“Querido bagre: hoy me imaginé un montón de peces flotando muertos en el río. El río era rojo como mi sangre. Me gustó la imagen. En general me parecen muy hermosos los apocalipsis y los desastres naturales”, escribe después de un intento fallido de pesca junto a su padre la narradora de Cerca de la savia, la primera novela de la argentina Marina do Pico que ganó la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2021-2022.
Publicada por Editorial Marciana, Cerca de la savia parte del modelo tradicional de novela de iniciación en el que se describe el tumultuoso pasaje de la adolescencia a la joven adultez. Maya, la protagonista principal, es una chica que recién está descubriendo los misterios de la vida y de su propio cuerpo, ambos en contante y vertiginoso movimiento. Pero esta novela excede su cualidad iniciática y desborda su propio género para abarcar nuevos territorios, que esboza pero no define.
Cerca de la savia es un fiel reflejo de la adolescencia, ese periodo escurridizo y efervescente en el que la búsqueda de la propia personalidad y el descubrimiento del cuerpo y la sexualidad son los ingredientes principales de una receta que, sin embargo, nunca produce los mismos resultados. Como destaca el autor y editor argentino Sebastián Martínez Daniell en la contratapa, Cerca de la savia es una “novela de aprendizaje, sí; pero más allá, novela sobre el padecimiento psíquico, o sobre el deseo indómito de no sumirse en la cordura”.
“Quiero una amiga muerta, quiero que se muera en frente mío. Quiero estar muy triste y llorar para siempre”, escribe la narradora en la misma carta al bagre que pescó y devolvió herido al río al comienzo de la novela. A lo largo de sus casi 200 páginas, Maya comprenderá que en ese difuso e indescriptible periodo entre la infancia y la adultez que es la adolescencia, la tristeza, se la desee o no, no tarda en llegar.
Cerca de la savia (fragmento)
Rama Negra
Maya cierra el libro y se lo acomoda sobre el pecho. Maya se envuelve con la hamaca paraguaya hasta tener los flecos sobre la cara. Ya sabía que la protagonista moría al final; su madre se lo había adelantado en una sinopsis torpe. Pensó que estaría más triste. Al contrario, la muerte de Leslie le parece necesaria, le da a ese mundo su razón de ser. No había lugar para los dos en el bosque y Leslie era demasiado perfecta, estaba destinada a ser un fantasma.
Atardece y el cielo está rosa como un pomelo, algunas nubes pálidas flotan sobre el río. Sus padres van hacia el muelle con el mate y la picada: bizcochos sabor a jamón serrano y el único queso que ofrecía la lancha almacén. La llaman desde el muelle, pero está tan lejos que puede hacer de cuenta que no escuchó. Quiere quedarse un rato sola para pensar más sobre Leslie. La cuerda que se rompe, el cuerpo cayendo sobre algo duro, ¿una roca? ¿la misma tierra? Apoya el pie izquierdo sobre el suelo y se empuja, intentando recrear ese vaivén. No hay en toda su vida un solo borde afilado. Incluso si se cayera ahora al río, el agua la abrazaría como a cualquier perro y la corriente la devolvería al muelle. Mira los enormes nogales que se balancean con el viento y siente que esa perfección podría asfixiarla. Irene se acerca y vuelve a gritar.
—Tu padre quiere pescar.
—¿Ahora?
—Sí, se llevó la caña. ¿No lo viste?
Maya deja el libro en la hamaca y va caminando al muelle con su madre. Siente un ardor ligero en el pie. Se sienta junto a su padre, que toma cerveza de una lata y se lleva tres bizcochos a la boca.
—Creo que me clavé una astilla —Maya se agarra el pie con las manos.
—A ver, mostrame —Miguel mira de cerca el pie de su hija y le pide a Irene que traiga una aguja—. Está muy profunda.
El río se ve tan quieto que parece que nada viviera en su interior. A Maya le cuesta creer que algún pez vaya a morder el anzuelo. Le gustaría meterse y atravesar la textura amarronada, ver un pez gris, insulso pez de agua dulce, darle un mordisco a la cola y verlo desangrarse, aleteando mutilado hacia la superficie. Piensa en Leslie y su ensayo sobre el buceo; le irrita que la escritora no se haya tomado la molestia de incluirlo en el relato: menciona la magia de su escritura, pero no la muestra. ¿Qué habrá dicho sobre el buceo que sea tan mágico e interesante? Irene llega con la aguja.
Maya cierra los ojos con fuerza, pero a último momento da vuelta la cabeza y los abre, justo para ver cómo la aguja entra en la piel. Del pinchazo brota una ínfima perla de sangre y la astilla se desliza con el líquido. Miguel junta los dedos y la saca.
—Listo.
—¿Ya está? ¿Eso era todo? —Maya agarra la lata de cerveza de su padre.
—¿Qué hacés?
—Hay que ponerle alcohol, para que no se infecte.
—Alcohol etílico, no cerveza, papafrita.
—¿Puedo un trago?
Irene contesta “no”; Miguel, “un traguito”. Maya sonríe y da un sorbo.
—Che, ¿vas a pescar algo en algún momento?
—Si te callás un poco la boca, quizás.
—A ver, ¿y qué hay que hacer?
—Para empezar, silencio.
Maya se ríe. Una señora en frente los saluda.
—¿Quién es?
Irene saluda a la mujer.
—Ximena. Estuvimos charlando el otro día. Hace dulces. Me parece que voy a ir a matear con ella un rato, si no les molesta.
—Andá tranquila.
—Mayu, ¿venís?
Maya mira a su padre, la caña de pescar, el río quieto bajo sus pies.
—Yo me quedo.
El tiempo se escurre lento. Solo se escuchan las chicharras y el sonido agudo y gutural de una pava de monte cantando a lo lejos. Maya siente que pasaron horas, pero todavía hay luz. No entiende cómo la pesca puede ser considerada un deporte.
—¿Puedo poner una canción acá? La pongo bajito.
—Bueno, pero no tengo muchas.
—Ya me bajé la que quería cuando estábamos en casa.
—Pero mirá qué turra. ¿Y quién te dio permiso a vos para bajar cosas a mi celular?
Maya mueve los dedos por el teclado con destreza, encuentra la canción y le da play. Los sonidos metálicos de la guitarra y chispas de grabación vieja se esparcen por el río.
—¿Cómo conocés a Robert Johnson?
—Es una canción que escuché en una película, me gustó.
—¿Cuál película?
—Esa que es medio de suspenso. Con Kate Hudson. Que es en el sur de Estados Unidos y unos viejos intercambian almas con.
—Ah, ya sé cuál es.
La caña se mueve y los dos se sobresaltan. Miguel gira la manivela. Algo tira del otro lado. Hombre y pez forcejean un buen rato. Finalmente, Miguel hace un movimiento ganador. Sale un pez bocón y oscuro como el río que salpica todo el muelle con sus convulsiones.
—Puta madre —dice Miguel.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Es un bagre —dice y remueve con cuidado el anzuelo de la boca del animal.
—¿Y cuál es el problema con los bagres?
—No son buenos para comer. Hay que devolverlo.
—Pero ya le hiciste mierda toda la boca.
Miguel tira el pez al agua y se encoge de hombros.
—Si querés, podés ir con tu mamá.
—No, me quedo —Maya se vuelve a acomodar con los pies colgando del muelle—. Es más, dame la caña, yo te agarro uno bueno.
Miguel se ríe y le entrega la caña.
—Toda tuya.
Maya acomoda la caña entre sus piernas. Mira el río y se acongoja: la quietud es desesperante. Cree que es casi imposible que algo vuelva a picar el anzuelo. Los juncos apenas se mueven con la brisa. Su madre la saluda desde el muelle de enfrente. Frasea con los labios: ¿vas a pescar? Sus manos acompañan el lenguaje mudo. La caña sigue inmóvil. La voz de Robert Johnson entona otra vez: he better come on, in my kitchen, cuz it’s going to be rainin’ outdoors.
—¿Cuántas veces más vamos a escuchar esta canción?
—Hasta que me canse.
Miguel agarra el celular y aprieta stop.
—¡Ey!
—¿No era que me ibas a agarrar uno bueno? Mirá que el próximo, sea cual sea, me lo ceno.
Maya mira el horizonte. Ahora que su padre apagó la música se siente atrapada en una pintura de naturaleza muerta. Una rama oscura y larga asoma entre el cruce de arroyos. Maya no puede evitar imaginarse a alguien colgando de ahí. Como esas imágenes terribles que vio en la película. Después vuelve a Leslie y su cuerda floja. Y en ese cuerpo pequeño, de niña de doce años, puede reemplazarse, puede verse con ambas manos agarrada a la soga y puede verse soltarla. Envenenada con su propia imaginación, cree ver el agua oscurecerse debajo de la rama.
—¿Por qué se llama Rama Negra este río?
—No sé. Pero lo que te puedo decir es que si no hacés silencio no va a picar nada.
La caña se mueve en las manos de Maya, algo está tirando. Tira y estira la piel de sus palmas. La piel del pez contra su piel. A duras penas puede mantener el agarre.
—¡Ay! Pa, pa. ¿Qué hago?
—La manivela, hija —Miguel le muestra qué hacer con las manos.
Maya siente que la caña se le desliza, que el bicho resiste. Está al borde de admitir la derrota, gritarle a su padre que no puede. Tira con fuerza, pero siente que el pez se aleja. Hace un último esfuerzo. El animal cae sobre el muelle con un ruido estruendoso: otro bagre. Maya se queda helada, mirando al pez enfrente suyo. Ninguno de los dos se mueve. Miguel suspira con resignación.
—¿Te lo vas a comer?
—No —Miguel remueve el anzuelo y libera el bagre.
Cuando el bicho cae de vuelta el río, Maya siente el golpe de un líquido que baja adentro suyo. No es como el pis, se siente mucho más profundo, más pesado. La sensación la perturba.
—Bueno, me voy para adentro. Es muy aburrido esto —Maya le entrega la caña a su padre y camina hacia la casa.
En el baño se baja la bombacha. Una gota roja salpica el azulejo. Maya la limpia en seguida. Mientras lava su bombacha con jabón y agua fría, se mira en el espejo largo. Su pelvis ya está completamente cubierta de un pelo negro, enrulado y denso. Hace sólo unos meses era una insignificante pelusa. Ahora la línea que marca la separación de sus labios ya no es visible, se hundió en una mata de pelo, desapareció para siempre. La idea de borrar el paso del tiempo con una tira de cera caliente le revuelve el estómago. Recuerda el grito pelado de Carmela, su hermana: “¡Pero la santa concha de la Virgen María y el forro de José!” Maya a sus ocho años le preguntó por qué se hacía eso. Ella había sido categórica: “Es una de esas cosas que odiás hacer, pero amás haber hecho.” Esa máxima le parecía cada vez más profunda.
Alguien toca la puerta. Maya grita “ocupado”. Su madre balbucea una frase incomprensible. Abre la puerta a medias.
—¿Qué dijiste?
—… que no hay agua caliente.
—Me estás jodiendo.
—Nos avisaron recién. Mañana temprano ya va a haber.
—¡Pero yo necesito ducharme ahora!
—Bueno, hija, te duchás mañana. ¿Cuál es el problema?
—Que estoy sucia en serio.
—Te mojás un poco con agua fría y listo.
—No, no entendés. Estoy sucia, sucia.
Por la puerta entornada solo puede ver un ojo de su madre, la mitad de la cara; pero entiende cuando se inclina a un costado y hace una mueca con la boca, una mezcla de entendimiento y pena, ¿o culpa? Con su madre es difícil decir: todo puede darle culpa.
—Vení un segundo.
Maya se viste rápido, enrolla papel higiénico en su mano y se lo acomoda entre las piernas. Irene la espera sentada en el sillón.
—¿Qué pasa?
—Hay algo que quiero hablar con vos. Es una charla de mujeres.
—No ma, estás loca si pensás que voy a tener esta charla.
—Mi amor…
—No voy a hablar de esto.
Maya se va al cuarto y cierra de un portazo. La había olfateado: su fango, sus hormonas. ¿Qué había para hablar? ¿Los vericuetos de una vida sangrando? ¿Qué todo eso “algún día le va a dar un bebito”, como dicen las madres católicas de sus compañeras? Se estremece del asco. Su madre es fina, hubiera sido más elocuente, pero igual no quiere escucharlo. ¿Para qué? Ojalá pudieran dejarla sola con eso, vivirlo como se le cante. Piensa que preferiría no saber. Encontrarse con la sangre sin preconceptos. Hubiera pensado que estaba enferma, que se iba a morir. Podrían haber sido días trágicos y hermosos. Yéndose por un agujero que gotea, su gran secreto. Puede imaginarse la escena: un plano aéreo, bañada en sangre sobre la cama como un cuadro de Frida Kahlo.
Afuera ya está completamente oscuro. Prende la luz y busca su libro sobre la mesa. Lo dejó afuera, en la hamaca. Decide bajar a buscarlo para que no se moje con el rocío. Baja las escaleras rápido. Lo primero que ve es un pez muerto, con un ojo bien abierto y mojado. Después la tabla de madera y el brazo de su padre sosteniéndola.
—¿Querés que te enseñe a prepararlo?
—Agarraste uno al final.
—Una palometa, sí. Eras vos que atraías a los bagres —se ríe.
—Qué nabo que sos —Maya se muerde el labio.
—Bueno, ¿venís?
—Dale, esperame que voy a buscar mi libro y vengo.
Un coro de sapos invade la noche. Maya camina lento por miedo de pisar alguno. Encuentra el libro donde lo dejó. Mientras camina a la casa piensa otra vez en el final: Leslie en pleno vuelo, el golpe decisivo sobre la cabeza y todo negro como la noche. O blanco. Pero seguro alguno de esos dos. Adentro su padre pasa el filo del cuchillo por el vientre de la palometa y revela su carne rosada.
Querido bagre:
Hoy me imaginé un montón de peces flotando muertos en el río. El río era rojo como mi sangre. Me gustó la imagen. En general me parecen muy hermosos los apocalipsis y los desastres naturales. Ese plano de Titanic, con todos los pasajeros salpicando en el agua y gritando, todo ese ruido perforando la calma del océano: me parece delicioso. Pondría pausa para apreciarlo mejor, pero sin el movimiento pierde la gracia.
Quiero una amiga muerta. Mi hermana tenía una. Se llamaba Natalia. Se murió en una fiesta en la pileta con todas sus amigas. En un momento se acostó a tomar sol y el corazón le dejó de latir. Así, de la nada. Quiero una amiga muerta, quiero que se muera en frente mío. Quiero estar muy triste y llorar para siempre.
Quién es Marina do Pico
♦ Nació en Argentina en 1995.
♦ Es Diplomada en Lengua Inglesa por la UNSAM y Licenciada en Artes de la Escritura por la UNA.
♦ Escribió para medios como Revista Amazonas, El Grito del Sur, Sophia y L’Officiel.
♦ Cerca de la savia, su primer libro, ganó el Premio Novela Bienal Arte Joven Buenos Aires 2021-2022.
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