No pudo, Isabel Allende, no pudo. Habían hecho una miniserie con su vida, mucho esfuerzo, trabajo, investigación, producción pero nomás arrancaba, en el primer capítulo, uf, ahí aparecía su hija Paula en una camilla en un hospital. Quieta, casi del todo, moviendo apenas los ojos. “¿Por qué lloras?”, le pregunta Paula y un instante después empiezan las convulsiones. Paula murió en 1992; la serie se estrenó en 2021. Habían pasado casi 30 años y no, Isabel Allende sólo pudo verla cuando alguien hizo correr esas escenas. Una herida demasiado honda para esta escritora que este 2 de agosto cumple 80 años cubierta de éxito.
Sí, éxito: sus libros están traducidos a 42 idiomas y lleva vendidos unos 75 millones de ejemplares. Historias en que las mujeres siempre son centrales, que a veces se remontan a la Historia, que cuentan luchas -la liberación de los negros en Haití- que cuentan las idas y venidas de distintos exilios.
Y también está Paula, ese libro que salió en 1994, donde le narra a su hija Paula la historia familiar y nos cuenta a todos esa historia, sus amores, y la muerte de Paula, que tenía porfiria, una enfermedad rara e incurable y que estuvo ciento cincuenta días en coma. Ciento cincuenta días insoportables, hasta llegar a esta escena, donde están Isabel y Ernesto, el marido de Paula: “Muérete, mi amor, suplicó Ernesto de rodillas junto a la cama. Muérete, hija, agregué yo en silencio, porque no me salió la voz”.
Esta es la mujer que cumple 80 años, que vende más libros que García Márquez, que es chilena aunque haya nacido en Lima y vivido casi toda su vida fuera de Chile, que a los 77 se casó por tercera vez, que no es de aquí ni es de allá: “No soy muy de ninguna parte ya. No me siento desterrada, pero me siento extranjera siempre. Extranjera en Chile: no me voy a venir, he pasado demasiado tiempo afuera. Y no me siento norteamericana, hablo con acento... soy latina. Soy extranjera en todas partes”.
¿Por qué nació en Lima?
Su padre, Tomás Allende, era diplomático. Sin embargo, se esfumó cuando ella era muy chica. “Mi madre destruyó las fotos, no se volvió a hablar de él. Con decir que no sabía ni cómo se llamaba. Hasta supongo que en algún momento mi mamá lo dijo. Pero cuando yo era chica no se hablaba de él, si preguntábamos a mi mamá le daba jaqueca. Mi abuelo decía ‘su papá era muy inteligente y la quería mucho, no pregunte’”, contó alguna vez Allende.
¿Hubo reconciliación con los años? No, todo se acaba en Lima. Escribe Allende en Paula: “Lamento, Paula, que en este punto desaparezca este personaje, porque los villanos constituyen la parte más sabrosa de los cuentos”.
Cuando el padre se fue -de la casa, del trabajo, de los lugares que solía frecuentar- y la madre quedó sola en Perú con tres chicos, el cónsul se acercó a la casa a tratar de ayudarlos para que volvieran a Chile. Se llamaba Ramón Huidobro Domínguez y, tiempo después, terminaría viviendo para toda la vida con la mamá de Isabel, criando a los hijos. El “tío Ramón” fue, en la práctica, el padre de Isabel Allende. “Mi padrastro, el tío Ramón, fue mi padre. Y fue mi padre de toda la vida. Y además, mi mejor amigo, un tipo extraordinario”, ha dicho Allende.
De la familia paterna no quedó nadie. O casi: el tío Salvador, “quien se mantuvo cerca de nosotros por un firme sentimiento de lealtad”. Salvador Allende, claro, fue el presidente chileno al que derrocó el golpe de Pinochet y que se suicidó -o lo mataron- en la casa de Gobierno, cuando los militares iban a tomarla.
Pero eso ocurre mucho después, en el año 1973.
Isabel Allende creció, entonces, criada por su madre, por el padrastro, por los abuelos. Escribe: “Así es como a mí me tocó crecer en casa de mis abuelos. Bueno, es una manera de hablar, la verdad es que no crecí mucho, con un esfuerzo desproporcionado alcancé el metro y medio”.
La mandaron a un colegio de monjas alemanas de donde la echaron a los seis años por organizar un concurso “de mostrar calzones”. La mandaron a un colegio inglés, entonces, y todo sería más fácil.
Pasaban el verano en la playa, donde la familia tenía una casa. ¿Una época feliz? Más o menos. Dice Allende: “Mi infancia fue un tiempo de miedos callados: terror de Margara, que me detestaba, de que apareciera mi padre a reclamarnos, de que mi madre muriera o se casara, del diablo, los juegos bruscos, las cosas que los hombres malos pueden hacer con las niñas”.
Y dice que siempre se sintió diferente: “No pertenecía realmente a mi familia, a mi medio social, a un grupo. Supongo que de ese sentimiento de soledad nacen las preguntas que impulsan a escribir, en la búsqueda de respuestas se gestan los libros”.
Por los destinos de Ramón vivieron en Bolivia y, durante tres años, en Beirut, donde ninguno de los amigos que hizo sabía que existía un lugar llamado Chile. Así aprendió que lo que para uno es familiar para otros puede ser lo más extraño: “Los sábados algunas amas de casa de la colonia norteamericana lavaban los automóviles en pantalones cortos y con un trozo de barriga al aire. Los hombres árabes, que rara vez veían mujeres sin velo, hacían penosos viajes en burro desde aldeas remotas para asistir al espectáculo de esas extranjeras semidesnudas. Se alquilaban sillas y se vendía café y dulces de almíbar a los mirones, instalados en hileras al otro lado de la calle”, cuenta en Paula.
Allí, en Beirut, solía forzar con un alambre un armario que Ramón tenía bajo llave. Allí encontró un ejemplar de Las mil y una noches. Allí, escondida en el armario, lo leyó. Volvieron a Chile después de los disturbios de 1958, Isabel ya era una adolescente. Tiempo después conoció a Miguel, su primer marido y el padre de sus dos hijos, Paula y Nicolás. “Así comenzaron unos amores muy lentos y dulces, destinados a durar muchos años antes de consumarse, porque a Michael le faltaban como seis años de universidad y yo aún no terminaba la escuela”.
Un poco de ficción
A los 17 empezó a trabajar como secretaria para la FAO, un organismo de Naciones Unidos para combatir el hambre. Ahí aprendió a escribir a máquina, se hizo periodista y en los ratos libres traducía novelas románticas del inglés: casi un curso de formación para la escritora que sería. “Casi sin darme cuenta introducía pequeñas modificaciones para mejorar la imagen de la heroína, empezaba con algunos cambios en los diálogos, para que ella no pareciera completamente retardada, y luego me dejaba arrastrar por la inspiración y alteraba los finales, de modo que a veces la virgen concluía sus días vendiendo armas en el Congo y el hacendado partía a Calcuta a cuidar leprosos”.
Mientras tanto, seguía el noviazgo, un noviazgo casto hasta que, narra ella misma, se enteró de que existía una píldora que evitaba el embarazo. Que, sin embargo, no era fácil de conseguir. “Tardé bastante en comprender la mecánica del sexo, porque no había visto a un hombre desnudo, salvo estatuas de mármol con un pirulín de infante, y no tenía muy claro en qué consistía una erección, al sentir algo duro creía que eran las llaves de la motocicleta en el bolsillo de su pantalón”.
Abuso
Sin embargo, algún contacto había tenido con el sexo: a los 8 años, en la playa, un hombre se puso a jugar con ella, le convidó mariscos y avanzó: “Y entonces se quedó mirándome con una expresión indescifrable y de pronto tomó mi mano y la puso sobre su sexo. Percibí un bulto bajo la tela húmeda del pantalón de baño, algo que se movía, como un grueso trozo de manguera; traté de retirar la mano, pero él la sostuvo con firmeza mientras susurraba con una voz diferente que no tuviera miedo, no me haría nada malo, sólo cosas ricas”. La salvó el llamado de la niñera.
Pero días después lo volvió a encontrar, fue con él. “Aquí estamos bien, dijo, acomodando unas ramas para formar un lecho, tiéndete aquí, pon la cabeza en mi brazo para que no se te llene el pelo de hojas, así, quédate quieta, vamos a jugar a la mamá y al papá, dijo, con la respiración entrecortada, acezando, mientras su mano áspera me palpaba la cara y el cuello, bajaba por la pechera del delantal buscando los pezones infantiles, que al contacto se recogieron, acariciándome como nadie lo había hecho jamás, en mi familia nadie se toca”.
Y avanzó más: “No llores, déjame, sólo voy a tocarte con el dedo bien suave, eso no tiene nada de malo, abre las piernas, suéltate, no tengas miedo, no te lo voy a meter, no soy imbécil, si te hago cualquier cosa tu abuelo me mata”.
El hombre se frotó hasta el final. Le hizo una cita para el día siguiente y la conminó a no decir nada. Con los años, ella cree que alguna marca le debe haber dejado pero “no siento repugnancia o terror, por el contrario, siento una vaga ternura por la niña que fui y por el hombre que no me violó”.
Casada
Isabel se casó con Miguel antes de lo previsto, para no tener que irse con sus padres a Suiza, donde iban a representar a Chile.
Casas, mudanzas, hijos. A través de la FAO, y con un golpe de audiencia, tuvo un programa de televisión. Vivieron un tiempo en Europa. Y en 1967 empezó a colaborar con Paula, una revista que haría época porque planteaba una mirada más moderna, más desprejuiciada, deseante y provocadora sobre las mujeres y las relaciones entre los sexos.
En una cena social, Isabel dijo que quería entrevistar a una mujer infiel y en un aparte en la cocina -esos lugares “de mujeres” que también pueden servir como sitio de encuentro- la dueña de casa le dijo que si cuidaba su identidad, le contaba. “En noviembre de ese año la revista publicó diez líneas sobre el asesinato del Che Guevara que había convulsionado al mundo, y cuatro páginas con mi entrevista a esa mujer infiel que estremeció a la pacata sociedad chilena. En una semana se duplicaron las ventas y me contrataron como parte del personal de planta”.
En esa revista Isabel, que ahora dice haber nacido feminista, se acercó al feminismo. No fue fácil: “El feminismo no me alcanzó para repartir las tareas domésticas, en verdad esa idea no me pasó por la cabeza, creía que la liberación consistía en salir al mundo y echarme encima los deberes masculinos, pero no pensé que también se trataba de delegar parte de mi carga”.
Después vino el triunfo de la Unidad Popular, con Salvador Allende, el tío, a la cabeza. Cuenta Allende: “A comienzos de 1973 Chile parecía un país en guerra, el odio gestado en la sombra día a día se había desatado en huelga, sabotaje y actos de terrorismo de los cuales se acusaban mutuamente los extremistas de izquierda y derecha”.
Hubo que hacer stock de comida, hacer cola para aprovisionarse, recurrir al mercado negro. Y vino el golpe del 11 de septiembre de 1973. “Los bombarderos volaron como pájaros fatídicos sobre el palacio de La Moneda lanzando su carga con tal precisión, que los explosivos entraron por las ventanas y en menos de diez minutos ardía toda un ala del edificio”.
Y fue el fin de Salvador Allende. Dice Isabel: “El Presidente permaneció con el fusil en la mano junto a la bandera chilena rota y ensangrentada del Salón Rojo en ruinas. Los soldados irrumpieron con las armas listas. La versión oficial es que se puso el cañón del arma en la barbilla, disparó y el tiro le destrozó la cabeza”.
Entonces llegó el tiempo de amigos en la clandestinidad, de ayudar a gente a veces desconocida a escapar hacia la Argentina -a veces, Isabel los llevaba en su propio auto-, del miedo. “Pero no había nada heroico en eso. Mucha gente estaba haciendo lo mismo. Al principio, justo después del golpe, gente me pidió ayuda. Y yo empecé a alojarlos en casa y trataba de meterlos en las embajadas y sacarlos del país. Pero no existía en Chile una conciencia del terror todavía, eran puros rumores y no estábamos acostumbrados a una cosa como esa. Cuando ya me di cuenta, me tuve que ir del país, por supuesto”, contó en una entrevista.
El peligro crecía. Una vez un grupo de militares se llevó a los chicos unas horas, volvieron con un mensaje que Isabel y Miguel escucharon. En 1975 se fueron a Venezuela, donde las cosas con Miguel nunca anduvieron bien. Isabel se enamoró de un músico argentino y se fue con él a España, dejando a los chicos atrás, algo de lo que se seguiría arrepintiendo toda la vida.
El 8 de enero de 1981 le avisaron a Isabel que su abuelo iba a morir y decidió escribirle una carta. “Empecé la carta con una anécdota de mi tía-abuela Rosa, su primera novia, una joven de belleza casi sobrenatural muerta en misteriosas circunstancias poco antes de casarse, envenenada por error o por maldad, cuya fotografía en suave color sepia estuvo siempre sobre el piano de la casa, sonriendo con su inalterable hermosura”.
Trabajaba, cuidaba a los chicos, escribía, escribía. “Un día, cuando la bolsa se había puesto muy pesada, conté quinientas páginas, tan corregidas y vueltas a corregir con un líquido blanco, que algunas habían adquirido la consistencia del cartón, otras estaban manchadas de sopa o tenían añadidos pegados con adhesivo, que se desplegaban como mapas”.
Esa carta larga terminó siendo, claro, la novela La casa de los espíritus, que leyó así como estaba una mítica agente literaria, Carmen Balcells, y que cambiaría la vida de Isabel Allende para siempre.
El éxito fue inmediato e Isabel ya no dejaría de escribir ni de empezar, cada 8 de enero, una nueva obra. Lo que sigue es público.
Esta es la mujer que ahora cumple 80.
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