“Tetas”: por qué son “una obra de arte evolutiva perfectamente calibrada”, según una investigadora

Publicaron “Tetas. Historia natural y no natural”, de la estadounidense Florence Williams. El libro sale por primera vez en español y acá puede leerse un fragmento.

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Para la escritora y periodista estadounidense Florence Williams, especializada en ciencia y salud, las tetas son “una obra de arte evolutiva perfectamente calibrada” de la que, sin embargo, poco sabemos en la actualidad. A pesar de ser una de las características humanas por excelencia -que además, según aclara, no pertenecen exclusivamente a las mujeres-, de las mamas sabemos que “aparecen de golpe en la pubertad, crecen durante el embarazo, son capaces de producir cantidades prodigiosas de leche y, a veces, se enferman”. El resto era un misterio... hasta ahora.

Tetas, historia natural y no natural cuenta todo lo que tenés que saber sobre las mamas, desde sus posibles orígenes como una de las “señales” que las hembras les ofrecían a los machos durante el apareamiento, hasta los cambios radicales que atravesaron en los últimos años. Porque las tetas, según Williams, fueron mutando como el resto del cuerpo humano a través de los siglos: su tamaño fue en aumento, su aparición es cada vez más prematura y, además, en los últimos años se probó que atraen distintas toxinas nuevas.

Este libro, editado por primera vez en español por Godot a diez años de su publicación original en inglés, intenta responder, a través de una larga investigación científica que no relegó el humor y el entretenimiento, todas las preguntas que tanto hombres como mujeres todavía se plantean a la hora de pensar en las mamas. Como plantea Florence Williams, en la actualidad a las tetas “se las ostenta, se las mide, se las infla, se sextean, se transmiten en directo, se maman, se perforan, se tatúan, se decoran y se fetichizan de todas las maneras posibles”. Ya era hora de que alguien, también, las investigara como corresponde.

Así empieza “Tetas”, de Florence Williams

Por quién doblan las campanas

Si hay algo que las estrellas como Jayne Mansfield y Mae West comprendían era el poder de sus generosos atributos. En sus memorias de 1959, West escribe que en la adolescencia se masajeaba los senos regularmente con manteca de cacao y después los salpicaba con unas gotitas de agua fría: “Este tratamiento los volvió suaves y firmes, y les dio un tono muscular que los mantuvo siempre bien arriba, donde deben estar”. West no es la única que da consejos de belleza ridículos para las tetas; en Internet pueden encontrarse todo tipo de cremas, pastillas, bombas, ejercicios para pectorales y hasta un video en YouTube que enseña a usar la herramienta “licuar” de Photoshop, con la cual se puede inflar el busto.

En nuestra cultura, al menos, las tetas grandes reciben mucha atención. Yo uso el talle promedio en los Estados Unidos, una taza B. Algunas conocidas me dicen que tener tetas grandes es como caminar con luces de neón colgando del cuello. Hombres, mujeres, niños y niñas, todos se quedan mirando, con los ojos imantados. Algunos hombres suspiran. No es de extrañar, pues, que algunos antropólogos las hayan llamado “señales”, pues, según ellos, las tetas revelan cosas acerca de la aptitud física, la madurez, el estado de salud y la cualidad maternal de su portadora. ¿Por qué otra razón existirían las tetas?

Todas las mamíferas tienen glándulas mamarias, pero ninguna tiene “tetas” como las nuestras, agradables esferas que brotan en la pubertad y permanecen sin importar cuál sea nuestro estado reproductivo. Nuestras tetas son más que glándulas mamarias, están constituidas también por una constelación carnosa de grasa y tejido conectivo llamado estroma. Para alimentar a un bebé no hace falta tener tetas grandes, alcanza con que la glándula mamaria tenga el volumen equivalente a media cáscara de huevo. Junto con la bipedestación, el habla y la ausencia de pelaje, las tetas, en su suave gloria plena de estroma, son una de las características que definen a la humanidad. Pero a diferencia de la bipedestación y la ausencia de pelaje, los pechos se presentan —la mayoría de las veces— solamente en un sexo, con lo cual, según Darwin, forman parte de los rasgos que se desarrollaron como señales sexuales para el apareamiento.

¿Pero señales de qué exactamente? ¿Bastaría esto para explicar cómo y por qué a las humanas les tocaron las tetas en la lotería? Al parecer, muchos científicos piensan que sí, y han dedicado grandes tramos de su carrera a responder estas preguntas. Una cosa es clara: es divertido investigar estos temas. No es muy complejo elaborar estudios para demostrar que a los hombres les gustan las tetas, lo difícil es demostrar que esa atracción significa algo en términos evolutivos.

Esperaba encontrar las respuestas en los creativos experimentos de Alan y Barnaby Dixson, un equipo de padre e hijo que recibe financiamiento para observar tetas. Ambos trabajan en Wellington, Nueva Zelanda, y publicaron juntos varios artículos sobre las preferencias masculinas con respecto al tamaño de los pechos, la forma y el color de areola, y sobre fisonomía femenina y atractivo sexual en lugares como Samoa, Papúa Nueva Guinea, Camerún y China. Alan, célebre primatólogo y exdirector científico del zoológico de San Diego, aporta al proyecto su especialidad en sexualidad de primates, mientras que Barnaby, recientemente doctorado en antropología cultural, tiene mucho talento con los gráficos de computadora y un gran entusiasmo por el trabajo de campo.

Conocí a Barnaby un tempestuoso día de otoño en Wellington. Tenía veintiséis años, el pelo ondulado y cobrizo le caía alrededor del cuello alto de su pulóver tejido. Era alto, desgarbado, hablaba con una pizca de acento británico y tenía un porte muy serio. Caminaba con aire distraído y el ceño fruncido, y extraviaba las cosas con frecuencia —el ticket de estacionamiento, por ejemplo—. La vida del experto en señales sexuales no es fácil. —A veces la gente piensa que estoy usando el dinero del gobierno para mirar tetas. No entienden lo que hacemos —me dijo. Según él, en lugares como Samoa, que actualmente está muy evangelizado, puede ser espinoso preguntarles a los hombres qué tipo de tetas prefieren. Algunos directamente se ofenden y lo tratan de pervertido. Ya aprendió a evitar a los hombres que están alcoholizados. Por otra parte, en el mundo académico, puede resultar difícil conseguir becas cuando hay otros temas como el cáncer de mama para financiar.

—Quizá tendría que haber sido médico —me dijo—. Pero la verdad es que soy muy impresionable.

En uno de sus experimentos digitales, Barnaby usó un dispositivo de seguimiento ocular llamado EyeLink 1000, junto con un paquete de software especializado. El aparato de 60.000 dólares habita en un espacio pequeño y anodino, tras una puerta con un cartel que reza “Laboratorio de Percepción/Atención” en el Departamento de Psicología de la Universidad de Victoria. Parece el tipo de aparato que una encontraría en el consultorio de un oculista. El sujeto apoya el mentón y la frente en los lugares indicados y observa a través de unas pequeñas lentes. En este caso, en lugar de ver la pirámide del alfabeto, el ojo encuentra imágenes de mujeres desnudas que centellean en una pantalla de computadora. Si todos los exámenes oculares fueran así, los hombres seguramente irían al oculista más seguido.

El día que fui a conocer el laboratorio, había un estudiante de posgrado llamado Roan que se había ofrecido como conejito de indias. Vestido con jeans y una remera holgada, se sentó a mirar plácidamente a través del aparato mientras Barnaby lo calibraba. Después, Barnaby le explicó la prueba: Roan iba a mirar seis imágenes, todas de la misma modelo agraciada, pero “transformada” digitalmente en cada una. Roan tendría cinco segundos para mirar cada imagen, que luego tendría que calificar del uno al seis, de la menos atractiva a la más atractiva, usando un teclado. Las imágenes tendrían pechos más o menos grandes y distintos índices de cintura-cadera (icc). Estas dos medidas —el tamaño de los pechos y el así llamado icc (que básicamente mide las curvas)— constituyen la lengua franca de los “estudios de atracción”, que, créase o no, son una especialidad reconocida en la antropología, la sociobiología y la neuropsicología. Según esta teoría, el modo en que machos y hembras evalúan su atractivo mutuamente puede revelarnos algo acerca de nuestra evolución y nuestra identidad.

El seguimiento ocular no miente. Iba a mostrarnos exactamente qué partes del cuerpo había mirado Roan mientras evaluaba las imágenes. Como ya me había explicado Barnaby, la máquina mediría el movimiento de las pupilas de Roan en un rango de centésimos de grado y registraría la cantidad de tiempo que detenía la vista en cada parte del cuerpo.

—Lo maravilloso del seguimiento ocular es que nos permite medir la respuesta conductual. Se puede calcular con precisión la conducta del ojo en el momento en que evalúa el atractivo de lo que está mirando —me había dicho Barnaby. Roan comenzó a mirar y calificar. El procedimiento duró solo un par de minutos. Cuando terminó, estaba un poco sonrojado.

Se quedó para ver cómo le había ido, y Barnaby empezó a mostrarnos unos gráficos y unos cálculos deslumbrantes. Una serie de anillos verdes que se superponían sobre el cuerpo de la modelo representaban la cantidad de veces que la mirada de Roan se había detenido un momento en cada lugar. Había algunos en la cara, otros pocos en las caderas y un montón en las tetas. Barnaby iba explicando a medida que repasaba la información:

—Roan empieza en los pechos, después le mira la cara, después los pechos, después el pubis, el vientre, la cara, los pechos, la cara, los pechos. La mirada se queda cada vez más tiempo ahí.

Roan pasó más tiempo mirando las tetas que cualquier otra parte durante cada “fijación”, y le dio el puntaje más alto a la versión más delgada y más tetona de la modelo. En otras palabras, la conducta de Roan fue igual a la de la mayoría de los hombres, tal como habría predicho Jayne Mansfield, quien podría haberle ahorrado unos cuantos dólares a la Universidad de Victoria.

Los resultados de la prueba de seguimiento ocular de Barnaby parecen obvios, pero para un científico es importante recabar información. Barnaby estaba preparándose para publicar un artículo en una revista llamada Human Nature, y consideraba que ese trabajo respaldaba una hipótesis relativamente bien aceptada según la cual las tetas evolucionaron como señales para transmitir información esencial a posibles parejas, lo cual explicaría por qué la mirada de los hombres hace zoom a las tetas apenas unos doscientos milisegundos —sí, milisegundos— después de ver la imagen de la modelo.

—En términos generales, la teoría dice que la juventud y la fertilidad eran elegían pareja en épocas ancestrales —señaló Barnaby—. Por eso es lógico que elijan pareja a partir de rasgos que señalan el valor, la juventud, la buena salud y la fertilidad.

Para él, las tetas son útiles para los hombres. Y como a ellos les gustaban esas novedosas y gráciles esferas pendulares que al parecer aportaban tanta información y que, en su origen, como todo rasgo nuevo, surgieron accidentalmente, eligieron parejas según este criterio. Las pechugonas se apareaban más, o se apareaban con los mejores machos, y fue así que este rasgo se transmitió a las siguientes generaciones para beneficio de todos. En el mundo explicado por Barnaby, la historia termina más o menos ahí.

Quién es Florence Williams

♦ Es una periodista y autora de no ficción estadounidense.

♦ Es editora en la revista Outside y colabora para National Geographic, New York Times, Slate y O-Oprah, entre otros.

Tetas, historia natural y no natural ganó el Los Angeles Times Book Prize en ciencia y tecnología, el premio Audie a no ficción y fue nombrado como uno de los Libros Notables de 2012 por el New York Times.

♦ Escribe y conduce los podcasts Breasts Unbound y The Three-Day Effect.

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