Judith Butler y la “esperanza irracional” que nos invade a pesar de (o a causa de) la violencia

En su nuevo libro, la teórica queer más leída del mundo analiza las distintas formas de resistencia a las distintas y variadas agresiones del mundo contemporáneo, como la tortura por motivos políticos, los crímenes contra las mujeres o el desprecio a los migrantes

"Sin miedo" reúne algunas conferencias que la filósofa estadounidense Judith Butler impartió sobre justicia, memoria, duelo, crítica y disidencia.

Con la publicación de su libro El género en disputa, en 1990, la filósofa estadounidense Judith Butler se convirtió en un referente del feminismo teórico y en uno de los máximos exponentes de la teoría queer alrededor del mundo. Desde entonces, la autora de reconocidos trabajos como Cuerpos que importan y Deshacer el género es una de las voces más influyentes en la teoría política contemporánea y la teórica de género más leída e influyente del mundo.

El género en disputa, en 1990, la filósofa estadounidense Judith Butler se convirtió en un referente del feminismo teórico y en uno de los máximos exponentes de la teoría queer alrededor del mundo. Desde entonces, la autora de reconocidos trabajos como Cuerpos que importan y Deshacer el género es una de las voces más influyentes en la teoría política contemporánea y la teórica de género más leída e influyente del mundo.

Sin miedo: Formas de resistencia a la violencia de hoy recoge algunas conferencias que la filósofa dio en torno a los conceptos de justicia, memoria, duelo, crítica y disidencia, en las que, además de sus acostumbradas reflexiones filosóficas, comparte un conjunto de herramientas conceptuales a partir de las cuales es posible repensar la resistencia ante las distintas formas actuales de opresión. Durante su conferencia en el Instituto Hemisférico de la UNAM de México, que dio en 2019, Butler dijo: “No hace falta que les diga que vivimos en unos tiempos de gran miedo y desorientación, pero tal vez lo que podamos recordar en este día y en este lugar son, precisamente, los potenciales que nos alientan; la esperanza que aún nos invade, de manera irracional, en una época de desesperación”.

Para Butler, la violencia actual no es más que un producto del progreso alcanzado, razón por la cual es necesario continuar por el mismo camino ya que la lucha, según la autora “es continuada”. En Sin miedo, rastrea las formas de resistencia a las múltiples modalidades de violencia que caracterizan a nuestras sociedades contemporáneas, desde la tortura por razones políticas y los crímenes contra mujeres hasta el desprecio contra los migrantes o la desigualdad global.

Sin embargo, lejos está Butler de una postura pesimista ante la violencia sistemática que analiza. Si la violencia es producto de los logros obtenidos, de alguna manera también esa violencia puede ser el germen de un progreso futuro: “Por mucho que esta sea, con toda evidencia, una época de auge del autoritarismo, es también una época en la que el rechazo al autoritarismo es cada vez más claro, más inteligente, más fuerte”.

“Sin miedo” (fragmento)

Julio Cortázar encarna una tradición de imaginación literaria y activismo político extraordinarios. Tengo en mente aquella advertencia que hizo Pablo Neruda hace algunos años: «Cualquiera que no lea a Cortázar está condenado». Cortázar creía que debemos ser conscientes del lenguaje que empleamos a la hora de describir el mundo, pues está plagado de significados inconscientes, historias sociales, un legado de lucha y sometimiento. Puede que el lenguaje que más claro nos resulta se acabe revelando como el más opaco, e incluso engañoso, cuando empezamos a excavar en la historia del uso que se ha hecho de él.

En una clase de literatura que impartió en 1980 en la Universidad de California, en Berkeley, universidad donde soy profesora, Cortázar les dijo a sus alumnos: «El lenguaje está ahí y es una gran maravilla y es lo que hace de nosotros seres humanos, pero ¡cuidado! antes de utilizarlo hay que tener en cuenta la posibilidad de que nos engañe, es decir, que nosotros estemos convencidos de que estamos pensando por nuestra cuenta y en realidad el lenguaje esté un poco pensando por nosotros, utilizando estereotipos y fórmulas que vienen del fondo del tiempo y pueden estar completamente podridas».

Y, no obstante, Cortázar no le dio nunca la espalda al lenguaje, ni a la política, ni a la esperanza. Debemos cuestionarnos críticamente la manera como reproducimos en nuestro lenguaje formas de poder a las que somos contrarios, y debemos también esforzarnos por usar el lenguaje de un modo nuevo que abra una posibilidad de esperanza al mundo. «Utopía» no es una palabra fácil de usar, pero Cortázar no la rechazó: Cortázar proclamó, como saben, que Cuba era una utopía alcanzable. Y con ello, otorgó esperanza a la posibilidad de materializar una igualdad radical de carácter político en este mundo. No sabía si sucedería, ni se embarcó en predicciones, pero estaba dispuesto, no obstante, a proclamar, a movilizar el acto del habla como una forma de combatir el escepticismo y el nihilismo de su época. De hecho, como es sabido, en cuanto que miembro del Tribunal Russell II, unió fuerzas con otros para condenar públicamente los crímenes cometidos por los regímenes dictatoriales de América Latina. Él no era juez, y el Tribunal Russell II no era un tribunal de justicia, pero cuando los tribunales no cumplen con su labor, o cuando la fe en la ley se tambalea, existe aún la posibilidad de formular contundentes juicios públicos; en particular cuando la gente conviene en revisar en público las evidencias.

Como escritor, Cortázar se ganó el derecho a hablar en público, y escogió hacerlo en nombre de los subordinados, los censurados, los criminalizados por formar parte de la resistencia frente a las dictaduras, pero también de los torturados, y los desaparecidos, de aquellos cuya muerte sigue sin constar y sin el reconocimiento de los gobiernos responsables de su desaparición. El Tribunal Rusell era una alianza transnacional compuesta por personas que se arrogaron el derecho y el poder de juzgar allí donde los tribunales fracasaron o donde el sistema jurídico demostró incluso ser cómplice de los crímenes.

Hoy me gustaría hablar de la necesidad de reconocimiento público de estas pérdidas que continúan sin contar y sin llorarse. Y, para hacerlo, comenzaré con una pregunta: ¿en qué circunstancias es posible llorar una vida perdida? ¿De quiénes son las vidas que se consideran llorables en nuestro mundo público? ¿Cuáles son esas vidas que, si se pierden, no se considerarán en absoluto una pérdida? ¿Es posible que algunas de nuestras vidas se consideren llorables y otras no? Planteo estas preguntas difíciles y perturbadoras porque yo, como ustedes, me opongo a la muerte violenta; a la muerte por medio de la violencia humana; a la muerte resultado de acciones humanas, institucionales o políticas; a la muerte provocada por una negligencia sistémica por parte de los estados o por modos de gobernanza internacionales.

Si convenimos en que toda persona debería ser libre de aspirar a una vida vivible y despojada de violencia, entonces estamos aceptando que toda vida debería ser, idealmente, libre de ejercer ese derecho, y que todos aquellos que son privados de su vida por medio de la violencia son víctimas de una injusticia radical.

Sin embargo, si solo les reconocemos a ciertas vidas el derecho a aspirar a una vida vivible; si solo lloramos cuando son esas las vidas que desaparecen por obra de la violencia, entonces debemos preguntarnos por qué lloramos esas vidas y otras no. Parte de lo que dice nuestro dolor —si el dolor hablase—, parte de lo que implica ese dolor, es que las vidas que se han perdido deberían haber tenido la oportunidad de vivir, de aspirar a una vida que no fuera de continuo sufrimiento y desplazamiento, sino una vida vivible, una vida que le permitiera a una persona querer la vida que le ha sido dada vivir.

Así pues, si las diferencias de clase, raza o de género se inmiscuyen en el criterio con que juzgamos qué vidas tienen derecho a ser vividas, se hace evidente que la desigualdad social desempeña un papel muy importante en nuestro modo de abordar la cuestión de qué vidas merecen ser lloradas. Pues si una vida se considera carente de valor, si una vida puede destruirse o hacerse desaparecer sin dejar rastro o consecuencias aparentes, eso significa que esa vida no se concebía plenamente como viva y, por tanto, no se concebía plenamente como llorable.

En 2022, Judith Butler recibió el Premio Internacional Catalunya.

Estamos en contra de la pérdida de determinadas vidas por medio de la violencia porque es una injusticia, pero tan importante es oponerse a la pérdida de vidas violentamente destruidas por no considerarse dignas de ser lloradas. Afirmamos que esas vidas eran valiosas, que deberían haber tenido la oportunidad de vivir y que la pérdida de esas vidas es una pérdida que lloramos abiertamente. El dolor da carta de naturaleza a la pérdida, es un reconocimiento del valor de la vida que se ha perdido, pero reconoce también que esa vida era en efecto una vida, que estaba viva; que su pérdida es una pérdida, la pérdida de una vida futura, de la futuridad que define una vida vivible.

El acto del duelo enlaza con el acto de la justicia precisamente aquí, porque no solo estamos diciendo que esa era una vida que merecía ser vivida y que nadie debería haberla destruido, sino también que tal destrucción es injusta. De modo que lloramos, y con ello al mismo tiempo nos oponemos a la injusticia. El despliegue de un duelo público se alía con una oposición militante frente a la injusticia. Y del mismo modo que nos oponemos a la violencia por medio de nuestro dolor y de nuestra rabia, estamos practicando la no violencia cuando nos dolemos y militamos en contra de la continuación de la violencia y la destrucción.

Las poblaciones se dividen a menudo, demasiado a menudo, entre aquellos cuyas vidas son dignas de protegerse a cualquier precio y aquellos cuyas vidas se consideran prescindibles. Dependiendo del género, de la raza y de la posición económica que ostentemos en la sociedad, podemos sentir si somos más o menos llorables a ojos de los demás.

Pensemos en las víctimas de feminicidio en Latinoamérica, especialmente en Honduras, Guatemala, Brasil, Argentina, El Salvador, pero también aquí, en México, que incluyen a toda persona brutalizada o asesinada por el hecho de ser feminizada, y eso incluye un número enorme de mujeres trans y de miembros de la comunidad travesti. A menudo estas muertes se dan a conocer o se publican como noticias sensacionalistas en los periódicos; les sigue una manifestación momentánea de conmoción pública, y al tiempo vuelve a suceder. Cuando se conocen, se produce una reacción horrorizada, no cabe duda, pero la reacción no siempre viene acompañada de un análisis enfocado a una movilización en contra de esas muertes tan generalizadas. En ocasiones se dice que los hombres que cometen estos crímenes sufren alguna clase de patología, o se considera una tragedia, o la historia se aborda como la enésima y periódica incidencia de algo aberrante. Pensemos, sin embargo, en la descripción de las feministas, que están intentando teorizar la situación con el objetivo de conocer los términos con que debería enmarcarse y entenderse. Montserrat Sagot, por ejemplo, de Costa Rica, sostiene que «el femicidio expresa de forma dramática la desigualdad de relaciones entre lo femenino y lo masculino, y muestra una manifestación extrema de dominio, terror, vulnerabilidad social, de exterminio e incluso de impunidad». En su opinión, no procede explicar estos actos asesinos en términos de características individuales, patologías o incluso de agresividad masculina, sino que deben entenderse como la reproducción de una estructura social de dominación masculina y, en este sentido, como la forma más extrema de terrorismo sexista. A juicio de Sagot, el asesinato es la forma más extrema de dominación, y otras, como la discriminación, el acoso, la violencia física, deben concebirse dentro de un continuum con el feminicidio. Este razonamiento nos conduce a una paradoja, puesto que si el exterminio es la meta, entonces, en caso de alcanzarla, sus perpetradores ya no ostentarían el dominio, pues quien domina necesita quien se someta, y que dicho sometimiento le devuelva al dominador su propio reflejo. Si se interrumpe la vida de la persona o de la clase subordinada, el dominador deviene la norma, y la relación impuesta de desigualdad da paso al genocidio. Nadie domina sobre los muertos, salvo si borra por completo su rastro.

La situación del feminicidio no implica solo el asesinato activo, sino que incluye también el mantenimiento de un clima de terror, uno en el que cualquier mujer, incluidas las mujeres trans, puede ser asesinada. Dediquemos, pues, un momento a recordar lo importante que es para las alianzas que se forman en torno al duelo —alianzas encaminadas a ejercer una oposición política frente a la violencia— conseguir cerrar la brecha que separa el feminismo del activismo transgénero. Las mujeres son asesinadas, podríamos decir, no por nada que hayan hecho, sino por lo que otros perciben que son. En cuanto que mujeres, son consideradas propiedad del hombre, es el hombre el que ostenta el poder sobre sus vidas y sus muertes. No hay ninguna razón natural que justifique esta estructura fatal e injusta de dominación y terror: forma parte de convertirse en género en los términos de la norma dominante. Convertirse en hombre, desde esta perspectiva, consiste en ejercer el poder sobre la vida y la muerte de las mujeres; matar es la prerrogativa del hombre al que se le ha asignado un determinado tipo de masculinidad. Se espera, pues, de todos aquellos a quienes se les asigna al nacer el género de varón que asuman una trayectoria masculina, que su desarrollo y vocación sean masculinos. Por tanto, las personas trans que quieren ser mujeres, que buscan ser reconocidas como mujeres trans, rompen con ese pacto implícito que une a los hombres, que permite y afirma su violenta propiedad sobre las mujeres. Las mujeres trans son un objetivo en parte porque son femeninas, o están feminizadas, y se las castiga no solo por rechazar el camino de la masculinidad sino por abrazar abiertamente su propia feminidad.

Quién es Judith Butler

♦ Nació en Cleveland, Estados Unidos, en 1956.

♦ Es una filósofa posestructuralista que ha realizado importantes aportes en el campo del feminismo, la filosofía política y la ética, y ha sido una de las teóricas fundacionales de la teoría queer.

♦ Es considerada una de las voces más influyentes en la teoría política contemporánea y la teórica de género más leída e influyente del mundo.

♦ Es autora de libros como El género en disputa: Feminismo y la subversión de la identidad y Cuerpos que importan: Sobre los límites materiales y discursivos del sexo, entre otros.

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