzado, cuando las cosas nos salen. De este modo, se dirá que somos felices si hacemos tales o cuales cosas, si adquirimos ciertos objetos a los que se atribuye un poder anticipado, sin los cuales nuestra vida sería un fracaso. En la perspectiva crítica de Ahmed, no casualmente la felicidad se reconoce en la familia, en tener una pareja e hijos y otras prescripciones que solapadamente condicionan las vidas, sin tener presente los problemas que se asocian a estas metas cuando se las consigue como meros ítems de un formulario:
“Volvamos al ejemplo de la boda, el [según se dice, debe ser] día más feliz de nuestras vidas: ¿qué determina que se anticipe que ese día habrá de ser el día más feliz de nuestras vidas en el momento mismo en que ese día está ocurriendo? Incluso podríamos decir que el propio día llega debido a esta anticipación de la felicidad. […] consciente de la brecha entre la sensación ideal y la sensación real que atraviesa, la novia se obliga a ser feliz.”
De este modo, junto con la estructura de la promesa, es preciso reconocer que la felicidad también se vincula con obligaciones y mandatos. Todavía vivimos en un mundo en que hay personas que –dicen– “tienen todo” y se sienten infelices, de la misma manera que hay otras que tienen que justificar vivir solas, no tener hijos, tener otras opciones de vida.
Para concluir, quisiera que este artículo sea una invitación a pensar de manera singular sobre el significado impuesto y el profundo espesor de esta palabra tan común que es la de “felicidad”, para quitarle toda intención prescriptiva y dotarla de un sentido que sea revolucionario o, mejor dicho, subversivo; me refiero, entonces, a recuperar la felicidad como resistencia antes que como narcótico. Apostemos a vivir felices, sin saber qué quiere decir, sin la obligación de la virtud, el peso de la ansiedad o el beneficio de la ingenuidad.
Necesitamos una defensa, antes que una autoayuda.
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