A fines de 1983, en los meses que siguieron al fin de la última dictadura cívico-militar argentina, el escritor Oscar Hermes Villordo publicó un libro que cambiaría la literatura local para siempre. La brasa en la mano, inexplicable fenómeno editorial que en su primer año vendió más de 60 mil ejemplares, expandió con su cartografía de los márgenes sexuales y geográficos los límites de lo que un autor abiertamente homosexual podía escribir en sus libros, ya sin tapujos, excusas o eufemismos.
A La brasa en la mano le siguieron La otra mejilla en 1986 y, por último, El ahijado en 1990, novelas que componen una suerte de trilogía sobre la homosexualidad en Argentina que abarca desde la década del 50 hasta la década del 80, período en el que pocos libros sobre esta temática, en su momento fuertemente controversial, podían publicarse sin censura ni represalias contra sus autores, como la cárcel o el exilio.
Entre descampados, casillas, vías de ferrocarril y obras en construcción, el narrador de El ahijado, anteúltima novela de Hermes Villordo, se pavonea por los suburbios en busca de hombres que lo posean. Es un joven sin nombre, como los narradores de las otras novelas de esta trilogía, que representa los avatares y las delicias del yire homosexual en la Buenos Aires de 1950.
El protagonista está a la sombra de El ahijado, una especie de fantasma, leyenda, icono o arquetipo con el que muchos de los hombres que se cruza se lo confunden. Aunque nunca termina de aparecer en la novela a la que le da nombre, El ahijado está en boca de todos los personajes a los que, como él, solo se los conoce por sus apodos: El Acróbata, El Provinciano, La Prostituta, El Hombre de la Casilla, El Villero o La Culo e’ Fierro. Sin excepciones, todos verán sus vidas transformadas por la presencia -o ausencia- de El ahijado.
El ahijado, como gran parte de la obra de ficción de Hermes Villordo, repone una parte de la historia de Buenos Aires que fue sistemáticamente oculta y censurada, aquella que burbujeó en los oscuros márgenes “de espaldas a la ciudad”, protagonizada por vagabundos, obreros, borrachos, trabajadores populares y maleantes. Movidos por un deseo ajeno a cualquier tipo de culpa, los hombres que protagonizan esta novela se mueven entre los márgenes de los mandatos sociales y reivindican, no con su discurso sino con sus acciones, la constante efervescencia de la promiscuidad.
Mientras otros autores de la época se esforzaban por mostrar a los homosexuales como personas “comunes y corrientes”, iguales a cualquier hombre de familia en busca del amor de su vida, Oscar Hermes Villordo prefiere poner el foco en el yire marginal, el sexo casual en baños públicos, el polvo rápido tras los matorrales. Adelantado varias décadas a una época en la que el deseo sería finalmente puesto en un pedestal, el autor lo resume con una frase hacia el final del libro: “¡Dios mío, qué cosa es el placer que lo trastorna todo!”.
Así empieza “El ahijado”, de Oscar Hermes Villordo
Estaba sentado tomando mate en una de esas banquetas de lona plegables, y por la entrepierna del pantalón de fútbol le asomaba el miembro. La Sol de Noche que había puesto sobre el pasto lo iluminaba desde abajo. Detrás se veía la casilla rodante.
Lo miré. Nos miramos. Me invitó levantando en alto el termo. Cuando me acerqué estiró el cuerpo para alcanzarme el mate y la cabeza rotunda quedó al descubierto sobre el muslo.
“Acérquese, no se quede ahí”, me dijo. “Usted se parece a El Ahijado. Le pasó lo mismo cuando me vio”.
Mientras chupaba el mate, seguí observándolo. No podía sacarle los ojos de encima. Se había echado para atrás y como la cosa más natural del mundo mostraba el miembro salido hacia afuera.
Atontado, hipnotizado, reaccioné, sin embargo: miré para ver si alguien venía. La gran avenida estaba sola, sin automóviles ni transeúntes, y el viento fresco oreaba las arboledas.
–¿Está frío? –me preguntó cuando le devolví el mate–. Si quiere, podemos buscar agua caliente –dijo señalando la casilla. Y cargamos con la banqueta, la lámpara, el termo y el mate, y entramos.
Venía borracho y se tambaleaba al andar. Creí que pasaría de largo. Pero no. Se detuvo ante mí en esa sombra del zaguán.
–¿Sos manfloro? –me preguntó. Lo seguí hasta el baldío donde entramos apartando los yuyos.
–Bajáte el lienzo –me apuró. Y me penetró, pero no pudo, por la borrachera.
–¡Echáte! –me dijo, y cayó sobre mí, y esta vez, sí, pudo. Salimos, uno primero y el otro después, y caminamos juntos por la calle.
Yo recordaba el encuentro porque él me dijo, al pasar frente a la obra en construcción, que trabajaba ahí y que no me había hecho entrar porque el sereno estaba con mujeres. Aunque en mis andanzas olvidé su cara, lo reconocí mucho después cuando en la calle me volvió a preguntar con aliento a vino: –¿Sos manfloro? –y llevándome al descampado de las vías del ferrocarril me pidió–: Bajate el lienzo. –Desde entonces lo llamé El Provinciano.
Por El Provinciano conocí al sereno con el que conversé antes de ver al hombre de la casilla. Ocurrió que durante la recorrida de esa noche, me detuve primero frente a la empalizada de la obra para espiar entre las junturas. A contraluz del único foco que iluminaba la entrada del esqueleto de cemento distinguí al sereno. Le hice señas. Se acercó y hablamos. No había nadie, era temprano. Quería que entrara a esperar. Le dije que no. Él no lo hacía pero permitía que otros lo hicieran, si no había mujeres. Esa noche sería de hombres solos. Le prometí volver y seguí andando.
Colgó la lámpara del gancho del techo, dejó la banqueta apoyada en la pared y acomodó con cuidado el termo y el mate sobre la mesa.
–A El Ahijado le gustó la casilla cuando vino –me dijo después de sacarse el pantalón de fútbol y quedar desnudo–. Yo salí antes de la cárcel y fue la primera vez que nos encontramos afuera.
Mientras me contaba la historia se acariciaba entre las piernas, adelante y hacia abajo, para lograr la erección. La historia me interesaba poco de modo que me acerqué para tocarlo, atraído por los testículos hinchados y la verga descomunal.
–No se apure –me atajó–. Sáquese la ropa y métase en la cama.
Lo obedecí. La cama era un camastro cubierto por una colcha raída. Él siguió hablando y masajeándose.
–Lo vi durante una vuelta por el patio de la cárcel, adonde nos sacaban por turno para tomar sol en fila. Averigüé que era un recién llegado y que lo habían traído de otro cuadro por la pelea entre dos presos que se disputaban el mando y que le habían echado el ojo. No era para menos. A mí no se me iba a escapar, porque yo era el jefe. Pero el recreo terminó sin que pudiera hablarle...
Me había puesto boca abajo y lo oía esperando que terminara pronto, aunque cada vez más interesado por el cuento. Sabía que él me estaba mirando mientras hablaba, e imaginaba que estaría excitándose tanto por lo que decía como por lo que veía. Pero me equivoqué. Por eso me asombró cuando me dijo, cortando el relato: –Póngase en cuatro así puede verme entre las piernas.
Lo obedecí una vez más y desde esa pose comprobé que faltaba mucho todavía.
–Esa noche me la pasé pensando en él, no porque no supiera qué iba a hacer al otro día, sino porque no podía olvidarlo. Se me presentaba caminando entre los dos compañeros, el de adelante y el de atrás, solo, y yo quería ser el de atrás, para hablarle, no para tocarlo, que está prohibido, y decirle que lo esperaba en el baño, junto a las piletas. Lo veía caminar levantando una y otra pierna, metido en el traje que le habían dado y que le quedaba grande, y lo desvestía con la mirada. Empecé a tocarme, tocarme, mientras se me aparecía desnudo en la celda y me daba vueltas en la cama. Hasta que me dormí y en el sueño lo tumbé, lo monté, como tenía pensado hacerlo, yéndome en seco. Me desperté y me lavé en el rincón. Apenas pude pegar los ojos porque volvía a verlo en la fila y a calentarme y a tocarme y porque iba a irme otra vez si me dormía. Sólo cabeceé un sueño agarrándomela con las dos manos. Se la agarraba furiosamente, ahora, y pensé que iba a acabar dejándome con las ganas. Desde la posición en que estaba no sentía la incomodidad, y con la cabeza gacha y el cuello doblado lo espiaba deseándolo, seguramente como él deseó a El Ahijado. Lo veía en la celda, acosado, revolviéndose, apretándose para contenerse y esquivándole al sueño con miedo.
–Por fin llegó la mañana, y después del desayuno salimos al patio. Había sol y el frío desapareció a las pocas vueltas. Le mandé el mensaje. Era difícil que me desobedecieran, de modo que el de adelante se lo pasó al de adelante, y así hasta que llegó a él. El mensaje decía que se diera vuelta al doblar la esquina y que mirara al que tenía la cabeza descubierta, que era yo, el jefe. Estaba prohibido sacarse el gorro, pero yo lo hice. Él obedeció y me vio. Habíamos burlado la vigilancia y el primer paso estaba dado. Le hice una seña y me cubrí. La seña quería decir quiero hablarte y consistía en tocarse la boca, señalarse y señalarlo. La entendió en seguida y dijo que sí con la cabeza. Hice funcionar de nuevo el telégrafo y él supo el lugar de la cita. Yo estaba al palo y ése era el peligro, porque podían descubrirnos.
Quién fue Oscar Hermes Villordo
♦ Nació en Chaco, Argentina, en 1928.
♦ Trabajó como escritor, novelista, cuentista, poeta y periodista.
♦ La primera biblioteca LGBT+ de Argentina lleva su nombre.
♦ Falleció en el Hospital Británico de Buenos Aires, Argentina, en 1994 por complicaciones relacionadas al VIH.
SEGUIR LEYENDO: